La Jornada Semanal,   domingo 6 de abril del 2003        núm. 422
Las paradojas del espacio

Andrés Sánchez Robayna

Hace unos años, una frase de Ráfols-Casamada –un pintor constantemente reclamado por la escritura, y en quién, en efecto, la poesía ha levantado su columna de fuego junto a la obra pictórica, de la que es inseparable –me retuvo largo tiempo inconcreto y estricto: "La forma nace del deseo". Supe más tarde que esa línea, leída lejos de su contexto originario, pertenecía a un "Carnet de notas" del pintor, en donde la reflexión aforística, con su sentido de súbita iluminación, dejaba precisamente en suspenso el sentido único a favor de una sabia, libre ambigüedad. (Ya para entonces, inseparablemente, el pintor era también el poeta, y esa frase sin duda daba cuenta de ello.)

Pensé inmediatamente, y sin que la asociación me llevase a una analogía más profunda –quién sabe si no había en esa asociación un eco de la misma libertad de la frase de Ráfols–, en el dictum de Georges Santayana, una idea, y una imagen, tan presentes siempre y, sin embargo, con tanta frecuencia olvidadas por mí mismo, hasta el punto de asomar a la memoria con la mayor imprevisión, en los momentos, diría, en que nada parece reclamar conscientemente su recuerdo, revelando de manera inequívoca la oblicuidad esencial, la esencial impremeditación del instante poético: "El aire libre es una especie de arquitectura".

¿Cuál era la raíz de esa asociación? A primera vista, dos elementos –deseo, forma; aire libre, arquitectura– parecían integrarse en una casi imposible formulación. Y, sin embargo, tal unidad me llevó a descubrir, en la misma oblicuidad, en la misma libertad de la asociación, lo que podría llamar una de las pinturas que, en el fondo, latían como objeto último de la meditación, de libre ir y venir de lo imaginario en relación con un grupo de lienzos del pintor catalán. "Frutero rosa" (1979) o "Espacio ocre entre columnas blancas" (1977), "Mar blanco" (1979) o "Verano en el jardín" (1981), ¿qué mostraban ante todo, en efecto, sino una constructividad? Y esa constructividad estaba integrada por los mismos elementos aparentemente paradójicos, casi inconciliables, que componían las bellas reflexiones del propio Ráfols-Casamada como de un territorio dominado por el color; acaso la preeminencia de lo cromático ha impedido fijar la atención precisamente en las tramas que lo sustentan, en la red –ángulos, vanos, líneas entrecruzadas– que se halla en la base misma de esta exploración pictórica. Siendo como es la de Ráfols, según la certera expresión de Tomás Llorens, una pintura que muestra en todo momento la "precedencia epistemológica de la contemplación", bueno será tal vez insistir ahora en que la manifestación de lo cromático –en ese espacio de contemplación, en efecto, el más poderoso impulso de hacer de esta pintura: el primer deseo de la forma, para decirlo con el propio pintor– se da casi siempre en esta obra sobre una esencia que cabría llamar un principio constructivo, un espacio de color habitado, respirado en las formas que dibujan, indisociable del espacio del color, una especie de nervadura, de médula ordenadora.

Tal era, en verdad –y ahora podía verlo más claramente–, el dato que me había hecho asociar aquellas ideas y las imágenes –a veces, puros campos de color, casi ascéticos, sobre lineamientos estrictos– de estas pinturas. Algo había de paradójico en todo ello, pues, como la reflexión de Santayana, las pinturas de Ráfols-Casamada parecían fundarse en una extraña sugestión de elementos en apariencia contradictorios: difusos, tenues superficies de color sobre nítidas, precisas estructuras de ordenación y de soporte. Así pues, arquitectura y aire libre, forma y deseo; cabe decir: alianza de dos órdenes de percepción finalmente integrados e indisolubles –identificados– en la unidad de la obra, en su resultado deslumbrante.

¿No percibíamos el aire y la luz como materias diferentes, cada una en su esfera, como si, pese a experimentar la sensación de ambos, con frecuencia, aunadamente, pertenecían, uno y otra, a ámbitos de experiencia distintos? En Ráfols-Casamada parecía verificarse la idea de Novalis: "los colores son luz oxigenada". Es ese orden de síntesis el que conoce la fruición de estas pinturas: un ámbito de impensadas alianzas, de conciliación de elementos diversos en el plano único de la pintura.

Un rápido repaso de la obra de Ráfols-Casamada en los últimos diez o quince años –tan diversa y, al mismo tiempo, tan unitaria en sus exploraciones y propuestas– nos muestra cómo en esta pintura parece operar siempre, en el fondo, un sutil efecto de paradojas reiteradas. Una de éstas –no la única, pero si tal vez la que más me retiene en su hermoso, extraño dispositivo plástico– ofrece un claro entronque con lo que podría llamarse (lo haré no sin alguna reserva en cuanto a los términos) una conquista espiritual de la pintura.

