Jornada Semanal,  6 de abril de 2003         núm. 422 

ANA GARCÍA BERGUA
AHORA SÍ 
LA EPILEPSIA

Mi colaboración anterior se llama "De epilepsia, jugadores y murciélagos", pero no decía nada de la epilepsia. Pido una disculpa al lector que se haya dado cuenta de ello –y que le haya importado–, porque según yo borré la epilepsia del título y un chip terrorista o bushista volvió a aparecerlo en el artículo que envié. La cosa es que en una primera versión demasiado larga del artículo sí hablaba de ella, en referencia a El idiota de Dostoievski y a mi propia experiencia como epiléptica de tercera, pues verán, en mi vida he tenido sólo un par de ataques sin importancia, pero se me olvidan, sobre todo la terrorífica sensación, al despertar de la convulsión, de no saber quién era yo. No sólo dónde estaba, ni qué me había pasado, sino un olvido completo de la identidad. Como nacer otra vez, pues, pero con conciencia, cosa que afortunadamente duró sólo unos poquísimos minutos (también se orina uno en los pantalones, lo cual es de lo más desagradable y penoso, pero ciertamente esa no es una experiencia existencial). El caso es que me había puesto a leer a Dostoievski, y El príncipe idiota a raíz de que en El rastro Margo Glantz recrea y describe de manera apasionante la última escena de aquella novela del gran ruso. Y cuando meditaba sobre el personaje del príncipe Mishkin no podía evitar el recuerdo de esa sensación al despertar de los ataques, convertida en una especie de vertiginosa página en blanco, pues en términos morales el príncipe Mishkin –su protagonista epiléptico, como Dostoievski–, comienza siendo algo así. Cuando regresa a San Petersburgo después de una larga cura en Suiza a buscar a su familia lejana, todos los que lo conocen, a pesar de que se burlan de él, tienen la impresión e incluso el secreto temor de que no es ningún idiota, sino todo lo contrario. Es una especie de espejo moral, un ser que sufre por el mal y distingue el bien con claridad prístina, un iluminado. En la persona de Anastasia Filipvona, Mishkin reconoce a la víctima que ha sufrido y que por ello se ha vuelto cruel e incluso cínica, y ello le hace no sólo comprender sus desplantes, sino amarla, pues Mishkin se sacrifica por los demás. La figura de Mishkin forma un claroscuro con la del personaje del tremendo Ragojine, el oscuro junior petersburgués, quien también ama a Anastasia Filipovna y tiene con Mishkin una fijación de amor y odio. Mishkin sabe que Ragojine lo quiere matar, y conforme se acerca la recaída en la enfermedad, ve los ojos de Ragojine en la multitud, tiene deja vus, y su sentido moral se vuelve turbio, imantado por la oscura mirada de su némesis. En la escena que recrea en su novela Margo Glantz –ciertamente una de las escenas más sobrecogedoras de la literatura–, Mishkin ya no puede sino acariciar la cabeza del asesino Ragojine ante el cadáver de Anastasia Filipovna. Se ha idiotizado; el Mal lo ha vencido para convertirse, en su caso, en un grand mal, como se llama a la epilepsia de los muchos ataques y daños cerebrales. Los personajes principales de la novela, los más intensos, se han convertido en víctimas de los dobleces oscuros de la naturaleza humana, incluido Mishkin, aquel inocente que podría salvarlos. En el caso de El idiota, la epilepsia es una metáfora de nuestra condición. 

Y prometo cambiar de tema para la próxima, pero quizá no tenga nada de raro estar leyendo a Dostoievski en esta época de guerra en que el alma humana está mostrando sus más terribles dobleces, su más triste y devastadora ausencia de moral: no la moral gazmoña y estúpida de quienes husmean en las recámaras de las demás personas, sino la que es necesaria para ponerse en el lugar de los otros, como hace el desgraciado Mishkin. O quizá a todos los que estamos en contra de los bombardeos infernales, las matanzas cínicas y absurdas, se nos considera idiotas.