Dos
cuentos
Creciente
azul
Esther
Seligson
E a vastidão
do Mar, toda essa água
Trago-a dentro de
mim num mar de Mágoa!
E a noite sou eu própria!
A Noite escura!
Florbela Espanca. Sonetos.
Ese
día, una mañana de un domingo común y corriente, Alicia,
porque el cielo estaba azul y despejado, sin nube alguna que anunciara
un posible chubasco para más tarde, se encaminó hacia la
orilla del río calle abajo rumbo a la zona de los muelles que ya
no estaban en servicio. Por eso cuando, detrás de uno de los grandes
almacenes también desafectados, vio la silueta blanca del barco,
alegremente sorprendida se dirigió sin titubeo hacia ahí.
De inmediato pensó, por su forma masiva, compacta, casi cuadrada,
las ventanas rectangulares y pequeñas, en los dibujos infantiles
que representan al Arca de Noé. Una pasarela, de un blanco ceniciento
aunque no precisamente sucio o descascarado sino como el del barco, un
color blanco de yeso aún mojado, parejo, sin relieve, se extendía
desde una abertura no muy diferente a las ventanas hasta el suelo. A un
lado se atareaban varios cargadores acomodando una sobre otra anchas cajas
de cartón. Pero era difícil saber si iban a subirlas o si
las habían descargado. Alicia se aproximó a la pasarela y
preguntó al estibador más próximo si le permitirían
visitar el barco "sólo un momentito". El hombre dibujó con
el brazo un amplio ademán de invitación y continuó
con su faena.
El barco no se balanceaba como un barco
que se encontrara dentro del agua. No se movía ni chirriaban sus
amarras y maderas. Incluso después, Alicia habría de recordar
que tampoco olía a mar. Desembocó en una estancia donde se
acumulaban más cajas. Frente a ella, al fondo, una puerta de cristal.
Salió al amplio corredor de la cubierta donde algunos pasajeros
ocupaban sillas tumbonas, ora leyendo, durmiendo o descansando. Sentados
en banquitos fijos al piso, otros pasajeros jugaban dominó o cartas
encima de mesas redondas. Algunos más paseaban, y el resto miraba
acodado a las barandillas el escenario siempre incansable del oleaje.
Empezaba
a atardecer. El viento, que iría tornándose cada vez más
fuerte y ronco, distorsionaba levemente una música de cuerdas que
alguien ejecutaba en vivo en un salón interior. El sol terminaba
de hundir su disco en el horizonte. Alicia ni siquiera se preguntó
cómo era que estaba de pronto entre toda esa gente y en altamar.
Se sintió a gusto, contenta. Tomó de una de las mesitas un
vaso con bebida y se acercó despacio a la barandilla para contemplar
también el espectáculo ofrecido por el ocaso: púrpura,
bermejo, amatista. Con los últimos destellos, casi verdes de tan
transparente el pardo de las primeras sombras, empezó a caer una
llovizna menuda. Fue entonces cuando percibió que el barco en realidad
sí se movía, pero de forma peculiar, como arrastrado sobre
una superficie desigual, a pequeños saltos. Después se desató
el huracán. Al comenzar el aguacero ¿porqué nadie
abandonaba la cubierta?, los marineros sacaron las cajas y las fueron
distribuyendo en trechos calculados, y en cuanto el viento empezó
a bramar y se hubiera dicho que el barco volaba convertido en astillas,
abrieron las cajas y dieron a cada pasajero un chaleco salvavidas.
Al momento de saltar, antes de tocar el
agua, Alicia creyó distinguir las luces de lo que parecían
ser casas en un litoral lejano...
Romper
el cochinito
Etgar
Keret
Papá
no consintió en comprarme un muñeco de Bart Simpson. Mamá
sí quería, pero papá no quiso, dijo que soy un malcriado.
"Comprar, ¿eh?", le dijo a mamá. "¿Por qué
tenemos que comprárselo? Un gesto de él y ya te pones en
posición de firme." Papá dijo que yo no respeto el dinero,
y que si no lo aprendo de chico cuándo lo aprenderé. Los
niños a los que se les compra así nomás muñecos
de Bart Simpson, cuando crecen se convierten en vagos y roban de los quioscos,
porque se acostumbran a conseguir fácilmente todo lo que quieren.
Entonces, en lugar del muñeco de Bart Simpson, me compró
un horrible cochinito de loza con un agujero alargado en el lomo, y ahora
voy a crecer, como se debe, ahora ya no seré un inútil.
Cada mañana tengo ahora que beber
una taza de chocolate, aunque lo odio. Chocolate con nata es un shékel,
sin nata es medio shékel, y si lo vomito enseguida no me
dan nada. Las monedas la meto en el cochinito por el lomo, por eso cuando
lo sacudimos se las oye sonar. Cuando el cochinito tenga tantas monedas
que ya no suene al sacudirlo, recibiré un muñeco de Bart
con patineta. Eso dijo papá, eso es educación.