Sería muy largo, y tal vez demasiado prolijo, historiar aquí el momento en que la reflexión sobre el espacio destruye en la pintura las nociones de adentro y afuera; o, dicho de otro modo, cuándo comienza la pintura a diluir en un espacio único y sintético la mostración de lo interior y lo exterior como espacios opuestos y nítidamente diferenciados. En más de una ocasión se ha hablado, a propósito de la pintura de Ráfols, del motivo de la ventana como ordenador de la visión, como elemento portador de lo imaginario. No es la ventana, ciertamente, un motivo desconocido en la pintura clásica y moderna: sabemos que, desde antiguo, una sutil dialéctica de correspondencias diversas establece un raro juego especulativo entre la ventana que una pintura reproduce y la ventana que una pintura es en sí misma. Bastaría pensar en algunas piezas de Vermeer –la de "Mujer leyendo una carta con la ventana abierta" tanto como "Muchacha sonriente con un soldado"–, quien el efecto de lo interior es un apasionante intercambio de espacios que se muestran mutuamente en el incesante diálogo de los matices infinitos de la claridad y de la oscuridad: un interflujo y una intercadencia.

Hace tiempo, a mi ver, que la pintura de Ráfols-Casamada trabaja en ese orden de sugestión de intercambios espaciales que significan, en verdad, una conquista  de la visualidad y de lo imaginario. "Campos de signos", "Ángulo verde", "Movimiento de agua", y más aún, "Puerto de noche", piezas todas de 1988, ¿no exploran, en rigor, el territorio de la sugestión de lo interior, del espacio como el resultado de una dialéctica de entrecruzamientos de luz y oscuridad? Habría aún, sin embargo, algo más. Le es grato al pintor, desde hace mucho, insertar su discurso en una tradición, no pocas veces identificada como el noucentisme, del principio de orden y claridad, ese principio de equilibrio y luminosidad mediterránea cuyo mejor emblema moderno no sería otro que el poema "Cimetière marin" de Paul Válery. Espacios abiertos, sí, pero también espacios de intimidad. Las obras de Ráfols-Casamada, y muy especialmente las más recientes, indagan en ese orden del espacio conciliador en que la pintura expresa tanto la intimidad de los espacios abiertos como la amplitud, la amplia espacialidad de lo cerrado. No sería así casual la presencia de tantos jardines en esta pintura, esos espacios intermedios entre lo abierto y lo cerrado; y de ahí también, acaso, la frecuente crepuscularidad –la del alba, la del atardecer– de una buena parte del riquísimo cromatismo de esta obra, una de las razones por las que esta pintura es justamente vista como una de las aportaciones más valiosas del panorama plástico español de los últimos veinte años. "Jardín umbrío", también de 1988, puede dar más cabal idea de esos espacios transicionales que son al mismo tiempo espacios sintéticos: tres franjas de color –verde pálido, azul, marrones–, casi en paralelo (la evocación de Rothklo es aquí sólo pasajera), entrecortados por esa característica signografía del pintor, hecha de líneas perdidas y ángulos errantes y suspensos. He ahí tal vez uno de los más perfectos ejemplos de conciliación de lo cerrado y lo abierto, de la intimidad y de la espacialidad de una pintura que parece fundir los espacios en un espacio único.

Es ahora cuando comprendemos la obsesiva pregunta del pintor por la presencia: la pintura como un territorio en el que se reclama una y otra vez el espíritu de la presencia. Es, sin embargo, la presencia por sugestión. Lo ha escrito el propio Ráfols-Casamada: "La visión personal, para mí, consiste no únicamente en la visión de los ojos, sino de una visión captada más allá de los sentidos, una visión que despoje el objeto de su carácter circunstancial, que nos restituya únicamente su "presencia". Estas palabras, que podrían parecer, en su mera superficie, una aceptación por parte del pintor de la moderna denuncia de lo puramente retiniano en la pintura, van, sin embargo, más lejos. Pues podría Ráfols-Casamada decir, en torno a la pintura, como Mallarmé en la poesía, lo que el autor de L’Après-midi d’un faune a propósito de la sugestión de la presencia: "Nombrar" un objeto es suprimir las tres cuartas partes del disfrute del poema que uno tiene que adivinar poco a poco: "sugerirlo", tal es el sueño: "... evocar poco a poco un objeto y deducir para mostrar un estado del alma, por una serie de desciframientos". De poco serviría aquí, ciertamente, hablar ahora de una pintura poética, pero no parece de más habernos detenido en esa concreta poética. Pues no se trata ya solamente, como se ha visto, de una poética de los objetos, sino del espacio todo; de ese espacio que, entre lo interior y lo exterior, fija un ámbito que es, éste sí, puramente pictórico. De ahí que Ráfols-Casamada haya insistido con frecuencia en la visión de lo pictórico como ámbito autónomo, como realidad en sí misma: la pintura no tiene más tema que la propia pintura, entendida ésta como una indagación del sentido del espacio y de sus paradojas.

En otra ocasión pude, por mi parte, hablar de las obras de Ráfols-Casamada como riguroso exponente de una precisa tradición: la tradición de la pintura de "espacio pictórico", definida por su esencial autoincidencia. Bueno será ahora tal vez proponer –siquiera sea, a su vez, como sugestión– que no sería otro el espacio de toda pintura. La obra de Ráfols-Casamada sería, en este sentido, una exploración radical, pues el espacio remite aquí siempre a sí mismo. En su libro de poemas Angle de Llum, el poema era llamado de un "tejido de luces y de sombras para dar presencia al sueño". (Sobra ahora llamar la atención sobre la reiterada aparición del ángulo y de la presencia.)

Podría, en rigor, hablarse de esta pintura como un tejido de luces y de sombras para dar presencia al espacio. El exacto cumplimiento, la nítida verificación de ese designio es tal vez el más alto logro de esta pintura.