Jornada Semanal, domingo 30 de marzo del 2003        núm. 421

CORSARIOS, “el NIGUAS”, GÓNGORAS Y LoPE (I de II)

Por amigos comunes y referencias bibliográficas me enteré de que, allá por los ochenta, Antonio Sarabia, nacido en el hermoso, terrible y nada esperanzado Deefe, pero tapatío por adopción y, tal vez, por cosmovisión, repartía su tiempo interno y externo entre dos ciudades, París y Guadalajara. La segunda, hasta hace apenas unos años, era la más francófona de las urbes mexicanas y, en algún momento de la primera década del siglo xx, sus clases dirigentes y su elite cultural (esta última hasta fines de los cincuenta) utilizaban en sus reuniones sociales e intelectuales la lengua de Victor Hugo, como si estuvieran en San Petersburgo.

Me llegaban a Madrid, Washington, Río de Janeiro, Atenas y Puerto Rico, sus novelas que iban formando una especie de río a la francesa (recordemos a Zola, Jules Romains, George Duhamel, Roger Martin du Gard) y que, a pesar de sus temáticas diferentes, mostraban a los buenos lectores un hilo conductor y un estilo que, poco a poco, se volvió inconfundible y dio al escritor un rostro particular en el campo de nuestra literatura. Así se fueron sucediendo El alba de la muerte, Amarilis, Los avatares del piojo, Banda de Moebius, Los convidados del volcán y El cielo a dentelladas.

Nos vimos en Guadalajara y mantuvimos algunas de esas rápidas charlas que se dan, entre copa y copa de vino “peleón”, en las presentaciones de libros o en las ahora llamadas conferencias magistrales. Me conmovió al decirme que recordaba un vago poema de mi primer libro. Estas memorias siempre reconfortan a los poetas que, como el que esto escribe, viven convencidos de que su obra es casi clandestina y piensan, como Octavio Paz, que en estos estruendosos y feroces tiempos la poesía es un acto en la catacumba y un reducto de ese humanismo que intentan destruir los miembros del grupo zoológico humano, formando así una de las más siniestras paradojas de la historia de este planeta cada vez más amenazado por el miedo multiforme.

Como andamos por los terrenos de Rabelais, para empezar a hablar de los relatos que integran el libro titulado Acuérdate de mis ojos, publicado bellamente por Ediciones B (la portada es, por muchos conceptos, notable: habitación de motel, ventanas que dan a otras ventanas, radiador, cama vencida por las luchas constantes y el forcejeo amoroso, mesita triste y la hermosa mujer con medias negras que hacen resaltar los muslos jónicos y con esa relajación ambigua que señala una espera calmada o el descanso después del amor, cuando la pareja acaba de irse y por el cuarto circulan los perfumes, las nostalgias y las promesas), quiero destacar el papel central de la prostituta de lujo en el primer relato del libro (el que esto escribe de inmediato encontró su ubicación en la historia, la de “ángel de la guarda” algo más que madurito, pero poco interesado en el mal augurio jalisciense que habla de cornamentas o de sepulturas). Antonio es un autor respetuoso y discreto. Por eso no nos describe con lujo de detalles el aspecto físico de su Nadia (inclusive no sabe si ese es su verdadero nombre o si es un homenaje a la hermosa rusa de la novela de Julio Verne, Miguel Strogoff, el correo del Zar). Nos da a entender, por supuesto, que es una mujer de grandes atractivos, pero nos invita a que construyamos su apariencia y nos da algunas claves para averiguar su forma de ser y de estar en el lecho, ese lugar en el cual (así se lo dicen a Maggie la gata en el tejado ardiente) se hacen y se deshacen los futuros de las parejas enlazadas o, súbitamente, desenlazadas. La prostituta desaparece ante el agobiante peso de su historia y deja en la búsqueda inacabable a su desasosegado “papacito”. La prostituta joven convierte al “papacito” en “ángel de la guarda”. Las dos (sobre todo Nadia) llenan la historia. El joven estudiante de la Ibero participa en ella, por supuesto, y para más datos desencadena uno de los finales, pero siento su presencia y su figura en el orden de lo vicario y lo veo como un testigo de la tragedia. Tal vez esto sea consecuencia de la enorme fuerza que emana de Nadia (me recuerda al personaje del poema de López Velarde: “y si en vértigo de abismo tu pelo se desmadeja, / todavía con brazo fuerte y en caída acelerada/ sostienes a tu pareja”), una mujer capaz de unir la “sabia desenvoltura” con “el furioso arrebato” en ese lecho en el que “deseaba perderse, abatirse y despeñarse”.

El Niguas es absolutamente real gracia su carácter de producto típico de los medios de comunicación masiva. En este mismo fenómeno crece su condición irreal, su apego al estereotipo de aficionado, fan, hincha, seguidor, “torcedor” de rostro pintado con los colores de su equipo, torso desnudo y brazos alzados en el gesto de una victoria deportiva tan o más urgente y epopéyica que los triunfos militares. En la foto del periódico deportivo el Niguas llena todos los espacios. Por eso el Guama, el Chicho, el Macaco, el Jetas y el Tribi, personas y personajes del corazón de La Candelaria, no salieron en la foto. Pienso que este relato ejemplifica un estilo de hacer crítica de las costumbres sin tener que recurrir a las apostillas moralizantes o a las graves parrafadas sociopolíticas. Por encima del pintoresquismo y alejado de la parodia, Antonio nos hace el retrato de un personaje arquetípico y de sus diez minutos de fama. De paso abunda sobre ese fenómeno social que es el futbol y pone frente a nuestros ojos la casa de Olguita ubicada en la frontera entre los barrios rivales. El Banco Mundial, los declarantes en la tele con su cauda de supercherías, el muelle amenazador de las navajas y la estrategia de las pandillas son la substancia de un relato que gira en torno al Niguas, a sus dos fotos en el periódico y a su fama patéticamente efímera. 

(Continuará.)

HUGO GUTIÉRREZ VEGA
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