La Jornada Semanal,   domingo 30 de marzo del 2003        núm. 421
Elsa Cross

El paradigma de Metis

Un mito griego poco recordado nos habla de la primera esposa del dios Zeus, llamada Metis, que significa "Consejo sabio". Metis detentaba un gran poder y, en cierto momento, a Zeus le dio temor de que se fuera a cumplir un oráculo según el cual un hijo de Metis podría llegar a ser tan poderoso que lo destronaría, y para quitarse de encima la preocupación atrajo a Metis "con palabras dulces", según cuenta Hesíodo en su Teogonía, y "la puso dentro de su vientre"; modo elegante de decir que la devoró.

Metis estaba encinta y poco tiempo después Zeus empezó a tener atroces dolores de cabeza, y no pudiendo resistirlos más, le pidió a su hijo Hefestos que le abriera el cráneo. Cuando lo hizo, de la cabeza de Zeus salió, adulta y armada de pies a cabeza, la que sería diosa de la guerra, la inteligencia y la sabiduría: Atenea.

¿Y Metis? De ella no volvió a saberse nada. Zeus se adueñó de su poder, de su inteligencia y de su "consejo sabio", y vivió tranquilo. Tuvo como segunda esposa a Hera, que lo atormentaba con sus celos pero nunca representó un peligro para su poder; cuando en una ocasión ella se excedió con sus impertinencias, Zeus la encadenó y la dejó colgando de la bóveda celeste por un buen rato.

Otro mito habla de Lilith, la primera esposa de Adán, que había sido creada por la mano de Dios al mismo tiempo que Adán y también de barro y, por tanto, ella consideraba tener igual poder y derechos que él. Cuando Adán quiso yacer encima de ella para poseerla, ella se opone a quedar en esa posición de inferioridad ante él, se rebela lo abandona y huye al desierto. Yahveh no logra hacerla volver, y Lilith llega a convertirse entonces en el arquetipo de los poderes femeninos terribles de hechicería y maldad: se va al desierto, copula con los demonios, tiene hijos que nacen y mueren todos los días, y en venganza, seduce a los hombres y los mata, y también da muerte a los recién nacidos que no tienen un amuleto de protección en la cuna. Adán recibe una segunda esposa, salida burdamente de su costilla, y que le será sumisa –si bien acarreará su caída, llegando así a ser la culpable de todas las desgracias de la humanidad.

Lilith por supuesto no aparece en la Biblia, más que en una referencia fugaz del profeta Isaías. Por algo ha dicho Robert Graves que "la Biblia es la versión censurada de la mitología hebrea".

Estos dos mitos que he mencionado proporcionan una ilustración simbólica muy clara de un patrón que se repetirá con frecuencia a lo largo de la historia, y que anula o denigra a la mujer o los poderes femeninos. Posiblemente son un indicio de las características que señalaron el paso que, según ciertas perspectivas, hubo del neolítico a la edad de bronce.

Arqueólogos y estudiosos del arte han deducido, a partir de las evidencias de diversos sitios y objetos, que muy probablemente se operó un cambio muy radical en la vida de las sociedades humanas: de una etapa matriarcal primitiva se evolucionó hacia un tipo de organización patriarcal. Los mitos no son una prueba histórica, pero dan suficiente evidencia de algunos aspectos simbólicos de este proceso –aunque haya autores que todavía pongan en duda la existencia de un matriarcado.

No obstante, los ejemplos que reflejan ese paso son muy numerosos y universales. Tenemos que en Delfos, la deidad y el poder original del santuario era Gea, la diosa de la Tierra, y el santuario estaba custodiado por Delfine, una serpiente o dragón femenino, hija de Gea. Con un buen pretexto llega Apolo a Delfos, mata a la serpiente y se adueña de los poderes oraculares y del lugar, que a partir de ese momento queda consagrado a él.

Huitzilopochtli, en México, despedaza a su hermana Coyolxauhqui, la diosa de la Luna, y a sus cuatrocientos hermanos, aliados de ella, que son los astros, para establecerse como monarca único: dios indudablemente solar, como lo es Apolo.

