Edward W. Said
¿Quién está a cargo?
Por muchas razones es profundamente perturbadora la marcha
inexorable y unilateral hacia la guerra emprendida por el gobierno de George
W. Bush, pero en lo que concierne a los ciudadanos estadunidenses todo
el grotesco espectáculo es un tremendo fracaso de la democracia.
Una república inmensamente rica y poderosa fue secuestrada por una
pequeña camarilla de individuos, ninguno de los cuales fue electo
y que, como tal, son impermeables a la presión pública: simplemente
voltean la cara. No es exagerado decir que esta guerra es la más
impopular, a escala mundial, en la historia moderna. Ya antes de estallar,
son muchas más las personas que han protestado contra ella, tan
sólo en este país, que en el momento climático de
las manifestaciones contra la guerra de Vietnam en los años 60 y
70. Y recuérdese que aquellas marchas ocurrieron cuando la guerra
llevaba varios años: ésta no estalla todavía, aunque,
por su-puesto, Estados Unidos y su fiel cachorro, el gobierno del Reino
Unido, encarnado por el cada vez más ridículo Tony Blair,
han dado ya, abiertamente, muchos pasos beligerantes y agresivos.
Algunos ignorantes me han criticado por mi postura contra
la guerra, y alegan que lo que digo es una defensa implícita de
Saddam Hussein y su apabullante régimen. ¿Debo recordarle
a mis críticos kuwaitíes que me opuse al Irak del partido
Baaz durante mi única visita a Kuwait, en 1985, cuando en conversación
pública con el en-tonces ministro de Educación, Hassan el
Ibrahim, lo acusé a él y a su régimen de ayudar e
instigar al fascismo árabe por el hecho de brindar apoyo financiero
a Saddam Hussein? Se me dijo entonces que Kuwait estaba orgulloso de comprometer,
literalmente, miles de millones de dólares para impulsar la guerra
de Saddam contra "los persas", como entonces se les decía con desprecio
a los iraníes, y que tal lucha era algo tan importante que alguien
como yo no podría comprenderla. Recuerdo que con mucha claridad
le advertí a los acólitos kuwaitíes de Saddam Hussein
que se cuidaran de él y de su animadversión contra Kuwait,
pero no hicieron caso.
Soy
un oponente público al régimen iraquí desde que asumió
el poder en los años 70: nunca he visitado el país, nunca
me engañaron sus arengas en pro de un secularismo y una modernización
(aun cuando muchos de mis contemporáneos trabajaron para Irak o
lo celebraron como el arma principal del arsenal árabe contra el
sionismo; una idea estúpida, pensé). Nunca he escondido mi
desprecio por sus métodos de dominio ni por su horrenda actitud
fascista. Y resulta que cuando digo lo que pienso de las ridículas
poses de ciertos miembros de la oposición iraquí, señalando
su papel de instrumentos desafortunados de las presunciones del imperialismo
estadunidense, se me dice que no sé nada de la vida sin democracia
(abordaré el asunto más adelante), y que por tanto soy incapaz
de apreciar ¡la nobleza de su alma! Nadie parece tomar nota de que,
apenas una semana después de alabar el compromiso del presidente
Bush con la democracia, ahora el profesor Makiya de-nuncia los planes estadunidenses
de instaurar un gobierno en Irak una vez derrocado Saddam, los militares
y el partido Baaz. Cuando a los individuos les da por cambiar de dioses
a los que adoran políticamente, no hay fin en el número de
permutas en las que incurren hasta caer en la desgracia más ab-soluta
y en un muy merecido olvido.
Pero retornemos a Estados Unidos y sus actuales acciones.
