Jornada Semanal, domingo 6 de abril  de 2003           núm. 422

NMORALES MUÑOZ.
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DRAMATURGIA Y REALIDAD (I de II)

En días pasados se desarrolló en la Ciudad de México la Segunda Semana Internacional de la Dramaturgia Contemporánea, organizada por el Centro Cultural Helénico y Teatro La Capilla, agrupación independiente bajo la dirección de Boris Schoemann. En esta segunda emisión los países invitados fueron España y Canadá, cuyos autores enviados, junto con algunos colegas mexicanos, participaron en mesas redondas y dieron a conocer textos de su creación mediante lecturas escenificadas en los foros sede. Todo lo cual, más la inclusión de algunas puestas en escena actualmente en cartelera, constituyó la programación total del evento.

Desde luego que el escaso tiempo transcurrido tras la finalización de dicha Semana hace imposible calibrar sus posibles repercusiones para quienes, a diferencia de los dramaturgos invitados, hemos de enfrentar en el día a día las condiciones de trabajo imperantes en el circuito teatral mexicano. Sin embargo, gran parte de los testimonios vertidos por los dramaturgos visitantes –principalmente los españoles– motivan, o debieran motivar, reflexiones más profundas acerca de las particularidades, por no decir problemas y limitaciones, que deben enfrentar quienes deciden abrazar la actividad dramatúrgica en nuestro país como modo de vida.

La relatoría de experiencias por parte de los colegas extranjeros no condujeron sino a una conclusión ya de sobra conocida: ser escritor escénico, en cualquier parte del mundo, es marchar a contrapelo de una serie de factores más bien penosa, marcada por la individualidad, la estrechez económica y formativa, la siempre indispensable dosis de buena fortuna, etcétera. Y, por supuesto, sirvió para corroborar cuán acentuadas se encuentran tales condiciones de trabajo en México y cuán necesario sería un replanteamiento estructural de los mecanismos de incentivación y formación de los dramaturgos noveles nacionales. Sería en extremo reduccionista, y sobre todo muy poco propositivo, repetir el manido argumento de que en México la dramaturgia está en crisis, que no hay autores que tomen la estafeta de la generación inmediata anterior y que por consiguiente no queda sino confiar en que los escritores plenamente establecidos y consagrados continúen nutriendo, así sea a cuentagotas, el breve resquicio reservado para ellos en la cartelera nacional. Quizá valdría más la pena hacer un breve diagnóstico del status quo que nos rige actualmente y a partir de ello aventurar posibles alternativas de solución, que no únicamente se limiten a cuestionar el rol de las instituciones culturales del Estado, sino a llamar la atención de quienes debieran ser los principales actores de esta coyuntura: los dramaturgos entre los treinta y dos y los veintitantos años.

Bien es sabido que la abismal diferencia entre las partidas presupuestales destinadas a la cultura entre México y los países del Primer Mundo hacen inviable una adaptación cabal de los modelos de gestoría cultural que, en mayor o menor medida, han tenido éxito en estos últimos. El que sea el Estado, a través de los organismos correspondientes, quien haya de encargarse de prácticamente la totalidad de la producción artística del país (en la que no está excluida del todo su responsabilidad formativa) no debiera ser totalmente cuestionable desde un ángulo ético –sobre todo en tiempos como los actuales, tan marcados por la trivialización de todo cuanto no sea cifras e índices estadísticos–, sino desde otro estrictamente operativo. La realidad indica que en nuestro país pasará mucho tiempo antes de que se presenten casos como los referidos por el dramaturgo y funcionario cultural español Guillermo Heras: que en una ciudad como Sevilla, excluida de los grandes circuitos europeos, haya alrededor de quince agrupaciones teatrales que vivan de su profesión; o que el propio Heras, en su faceta de director de escena, confiese tener la friolera de cincuenta textos de autores españoles vivos que desearía montar. Pasará mucho tiempo no sólo porque en México la comparecencia semanal a las salas de teatro ha dejado de ser una alternativa de esparcimiento socorrida por la sociedad desde hace mucho –lo que daría pie a muchas otras discusiones–, sino porque la atomización del gremio teatral, en la que el Estado no tiene casi nada que ver, provoca que su propia radiografía se asemeje demasiado al trazo general de las comedias de Molière: los directores se quejan de que no hay textos mexicanos que merezcan montarse; los autores hacen lo propio sobre la escasez de directores capaces; los actores se limitan a repetir parlamentos que encuentran vacíos; iluminadores, escenógrafos, escenófonos y vestuaristas se enfrascan en una vacua y feroz batalla por la chuleta ante la imposibilidad de enrolarse en proyectos que vayan más allá de ello…Cuando parece que tienen las posibles soluciones frente a sus narices, y son incapaces de darse cuenta.

(Continuará.)