La Biblia suprimió toda mención a diosas que fueron adoradas por el pueblo judío arcaico, como Asserá, Anat y la fenicia Astarté. En ocasiones Asserá aparecería como esposa de Yahveh, y en los alrededores de las ruinas del templo de Salomón se encontraron muchas ofrendas y algunas imágenes de esta diosa. En cierto momento, tal vez el del establecimiento del dogma monoteísta y la redacción final de la literatura bíblica, la elite de sacerdotes, hombres todos, debió decidir suprimirla y dejar establecido sólo un Dios padre. Más tarde aparecerá la Shejiná, la sabiduría y el poder divinos, como una esposa simbólica
de Yahveh.

Dondequiera que en una mitología un joven héroe mata dragones o serpientes, que son animales que representan el poder femenino ancestral de la Tierra, y a menudo custodian tesoros, dicen los estudiosos que estamos frente a vestigios de esa transición, que en muchos casos fue más bien un cambio violento. De una cultura centrada en deidades femeninas o también masculinas, pero que en todo caso representaban un culto a la tierra y la naturaleza, de la cual el hombre era parte, no su dueño, se sucedió el esquema de sociedades y cultos presididos por figuras masculinas, solares, dominadoras, en los que se observan estructuras políticas y sociales orientadas a la guerra, la conquista y el saqueo, aunque también a la agricultura, el comercio y el avance de diversas industrias y tecnologías. Aquí el hombre no se siente parte de la naturaleza, sino su dueño, con derecho a destruir y tomar posesión de todo.

No cuesta mucho trabajo darse cuenta de que nuestra civilización pertenece todavía a esta etapa y tiene estas características cuyas buenas y malas consecuencias, como la comodidad de la vida moderna, por un lado, pero los interminables desastres ecológicos y el peligro de una guerra nuclear, por otro, estamos sufriendo.

Recapitulando en los mitos, el héroe matador de monstruos representa esa nueva civilización de cultos solares y uránicos –es decir, del y el cielo– y no de deidades de la tierra y la naturaleza. Un dios padre –ya sea Zeus o Yahveh– sustituye a la diosa madre o a la pareja divina, que es frecuente encontrar en la mayor parte de las mitologías antiguas. En la Teogonía de Hesíodo, la misma diosa Gea es anterior a su consorte, Uranos, el dios del cielo, que es su hijo antes que su consorte.

Pero el esquema se invierte, y algo refleja de lo que llegó a ser la condición real de la mujer en Grecia, que quedó reducida a una mera sirviente del varón, útil sólo para darle hijos y desempeñar tareas domésticas.

En la Grecia clásica, supuesta cuna de la civilización, la mujer habita en el gineceo, con otras mujeres y los hijos pequeños; no tiene voz ni voto, ni debe andar en la calle. Debe ser honesta y cuidar en casa de sus hijos. No tiene derecho ni siquiera a oler bien. Se decía que sólo una prostituta se perfumaba y que una mujer de su casa, como muestra de su virtud, debía ser "modestamente apestosa".

En Corinto, por ejemplo, sólo las hetairas o "compañeras" podían perfumarse, circular libremente por la calle, pensar, hablar y cultivarse. Se sabe de mujeres que sin ejercer la prostitución se registraban como prostitutas para poder tener esas libertades. Las hetairas eran mujeres sumamente refinadas e inteligentes, con quienes un hombre podía sostener un diálogo. No siempre con las esposas, pues si bien la de Pericles, antigua hetaira, era una mujer brillante, a Xantipa, la mujer de Sócrates, se la conoció no por dirigirle palabras inteligentes sino insultos y toda clase de proyectiles. Algunas de las poetas griegas antiguas fueron prostitutas. Safo no lo fue, pero la posteridad le colgó otros milagros quizá para desacreditar el hecho de que pudiera haber poetas mujeres de tal calidad sin tener alguna anomalía; a las demás prefirió ignorarlas.

Volviendo a las diosas griegas, Atenea, la hija de la Metis devorada, es la personificación de la inteligencia, la sabiduría y también de la guerra; Ártemis, de la agilidad y la fuerza física: es la Diana cazadora. Las dos igualan y superan a los hombres en sus tareas respectivas. Pero el precio que tienen que pagar, en la mentalidad hacedora de mitos o quizá en las convenciones sociales antiguas, es el de permanecer vírgenes. No se casan. Ellas mismas rehuyen el matrimonio. Junto con Hestia, que representa la modestia del hogar –algo así como el estereotipo de una tía solterona–, son las tres diosas vírgenes del Olimpo griego.