Pese a todos mis viajes y encuentros, aún no me he topado con una
persona que esté en favor de la guerra. Peor todavía, la
mayoría estadunidense siente ahora que la movilización llegó
ya tan lejos que va a ser imposible frenarla, y que estamos al borde de
un desastre para el país. Consideremos primero que, tal como está
conformado, el Partido Demócrata -con unas cuantas excepciones-
simplemente se pasó del lado del presidente, en un despliegue de
falso patriotismo carente de agallas. En el Congreso, adonde uno voltee,
no hay sino signos y rumores provenientes de la camarilla sionista, de
los cristianos de extrema derecha o del complejo militar-industrial, tres
grupos minoritarios de exorbitante influencia que comparten su hostilidad
contra el mundo árabe, un respaldo sin freno al sionismo extremista
y la insensata convicción de que los ángeles están
de su lado.
Todos y cada uno de los 500 distritos electorales de este
país cuentan con alguna in-dustria de defensa, por lo que la guerra
se torna un asunto de empleos, no de seguridad. Pero uno podría
preguntar: ¿cómo puede una guerra tan impensablemente costosa
podría remediar, por ejemplo, la recesión económica,
la bancarrota del sistema de seguridad social, una deuda nacional creciente
y el fracaso masivo del sistema de educación pública estadunidense?
No pue-de, por supuesto. Y no obstante, el partido en pro de la guerra
sigue su designio, sin que nada lo impida. Las manifestaciones son consideradas,
simplemente, como ac-ciones de una especie de turba degradada y, en cambio,
las mentiras más hipócritas se elevan a verdad absoluta,
sin crítica y sin objeciones.
Los medios de comunicación se volvieron uno de
los ramales del esfuerzo de guerra. Cualquier semejanza remota con una
voz de disenso consistente ha desaparecido por completo de la televisión.
Todos los canales importantes emplean ahora como "consultores"
a generales retirados, agentes de la CIA, expertos en terrorismo y conocidos
neoconservadores. To-dos ellos escupen una jerigonza enredosa, diseñada
para trasminar un dejo de autoridad, pero en los hechos respaldan todo
lo que haga Estados Unidos: de su papel ante la ONU a las arenas de Arabia.
Unicamente uno de los diarios importantes, de Baltimore, ha publicado algo
en torno al espionaje, la intervención telefónica y la práctica
de interceptar mensajes que Estados Unidos ejerce contra los seis países
miembros del Consejo de Seguridad, cuyo voto en favor o en contra de la
resolución de guerra está aún en el aire. No se oyen
ni se leen voces antibélicas en medio importante alguno en Estados
Unidos, no hay árabes ni musulmanes (todos fueron condenados en
masa a las filas de los fanáticos y terroristas de este mundo);
no hay críticos de Israel ni en Pu-blic Broadcasting, ni en The
New York Ti-mes, New Yorker, US News and World Re-port,
CNN o el resto. Cuando estos medios mencionan, como pretexto para ir a
la guerra, que Irak ha ignorado 17 resoluciones de Naciones Unidas, no
se mencionan las 64 resoluciones que ha ignorado Israel (con el respaldo
de Estados Unidos). Tampoco se menciona el sufrimiento humano que el pueblo
iraquí soporta desde hace 12 años. Cualquier cosa que el
espantoso Saddam haya hecho, Israel y Sharon lo ejecutan con el respaldo
estadunidense, y sin embargo nadie dice nada de estos últimos mientras
fulminan al líder iraquí. Esto hace que las admoniciones
de Bush y otros, exigiendo el cumplimiento de las resoluciones de Naciones
Unidas, sean una burla total.
Así, se le miente deliberadamente al pueblo estadunidense;
se deforman y se mal re-presentan, cínicamente, sus intereses; los
propósitos e intenciones reales de la guerra privada de Bush hijo
y su junta se esconden con total arrogancia. No parece importarles que
Wolfowitz, Feith y Perle, todos funcionarios que no fueron elegidos, y
que trabajan en el Pentágono para Donald Rumsfeld, quien tampoco
fue elegido, por ejemplo, hayan simpatizado abiertamente con la anexión
israelí de las franjas de Cisjordania y Gaza y con la cancelación
del proceso de Oslo, hayan llamado a la guerra contra Irak (y luego Irán)
y a la creación de más asentamientos ilegales israelíes,
en su calidad de asesores de Netanyahu (durante su campaña para
primer ministro en 1966). Y lo grave es que todo lo anterior se volvió,
ahora, una política estadunidense.