El cochinito en sí es simpático,
tiene la nariz fría y sonríe cuando le meten el shékel
por el lomo y aunque sólo sea medio shékel, pero lo
más lindo es que sonríe cuando no le pongan nada. Le inventé
también un nombre, lo llamo Pésajzon, por un hombre que vivió
un tiempo en nuestro buzón y papá no consiguió arrancar
su etiqueta. Pésajzon no es como mis otros juguetes, es mucho más
tranquilo, sin luces ni resortes ni baterías que le goteen por dentro.
Solamente hace falta vigilarlo para que no salte de la mesa al piso. "¡Pésajzon,
cuidado! ¡Eres de loza!", le digo cuando lo sorprendo agachado mirando
al piso, y él me sonríe y espera con paciencia que yo lo
tome en mi mano y lo baje. Me muero por él cuando sonríe,
sólo por él me bebo el chocolate con nata todas las mañanas,
para poder meterle la moneda por el lomo
y ver cómo su sonrisa no cambia
ni pizca. "Te quiero, Pésajzon", le digo después, "de veras,
te quiero más que a mamá y a papá. Y te voy a querer
siempre, pase lo que pase, aunque robes de los quiscos. ¡Pero pobre
de ti si saltas de la mesa!"
Ayer vino papá, levantó a
Pésajzon de la mesa y empezó a darle vuelta y a sacudirlo
de manera salvaje. "Cuidado, papá", le dije, "le das dolor de barriga."
Pero papá siguió. "No hace ruido, ¿sabes, Ioavi, lo
que eso significa? Que mañana recibirás un Bart Simpson en
patineta." "Muy bien, papá", dije, "Bart Simpson en patineta, muy
bien. Pero deja de sacudir a Pésajzon, le hace sentirse mal." Papá
volvió a poner a Pésajzon en su lugar y fue a llamar a mamá.
Volvió al minuto arrastrando a mamá con una mano y con un
martillo en la otra. "Ves que tenía razón", le dijo a mamá,
"que así aprendería a valorar las cosas, ¿verdad,
Ioavi?" "Claro que aprendí", dije, "claro que sí, ¿pero
para qué el martillo?" "Para ti", dijo papá y me puso el
martillo en la mano. "Sólo cuídate." "Por supuesto que me
cuidaré", dije, y realmente me cuidé, pero después
de unos minutos papá se cansó y me dijo: "Vamos, rompe ya
el cochinito." "¿Qué?", pregunté, "¿romper
a Pésajzon?" "Sí, a Pésajzon", dijo papá. "Vamos,
rómpelo. Te mereces al Bart Simpson, trabajaste duro para conseguirlo."
Pésajzon
me sonreía con una sonrisa de cochinito de loza que entiende que
ese es su fin. Que se muera Bart Simpson, ¿que yo le dé a
un amigo con un martillo en la cabeza? "No quiero Simpson." Le devolví
el martillo a papá: "Me basta con Pésajzon." "No entiendes",
dijo papá, "está bien, de veras, es educativo, dame y yo
lo romperé por ti." Papá ya levantaba el martillo, y yo miré
los ojos tristes de mamá y la sonrisa cansada de Pésajzon
y supe que todo dependía de mí, que si no hacía algo
moriría. "Papá", le sujeté la pierna. "¿Qué,
Ioavi?", dijo papá, con la mano y el martillo levantados. "Quiero
otro shékel, por favor", rogué. "Dame otro shékel
para ponerle, mañana, después del chocolate. Y entonces lo
rompemos, mañana, te prometo." "¿Otro shékel?",
sonrió papá y puso el martillo sobre la mesa, "¿Ves?
Desarrollé la conciencia del nene." "Sí, conciencia", dije,
"mañana". Tenía la garganta llena de lágrimas.
Después que salieron del cuarto
abracé a Pésajzon fuerte fuerte y solté las lágrimas.
Pésajzon no decía nada, solamente temblaba en silencio entre
mis brazos. "No te preocupes", le murmuré en la oreja, "yo te salvaré."
De noche, esperé que papá
acabara de ver televisión y se fuera a dormir. Y entonces me levanté
calladito calladito y me escapé con Pésajson por el balcón.
Caminamos juntos en la oscuridad un montón de tiempo hasta que llegamos
a un terreno baldío. "Los cochinitos mueren en el campo", le dije
a Pésajzon cuando lo puse en el suelo, "especialmente en terrenos
baldíos. Aquí estarás bien." Esperé que me
contestara, pero Pésajzon no dijo nada, y cuando le toqué
la nariz para despedirme solamente me clavó una mirada triste. Sabía
que no iba a volver a verme nunca más.
Traducción de Florinda
F. Goldberg
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