Las otras diosas son Hera, la esposa celosa e insufrible de Zeus; Afrodita, que es diosa del amor y el placer y decora constantemente la testa de su marido, y Deméter, la diosa del cultivo de la tierra y la fertilidad.

Estos mitos, que he utilizado por sus abundantes resonancias psicológicas, permiten visualizar que aquellas figuras femeninas que muestran cualquier capacidad que rebase el papel tolerado por un mundo masculino dominante, tenían que renunciar a su condición íntegra de mujer. Y esto no sólo en los mitos. Quisiera referirme también a algunos ejemplos históricos.

Tenemos muy a la mano un caso que conocemos todos, el de Sor Juana Inés de la Cruz, cuya vocación inequívoca era por la literatura y el conocimiento, no por la vida religiosa, que sin embargo escogió porque era la única que le ofrecía la posibilidad de cultivar con una libertad muy relativa su vocación verdadera –hasta que apreció Zeus en la forma del cura mentecato que la obligó a deshacerse de su biblioteca y a dejar de escribir.

Esto fue atroz, pero menos grave, desde luego, que la suerte de Hipatía de Alejandría, matemática, astrónoma y filósofa, que en el año 415, en esa misma ciudad fue destazada con el filo de conchas de ostra, dentro de una iglesia, por una turba de cristianos fanáticos instigados por el siniestro obispo San Cirilo.

Una conclusión simple y muy referida, aunque esto no sea cierto en todos los casos, es que la mayoría de los hombres no toleran a una mujer que sea más inteligente o que tenga más conocimientos que ellos, que tenga "consejo sabio", como Metis, y recurren a cualquier argucia con tal de descalificarla o anularla. Se ha dicho que pueden perdonar que sea tonta, fea o puta, pero no inteligente. En el diálogo de una película argentina de los cuarenta, el galán le dice a la muchacha: "Vos sos una mala mujer; siempre tenés respuestas inteligentes."

Volviendo a Sor Juana, su talento excepcional se impuso, a pesar de todo, hasta ese momento, fatal en su vida, en que se topó con el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, la siniestra "Filotea", que Dios tenga en el infierno. Pero mujeres de menos talento, aunque tal vez lo hubieran desarrollado considerablemente en un medio propicio y con la preparación y el estímulo necesarios, naufragaron en la historia, por su propio peso o por el silencio que se ha guardado sobre ellas con la complicidad de historiadores y estudiosos de los siglos pasados, a quienes nunca les pareció siquiera digno de mención el trabajo femenino. O tal vez no querían sentar malos precedentes que animaran a otras mujeres a ocuparse también de cuestiones artísticas o intelectuales.

A lo largo del siglo xx ha habido un rescate importante de esas voces perdidas. A la figura de Safo, aislada durante siglos, pues casi se perdió memoria de las otras poetas griegas como Corina, Nóside y muchas otras, se suma una lista considerable de escritoras de épocas posteriores. Voy a mencionar sólo algunas.

Se conoce en Alemania a la monja Hróswita, del siglo x, autora de seis obras de teatro, y otra muy notable del xii, también una monja alemana, Hildegarda de Bingen, autora de música sacra, poesía, pintura y extraordinarios libros sobre su propia experiencia mística, que recientemente han empezado a difundirse. Siglos más tarde tendremos a Santa Teresa de Ávila, en España, y a otras varias figuras en Italia, Inglaterra y otros lugares. En la India aparecen a lo largo de muchos siglos numerosas poetas místicas –que no eran monjas–, y hay una figura notable en el Islam, Rabi’a al- ‘Adawiyya de Basora, santa sufí del siglo viii.

