La Jornada Semanal,   domingo 23 de febrero del 2003        núm. 416
Fernando Solana Olivares

Manual para destruir ciudades

Imagine usted que el señor alcalde esa mañana se despertó de malas. Sus enemigos lo habían vuelto a perseguir en sueños y el día empezaba con desasosiego. Al llegar a su despacho escuchó el parte político que su secretario tenía por obligación rendir habitualmente: un manojo de inquinas, conjuras, golpes bajos y lucha de posiciones contra los tantos adversarios para conservar la resbalosa materia del poder. El intrigante edil urdió un plan que venciera a la historia y a sus rivales. Lo bautizó como modernización: mandó arrancar los ángeles magníficos que rodeaban el atrio de Catedral y en su lugar colocó unos engendros de escayola. Después decidió que su gesto era perdurable y por él escalaría otras posiciones. El funcionario dejó de serlo. Al paso de los años sus descendientes malbarataron la deliciosa orfebrería celeste en rastros y mercados. Nadie recuerda al munícipe, todos extrañan a los ángeles.

Imagine usted que la delirante teoría mob (My Own Business) que se compone de tres movimientos: desorganizar, atacar, desaparecer, enunciada en 1961 por un tal doctor Kurt Unruh von Steinplatz bajo los auspicios fantásticos de William Burroughs para destruir las sociedades actuales, es llevada a la práctica cada periodo vacacional en el zócalo de la ciudad por turbas crecientes de vendedores ambulantes que invaden cualquier espacio posible e instalan puestos donde ofrecen idénticas baratijas mientras hacen sonar decenas de bocinas todo el día con idéntica música chirriante que desquicia y ahuyenta a los turistas. Unidades de autoridad o gobiernos simultáneos, llamaba Unruh-Burroughs a sus organismos mob, destinados a colapsar lo existente. Los vendedores ambulantes no necesitan leer ningún grimorio terrorista para hacerlo, les basta la venalidad de la política municipal.

Imagine usted que los nerones locales se vuelven artistas en el gesto, no en el resultado. El poder los dota hasta de discernimiento estético. Su gusto influye más que las empeñosas costumbres que durante siglos han levantado perspectivas visuales, trazas y construcciones. La ocurrencia materializada "hágase" es su única oración. No importa que lo hecho se deshaga mañana. En la orden dada y cumplida está la deliciosa eternidad. Después vendrá el diluvio. Mientras tanto, que los demás se resignen. ¿Por qué los poderosos tienen la obsesión de añadir nuevos y horrendos objetos monumentales a los sitios que gobiernan? ¿Por qué se empeñan en alterar su rostro y dislocar el tiempo contenido en la piedra y en los volúmenes con que la tradición construye? ¿Por qué actúan contra la costumbre lógica y la belleza común? Porque en casi todos los casos son bárbaros: odian a la ciudad y a la vez le temen. Los gobiernos asesinan a la belleza porque el poder todo el tiempo necesita inaugurar. Y hacer negocios. 

Imagine usted que un profesor rural lleva varias jornadas en huelga de hambre delante del indiferente Palacio de Gobierno, reclamando la reparación del despido de una escuela primaria en un lejano pueblo indígena, que achaca a represalias magisteriales. Lo rodean decenas de mujeres y niños loxichas, esposas e hijos de presuntos guerrilleros encarcelados que durante tres años han habitado terca e inútilmente bajo los portales del edificio en demanda de su liberación. El lugar hiede: es meadero, zoco, lavandería, cocina al aire libre, pista de juegos, dormitorio, salón de debates y valle de lágrimas, todo a la vez. El profesor anuncia que el miércoles al mediodía se ahorcará en un árbol de la plaza. Faltando algunos minutos para que se venza el plazo las autoridades responsables hacen acto de presencia y comienzan la negociación. Al día siguiente, el caricaturista de un periódico regional se pregunta en su viñeta: " ¿Y qué, al fin se ahorcó el güey ese?" No. Lo reinstalaron y fue a darle las gracias a la Virgen de la Soledad.

Imagine usted que el urbanismo es una rama bastante descuidada de la criminología, según gustaba decir a los situacionistas en el siglo pasado, lo mismo que la frase marxista de que todo lo sólido se desvanece en el aire. También lo que no pertenece a la ciudad, aunque se lo adhieran: brechas lamentables que se bautizan con el nombre del edil recién llegado, mercados milenarios que se vuelven a delinear como tiendas sin alma, mordidas voraces del helado capital a las joyas irremplazables y encargadas, hormigas que todo lo quieren convertir en jaulas rentables, en un desierto idéntico. Pero la mirada puede hacer rescates invisibles, desvanecer de golpe los adefesios y ver lo de siempre, lo que hay que ver. Como lo acostumbra en sus rondas callejeras la anciana memoriosa que añora atmósferas sólo convocadas por su nostalgia: antes, las cosas no eran así. Si no hay verdades, sino sólo versiones, ¿en razón de qué tendría ella que aceptar la obviedad de un quebranto urbano que va pareciendo irreparable? Su recuerdo dolido es el conservadurismo en la posmodernidad. 

Imagine usted que la bruselización inmobiliaria es un método bursátil aconsejado por el imperativo categórico de ganar el máximo posible con el mínimo de inversión: muchas de las antiguas y hermosas viviendas coloniales de la ciudad se deterioran porque sus dueños las desocupan, olvidan a propósito cerrar unos cuantos años las ventanas y ya está. La rentable intemperie dejará en ruinas los edificios históricos, entonces cualquier ayuntamiento autorizará su demolición para construir estacionamientos sobre todo, una muy pública y justificada necesidad. El problema es de escala. Unos no deben decidir por tantos, sin tantos. Aunque los críticos afirmarían que los tantos no pueden participar en las decisiones urbanas porque el urbanismo no existe, es mera ideología, un discurso materializado sobre lo real y lo posible cuyo determinante sólo es el interés del capital. Otro chantaje más de la doctrina de la utilidad: la participación en algo en lo que es imposible participar porque está resuelto de antemano. 

Imagine usted que un oculto esteta vengativo coloca gallinas monstruosas, cabezas deformes, jardineras enfermizas, prohombres de arquitectura malvada, bustos pantagruélicos, héroes de fealdad irreparable, fuentes que ni el agua dispensa, formas genéticamente esquizas en la esquina de cualquier ciudad. ¿Es uno, somos todos? ¿Es el olvido, la memoria avergonzada? "No dejes de pensar en el mañana, el ayer ya se fue", canta Fleetwood Mac bajo la sombra de los laureles de la plaza provinciana, en una grabación pirata desde un amplificador distorsionado que lucha sin éxito por imponerse al de junto que también fracasa ante el más próximo, derrotado por aquél de más allá. La vida puesta en práctica, aunque contenga su propia disolución. O la época que cada día crea su propio nihilismo, más los inspectores del municipio sobornados por hacer como que no ven: el caos significa dinero. Imagine que cuando contempla el abismo, el abismo lo contempla a usted. Imagine que abandonar las ilusiones acerca de la condición de la ciudad es abandonar una condición que requiere ilusiones.