Tampoco les importa que las inicuas políticas de
Israel contra los palestinos -de las cuales se informa, si acaso, al final
de los artículos-, y que las tantísimas muertes de civiles
nunca se comparen con los crímenes de Saddam, pese a que los igualan
y en mu-chos casos los exceden. Y todos estos crímenes, por si fuera
poco, son pagados por los contribuyentes estadunidenses, sin consultarlos
y sin pedir su aprobación. En los pasados dos años fueron
heridos de gravedad 40 mil palestinos; unos 2 mil 500 fueron asesinados
sin piedad por soldados israelíes, entrenados para humillar y castigar
a un pueblo entero, en lo que ha terminado por ser la más prolongada
ocupación militar de la historia moderna.
No les pesa tampoco que en los principales medios de comunicación
estadunidenses no se escuche ni una sola voz árabe o mu-sulmana,
sea liberal, moderada o reaccionaria, mientras los preparativos para la
guerra arriban a su fase final.
Hay que considerar también que ninguno de los principales
planificadores de esta guerra tiene ni la más remota idea de lo
que significará un conflicto de esta magnitud contra Irak, ni de
las consecuencias que acarreará para la gente que ahí vive.
No tienen idea, ciertamente, los así llamados expertos como Bernard
Lewis y Fouad Ajami -ninguno de los cuales ha vivido o siquiera se ha acercado
al mundo árabe por décadas-, ni los militares ni los políticos,
como Powell, Cheney o Rice, o el gran Bush mismo, que no conocen prácticamente
nada de los mundos árabe o musulmán directamente; todo les
llega filtrado por los lentes de Israel, los militares o alguna compañía
petrolera.
Y consideremos también que la arrogancia ramplona
de gente como Wolfowitz y sus asistentes, a quienes se pidió que
testificaran ante un Congreso soñoliento que les permitió
salirse con la suya y no dar ni la más lejana respuesta concreta
a la exigencia de que especificaran los costos y las consecuencias de la
guerra, logrando con esto invalidar, o de plano descartar burlonamente,
la evidencia de que según las altas autoridades militares habrá
una fuerza de ocupación de 400 mil combatientes durante 10 años,
lo que costará casi un billón de dólares. Evadir la
respuesta lo único que logra es desorientar a un público
que, para empezar, nunca pidió la presencia de estas personas.
Estamos ante una democracia traducida y traicionada, celebrada
pero de hecho humillada y trampeada por un grupito de hombres que sin más
se hizo cargo de esta república como si no fuera más que,
¿qué, un país árabe? Es correcto preguntarnos
quién está a cargo, porque queda claro que el pueblo de Estados
Unidos no es representado apropiadamente por la guerra que este go-bierno
está a punto de desatar sobre un mundo ya muy atribulado por demasiada
miseria y pobreza, y que no aguanta más.
Los medios de comunicación tampoco han prestado
un buen servicio a los estadunidenses, pues están controlados por
otro grupito de hombres que suprimen todo lo que pueda preocupar o afectar
al gobierno. Y en cuanto a los demagogos y los intelectuales serviles que
hablan de la guerra desde la privacía de su mundo fantasioso, ¿quién
les dio derecho para hacerse cómplices del sufrimiento de millones
de personas cuyo crimen mayor es ser musulmanes y árabes? ¿Qué
ciudadano de Estados Unidos -excepto este grupo nada representativo- está
seriamente interesado en aumentar el ya de por sí amplio antiamericanismo
mundial? Supondría que casi ninguno.
Jonathan Swift, deberíais estar viviendo en esta
hora.
© Edward W. Said
Traducción: Ramón Vera Herrera