Escribieron poesía amorosa poetas arábigo andaluzas que forman un extenso catálogo, lo mismo que las extraordinarias japonesas de la corte de Heian-kyo (Kyoto) hacia el siglo x. Dentro del movimiento de la poesía trovadoresca y el espíritu llamado de la fin ‘amors, en todo el Languedoc –la mitad sur de Francia– y Cataluña, hubo durante los siglos xii y xiii varias mujeres que escribieron poesía: desde Marie de Champagne, hija de Eleanor de Aquitania, hasta la Condesa Beatriz de Dia y María de Ventadorn. Al lado del trobador surgió la trobairitz.

Este movimiento del amor cortés no se limitó a ser una moda literaria, pues tuvo muchas repercusiones. La lírica provenzal se nutrió, como sabemos, del culto a una dama intocable cuya expresión más acabada la encontramos un siglo después en Italia con Dante, quien tuvo una absoluta adoración por Beatriz, a quien glorificó en su poesía como su eterna amada sin haber cruzado jamás una palabra con ella.

El espíritu de la fin ‘amors o amor cortés y la lírica provenzal ciertamente produjeron una revolución en las ideas, y precisamente en la cortezia y el trato amoroso hacia la mujer; pero no impidieron que ésta siguiera siendo un objeto de trueque comercial en los escalofriantes matrimonios arreglados –que prevalecen todavía en muchas partes del mundo, e incluso en algunas comunidades indígenas de México. Ese mismo siglo xii que representa –como también ocurrió en la lírica griega con Safo– un nacimiento del amor, como sentimiento vivo y como tema literario, frente al relato de las inacabables carnicerías narradas en las epopeyas, extiende la influencia del amor cortés a toda Europa.

Surgido de este espíritu, pero con un trasfondo místico cristiano, tenemos un movimiento muy olvidado, el de las beguinas, que en esa misma época se propagó por los Países Bajos y Alemania y que fue perseguido por la Iglesia.

Las beguinas eran mujeres independientes que hacia el siglo XII formaron comunidades donde llevaban una vida religiosa, hacían obras de caridad, cuidaban enfermos, etcétera, y subsistían económicamente por sí mismas. Se conservan en la ciudad de Brujas, en Bélgica, una serie de casitas pequeñas, como panales, que habitaron las beguinas.

Entre ellas hubo místicas y poetas como Hadewijch de Amberes, que habla del amor místico en el lenguaje de los trovadores, y como Marguerite Porete, autora de un notable tratado místico, El espejo de las almas simples, a quien quemó la Inquisición con la misma saña con que dos siglos después llevó a la hoguera a Juana de Arco, y a quién sabe cuántas otras mujeres anónimas, acusadas de herejes o de brujas.

Durante varios siglos las cárceles, las torturas y las hogueras de la Inquisición fueron el precio que tuvieron que pagar muchas mujeres más inteligentes o independientes que el resto. La acusación de brujería era un recurso cómodo para que una sociedad pudiera deshacerse, sin culpas, de los elementos que le resultaban subversivos.

A Hadewijch, que estaba a la cabeza de un grupo de beguinas, no la quemaron, pero se vio obligada a huir y su comunidad fue dispersada. Lo que resultaba más intolerable en cuanto a las beguinas, a quienes no podían acusar directamente de herejía, era su independencia y el desafío que representaban para el orden social establecido y para el control de la Iglesia sobre sus rebaños.

Las beguinas poseían, por otra parte, una extraordinaria cultura literaria, y se dice que Meister Eckhart, una de las cumbres de la mística –también acusado de herético por la Inquisición– mucho les debe, al igual que toda la mística renana. En otros términos, Hadewijch representa también la primera gran expresión literaria de la lengua flamenca.

Muy convenientemente se ha conservado todo esto en reserva. Exceptuando una edición de la poesía de Hadewijch que data de 1912, el primer ensayo sobre las beguinas, de una mujer, Françoise Joris-Mallet, Le Rempart des Beguines, se publicó en París hasta 1951. El resto de los estudios, muy numerosos ya, son de 1970 en adelante.

Nuevamente, tenemos un esquema de mujeres solas. El matrimonio parece haber sido un enemigo de la creación artística o del desarrollo personal de las mujeres, y la inteligencia femenina algo que ha despertado celos y recelos, desconfianza y un gran temor. ¿A qué?

