Ojarasca 71  marzo 2003

veredas
Crónica del asesinato de autoridades kuna

a manos de paramilitares colombianos
 
 

El pasado 18 de enero, un grupo de 150 integrantes de las

paramilitares Autodefensas Unidas de Colombia (auc) ingresó a

la comunidad kuna de Paya, en la provincia de Darién, Panamá.

El mes pasado, Ojarasca dio la noticia y reprodujo

la denuncia del Congreso General Kuna.



 

Marie-Christine Lacoste, Boca de Cupe, Panamá. En la Gran Casa, de techos palma, paredes de penca y piso de tierra, todo Paya bebía chicha de maíz y escuchaba las flautas en honor a Marleny Martínez, que a sus 13 años había tenido su primera menstruación y ya podía recibir propuesta de matrimonio.

Así se cumplía la tradición kuna en este poblado panameño, a medio día de camino del muro, como ellos llaman al tapón del Darién, que los separa de Colombia. A la una de la tarde aparecieron los hombres armados.

Dos días antes, tres kunas que iban a pie para Arquía, un poblado chocoano, escucharon de la selva una voz de alto y luego unos disparos. Corrieron hacia Paya por la maleza y en el camino se encontraron con un grupo de estadunidenses --Robert Young Pelton, Megan Smaker y Mark Wedeven--, que iban rumbo a Colombia, guiados en las trochas por Víctor Alcázar, un conocido poblador negro de esta región de la provincia del Darién.

Les advirtieron del peligro, pero los extranjeros dijeron que seguían su ruta con el guía. Iban a hacer un trabajo para la revista Adventure de la National Geographic. Los kunas no siguieron el camino.

En la noche llegaron a Paya y contaron lo visto en el camino. El pueblo puso vigías en las entradas, y envió una comisión a Púcuru, otro poblado kuna cercano, para avisar de la presencia de los extraños.

Llegó la mañana del sábado y como no pasó nada, a las 7 de la mañana comenzó la fiesta de Marleny, que vestía una mola de colores vivos y shakiras. Cuando la chicha se agotaba, fueron rodeados por el grupo armado.

--Somos FARC, somos del frente 57, somos de las FARC --mintieron los hombres con fusiles AK-47, el cabello rapado, camuflados estadunidenses y pañoletas que decían Contraguerrilla.

Con ellos venía Alcázar, que dijo que el grupo los había interceptado, se había llevado los gringos a Colombia y a él le pidieron guiarlos a Paya.

Les ofrecieron sopa de pollo y otros le dieron a beber chicha. Estaban confundidos porque la guerrilla había pasado por ahí en otras ocasiones y nunca llegaban en grupos tan numerosos. Sólo compraban comida y se iban.

--Vamos a hacer una reunión --les dijo el comandante Roberto-- pero toca esperar a mi superior para empezar.

Pasaron tres horas, sin música ni trago, cuando apareció otro uniformado, impecable, que hablaba paisa, como les dicen a los colombianos en esta tierra.

--No podemos hacer la reunión en la Casa Grande, vamos a hacerla afuera, sólo con los jefes --dijo el hombre.

A las 5 de la tarde se fueron rumbo al cementerio, en el camino a Púcuru, con Alcázar; el saila o cacique primero de Paya, Ernesto Ayala; el saila segundo, Pascual Ayala, y Gilberto Vásquez, un líder de Púcuru que había ido a la fiesta a tocar la flauta.

--A mí me estuvieron preguntando: ¿Dónde está Preto, el que cura guerrilleros? --dijo el encargado del puesto de salud, que no quiso ir a la reunión porque presintió algo y se quedó en silencio en su casa.

Media hora después se escucharon ráfagas y los que estaban en la fiesta presintieron que nadie iba a volver con vida. Los tiros le quitaron la vida a Ernesto y a Pascual. Ninguno atrevió a ir al sitio. Otros comenzaron a huir a la selva.

Cuando el sol comenzaba a ocultarse, apareció arrastrándose por el camino Cacildo Ayala, tratando de que no se le escapara la sangre de las heridas que le abrieron en el cuello con una bayoneta.

Era uno de los dos mensajeros que habían enviado a Púcuru y que al regreso se topó con el grupo armado. Se salvó porque se hizo el muerto. Su compañero de viaje, Luis Enrique Martínez, al que le abrieron el vientre, fue rematado a tiros.

En la noche, en una canoa con motor, salió por el río Paya una comisión a Boca de Cupe, el pueblo más cercano con policía, a seis hora de viaje. El rugido del motor se escuchó en todas las comunidades vecinas de El Balsal, donde viven emberás, y en Payita. La gente presintió que algo pasaba río arriba y huyó a la selva.
 