En cuanto a la poesía del Renacimiento ¿cuántas personas, fuera de un medio literario, han oído hablar de Gaspara Stampa y de Vittoria Colonna, de Christine de Pizan y de Louise Labbé? Christine de Pizan escribe al quedar viuda, y sus biógrafos la han señalado como la primera mujer que vivió profesionalmente de la escritura. A lo que escribía por encargo se sumó su obra personal. Además de Gaspara Stampa, autora de notables sonetos amorosos y que es mencionada por Rilke en sus Elegías de Duino, hay otra figura muy famosa, la de la monja portuguesa Mariana Alcoforado, que después de haber sido seducida por un hombre al que nunca volvió a ver, escribió seis cartas tan intensas y extraordinarias como las que Eloísa escribió a Abelardo, siglos atrás.

Hay poca felicidad en las biografías de estas autoras. Si en algunos casos la dureza provino del deseo de cultivar una disciplina, en otros, el registro escrito de las propias desgracias o peripecias resultó, no sé hasta qué punto accidentalmente, de una extraordinaria calidad artística.

Al lado de escritoras ha habido pintoras y músicas en todas las épocas. A veces sobreviven uno o dos nombres. Con las plenas bendiciones de la modernidad, Rodin pareció plagiar muchas ideas escultóricas de su joven amante Camille Claudel –lo cual puede constatarse observando las fechas de las esculturas respectivas–, y Gustav Mahler decía a su esposa Alma –según el testimonio de ella, quien también componía música–, que ella no debía pensar en su propia música sino en la música de él.

Zeus sigue devorando a Metis bajo la forma de la persuasión o la persecución; de la represión, el soslayo, el plagio e incluso el chantaje conyugal. Y todo eso tiene sin duda un trasfondo sociológico y psicológico muy complejo que no estoy calificada para tocar. Me interesan los aspectos de la creación artística, aunque éstos no puedan separarse por completo de los demás. Me interesa ver en qué medida la mujer ha podido afirmar su creatividad a pesar de tantos obstáculos. Y el balance es que sólo las más talentosas o las más fuertes sobrevivieron artísticamente, y con tremendos sacrificios.

Ahora bien, todo esto lo considero como un resultado de circunstancias históricas y sociales –incluso biológicas– y no de la prepotencia o la maldad masculinas. No ejerzo ningún tipo de militancia feminista, ni estoy segura de que una sociedad regida por mujeres sería perfecta. Las mujeres en el poder, como se ha visto –remember the Falklands–, pueden comportarse de modo no muy distinto que los hombres. Hay determinadas conductas, buenas o malas, que no tienen que ver con los géneros –Vive la différence!– sino con la condición humana.

También hay mitos que registran aspectos atroces de algunas figuras de diosas madres, como Cibeles, cuyos sacerdotes, aun ya entrada la era cristiana, sólo accedían a ese cargo mediante la castración voluntaria que reproducía la historia de Attis, el joven amante de Cibeles. Pero éste es ya otro cuento.

En cuanto a las mujeres artistas e intelectuales, sin duda el siglo xx fue crucial. Hubo en él un punto de viraje considerable en este aspecto, y ojalá sea irreversible. Pero no puede pasarse por alto que mientras en Occidente la mujer accedió a una relativa libertad profesional y personal, así como al voto, en algunos países orientales e islámicos, sobre todo, así como en comunidades tribales, la mujer sigue en una verdadera esclavitud. Pienso que las mujeres de mi generación, que andamos en la quinta década, pudimos vivir ya cambios importantes que se debieron sin duda a varias generaciones de mujeres que lucharon por ello aun a costa de grandes sacrificios personales.

Podemos considerar que en México las mujeres que nos dedicamos al estudio o las artes estamos en una situación privilegiada, casi en todos sentidos. Increíblemente, en México hay mucha más apertura hacia el trabajo de las mujeres que en Europa. En mi caso personal, nunca he sufrido –o al menos no me he enterado– de un rechazo o una acción discriminatoria por el hecho de ser mujer. Mi primer libro se publicó en una de las editoriales más importantes, a pesar de que yo tenía sólo veinticuatro años –y era mujer–; fui la primera publicada en esa colección, y hubo cierta reticencia al principio. Pero a treinta años de distancia esto no constituye ya un problema para ninguna escritora.

Basta hojear un periódico para darse cuenta de que no hay prácticamente ningún campo al que las mujeres no hayan accedido con buen y a veces sobresaliente desempeño. Hay jefas de gobierno lo mismo que atletas levantadoras de pesas, e incluso terroristas, por mencionar algunas cosas. Cualquiera de estas actividades habría sido poco probable para una mujer hace cincuenta años. Y aunque el terrorismo sea nefasto, deja suficientemente contestado el argumento de la incapacidad femenina o su inferioridad en relación con los varones.

Queda aún la reflexión de que la mujer tiene que luchar en situación desventajosa, pues el campo en que ha tenido que hacerlo no es el propio, sino un terreno que ha sido configurado por valores e intereses masculinos. Frente a esto, tal vez primero tendríamos que averiguar cuáles son los valores e intereses intrínsecamente femeninos, si es que los hay, en qué se diferencian de los otros, etcétera. Surgen otras preguntas que sin duda deben haber contestado algunos ensayos sobre género:

¿Hay un modo de pensar y de sentir masculino, frente a uno femenino? ¿Qué niveles de la conciencia abarcan esas distinciones? ¿Atienden sólo aspectos superficiales de la personalidad o van más a fondo? ¿Cuáles son los aspectos más profundos, que trascienden las diferencias de género, época o circunstancia social? ¿Es lícito hablar de literatura masculina o femenina, o resulta irrelevante? ¿Cuál es el ángulo que impide a un texto caer en la ramplonería y la cursilería tradicionales del género "femenino"? Etcétera.

Con respeto a esta última pregunta, recuerdo que cuando yo era adolescente y empezaba a escribir, a mediados de los sesenta, había ejemplos tan atroces de la poesía "femenina" que escribían las "poetisas" en algunos periódicos, que era una cuestión de honor pedir no ser llamadas poetisas sino poetas. Estamos ahora muy lejos de esas cosas, y aquella cursilería sentimental y melodramática desapareció para dar paso a una expresión mucho más serena y refinada en numerosas escritoras de todas las regiones del país. Poco a poco se han ido salvando escollos, estigmas y tabúes, y parece haber una facilidad más amplia y natural para el cultivo de la escritura y de diversas artes.

No es ya necesario, a estas alturas, renunciar a una vida normal de mujeres para poder cultivar una vocación artística, aunque muchas veces se tengan que hacer malabarismos demenciales para conciliar la escritura –o la pintura– con trabajo, casa, marido, hijos y hasta perro. Pero considero que todo artista, hombre o mujer, enfrenta retos de una especie o de otra. La cuestión es mantener una exigencia de calidad que no puede deponerse ante ninguna circunstancia.

Plantearse seriamente el cultivo de una disciplina artística en el siglo xxi no supone algo distinto en el caso de un hombre y en el de una mujer. Tampoco el juicio hacia la calidad de las obras debe admitir una condescendencia con que a veces parece juzgarse el arte hecho por mujeres. Ya ponerlas a todas juntas, como ocurre con frecuencia, en antologías, lecturas o exposiciones, algo refleja de esta actitud. Frente al siglo que empieza veo que la mujer –igual que el hombre– tiene que enfrentar el desempeño de sus tareas artísticas con suma responsabilidad.

No creo en los compromisos sociales, religiosos, pedagógicos ni políticos en relación con el arte. El único compromiso del artista es su propio arte; y un compromiso "feminista", en términos de escritura –a menos que se trate, tal vez, de estudios sociológicos o psicológicos–, promete un tedio infinito. La mujer tiene ahora en México un panorama muy abierto; cualquier obstáculo será mucho menor que aquellos que sufrieron a lo largo de la historia todas las escritoras que menciono al principio. Cada vez le resulta más difícil a Zeus devorar a Metis. A estas alturas probablemente ya se atragantó. Y hay varios ejemplos en que más bien parece ocurrir lo contrario, lo cual tampoco es la solución. No se trata –o no debería tratarse– de una lucha de poder sino de compartir los terrenos en los que cada quien pueda ejercer su propia vocación con libertad.