 

Camino a Púcuru Mientras las mujeres y los hombres se refugiaban con los niños desnudos, el grupo armado siguió esa noche el viaje con Alcázar y Vásquez hacia Púcuru.

En el camino Alcázar pidió que lo dejaran hacer sus necesidades. Un guardia lo acompañó, pero le dijo que no se iba a quedar viendole los huevos y lo dejó solo. El hombre aprovechó para escapar y se les adelantó, avisando al pueblo lo que se venía.

El domingo en la mañana, tras dormir por el camino, el comando armado llegó al caserío pero no encontró ni un alma. Fueron hasta la casa de Vásquez, lo mataron y le prendieron fuego al rancho. --Eso fue mucha violencia. Le arrancaron la cabellera con un cuchillo --dice su hijo Jorge Vásquez--, yo no sé como hay gente que hace esa desgracia.

De regreso, las autodefensas se encontraron con un grupo de seis indígenas, en su mayoría mujeres y niños que no sabían lo que ocurría, y les pidieron que los guiaran de nuevo a Paya, pues no conocían el camino de regreso.

Al volver al caserío se llevaron los rifles y las escopetas con los que los kunas cazaban venados y zaínos y los enlatados de las dos tiendas. Descuartizaron dos marranos y se los echaron al hombro, rumbo a Colombia. Un helicóptero de la policía panameña, advertida por el herido de la tragedia, sobrevoló el poblado mientras los paramilitares se escondían en las casas. No aterrizó porque los kunas decían que los hombres habían sembrado mina alrededor del poblado y sólo vieron el pueblo fantasma.
 
 

El refugio Los kunas que estaban en el monte comenzaron a llegar en pequeños grupos a Boca de Cupe --habitado en su mayoría por chocoanos que huyen de la pobreza y la guerra--, y se acomodaron en los salones de la escuela de este pueblo. Hasta ahí llegaron en el 2000 las FARC a atacar el puesto de policía.

Mientras la monja Carmen pasaba con un megáfono por las casas en una carretilla, pidiendo ropa y comida para los desplazados, otra religiosa se fue en una piragua río arriba a buscar a los escondidos bajo las matas de plátano.

Era la primera vez que dejaban a su pueblo solo y la primera vez que alguien, en muchos años, moría por tiros y no por mordedura de una culebra o enfermedades blancas. A sus hermanos emberás ya en una incursión armada en el 2000 les había tocado enterrar una niña por culpa de las balas.

En el albergue llegaron a ser 500, la mayoría niños, que se acomodaron en el piso con colchonetas y almorzaban en los pupitres arroz y pescados enlatados. En esa escuela, kunas y emberás, que libraron guerras a flechas por territorios hace más de 200 años, se aliviaron un poco.

El jueves los tres cadáveres de los caídos en Paya fueron llevados por la policía en helicópteros y enterrados en una sola tumba el cementerio del pueblo, entre matas de platanillos y sin cruces. Al día siguiente llegó el cuerpo del indígena asesinado en Púcuru y ocupó otra fosa vecina.

--Los enterramos en cajones y no en hamaca, como lo hacemos los kunas. No pudimos ni verlos porque el olor no nos dejaba ni acercar --comentó Jorge Vásquez.

El mismo día comenzaron a regresar en un helicóptero de la policía cerca de 200 indígenas de Púcuru porque los uniformados ya habían asegurado su tierra.

Los que quedaron, se enteraron por la radio que los gringos fueron liberados por las autodefensas y que el grupo armado afirmaba que los muertos eran guerrilleros.

--No somos guerrilleros, somos kunas --dice el nuevo saila de Paya, Enrique Martínez, padre de Luis Enrique, uno de los muertos. El sábado fue en un helicóptero a visitar el pueblo y les dijo en una reunión a su tribu que la policía estaba en el lugar y que podían volver. Tienen miedo, pero prefieren estar en sus tierras que estar comiendo de latas.

--Esperamos que los hombres no vuelvan y que la Policía y Dios nos protejan --dice el saila, de 48 años, que usa sombrero y lleva en el cuello collares de dientes de mono cariblanco y venados.

Dice que no va a poder llevarse el cuerpo de su hijo a su cementerio, pero que empieza una nueva vida, porque tiene que guiar a su comunidad.

Vásquez sólo desea que la sangre derramada de su padre se la trague la tierra y crezca en ese lugar un árbol para que dé frutos a sus hijos kunas.

Marie-Christine Lacoste coordina la página electrónica Rumbos


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