La Jornada Semanal,   domingo 23 de febrero del 2003        núm. 416
Óscar Ochoa Cruz

El plan

Hay ciudades donde los perros sólo sirven para comerse, así como hay ciudades en las que no se puede hablar de noche. Fátima visitaba una de éstas. Había llegado del norte con una mochila de tirantes y una caja de cartón amarrada con cordones azules. El barco la había dejado en un muelle solitario en el que la bruma la envolvía cariñosamente. Hacía calor, no era el primer sitio que conocía en el que la bruma estaba acompañada de una sensación sofocante. Dejó su equipaje en el piso, encendió un cigarro y miró su reloj. Las ocho de la mañana. Era un buen día para terminar. Recogió sus cosas y caminó internándose en el espeso ambiente.

Al llegar a la plaza, con pasos seguros se dirigió al primer portón de la esquina roja. Empujó la puerta tal como le había dicho Alejandro y entró viendo cómo la bruma retrocedía ante las ráfagas de aire frío que arrojaba un ventilador colocado en el techo. Se acercó a la recepción y puso sus cosas en el mostrador. No había nadie. Inspeccionó con la vista el lugar; atrás de ella, en un pequeño espacio cuadrado había un sillón y un sofá destartalados colocados frente a un televisor Telefunken, hacía años que no veía uno, debía ser solamente un adorno, era difícil creer que todavía funcionara. A la derecha, un pasillo donde se veían habitaciones a los lados y hasta el fondo, a la izquierda, una entrada, tal vez las escaleras. Enfrente un mostrador igual al de todos los hoteles que había visitado últimamente, un vidrio encima, en la pared una caja con pequeños compartimentos en lo que había llaves con un número y en la pared un letrero.

LA HABITACIÓN VENCEA LAS 12:00
ATENCIÓN
PROHIBIDO HABLAR DESPUÉSDE LAS
DIEZ.
ATTE.
LA ADMINISTRACIÓN

Algo así le había dicho Alejandro la noche que ella subió al primer autobús de este viaje. Voy bien, pensó. Con una moneda golpeó la superficie de vidrio cuatro veces. Esperó un momento pero sólo las aspas del ventilador eran las que sonaban. Estaba por llamar la segunda ocasión cuando por la puerta que da a la calle entró un señor gordo y de barba canosa que la miró a los ojos con curiosidad.

–Buenos días señorita, ¿quiere una habitación?

–Sí.

El hombre se acercó caminando trabajosamente, levantó la tabla que separaba el mostrador de la salita
y se sentó en una banca de madera que rechinó al sentir el peso.

–¿A nombre de quién?

–Fátima Ramos.

–Habitación 34. Son setenta pesos.

Fátima sacó un billete de cien y se lo entregó al gordo. Aquél le regresó el cambio con la llave y cuando ella estaba recogiendo sus cosas él le tomó la mano que levantaba la caja.

–Tampoco se admiten animales.

–No son animales.

–¿Entonces?

–Son mis calzones sucios.

Lo miró con seriedad a los ojos.

–¿Los quiere ver?

–Disculpe usted señorita.

Dio la vuelta y entró por el pasillo.

–Su cuarto está en el tercer piso.

Fátima no contestó, dobló a la izquierda y subió las escaleras.

Alejandro había llegado la tarde anterior al puerto, el mar estaba en calma, no había gaviotas. Tomó un taxi que lo llevó al hotel que estaba en la esquina roja, pidió el cuarto 33 y durmió toda la noche. Cuando despertó sintió frío, se levantó a bajar la velocidad del ventilador y cuando entró de nuevo a la cama miró el reloj. Las siete de la mañana, ella debía llegar pronto. No iba a faltar a su palabra, lo amaba, él lo sabía. Ambos estaban convencidos de que esto era lo mejor, no les agradaba la idea de la degradación de uno, con el otro observando angustiado, era mejor terminarlo todo antes de que la enfermedad llegara más lejos. Alejandro ya sabía dónde podían hacerlo con mayor privacidad y sin preocuparse de lo que vendría después. Al comentar que las cosas se harían lejos ella estuvo de acuerdo. Decidieron viajar al sitio. Solamente que lo harían por separado, los viajes con compañía, cuando son para acabar algo, siempre llenan de nostalgia y era muy posible que en el camino surgiera el arrepentimiento. Mejor así: primero llegaría él, luego ella. Cuartos diferentes.

Ya en su habitación, Fátima dejó las cosas sobre la mesa, encendió el ventilador y revisó con la vista el cuarto. Nada fuera de lo común, todo en su sitio como en cualquier hotel: la cama tendida, un buró del lado derecho y la mesa con una jarra de agua encima. Entró al baño: una toalla, dos jabones sin marca y un rollo de papel. Todo estaba bien, ahora sólo quedaba esperar. Se tendió en la cama y cerró los ojos, escuchó abrirse la puerta de un cuarto.

Alejandro cerró y bajó a la recepción. En uno de los sillones desvencijados estaba arrellanado el gordo. Al ver a Alejandro se incorporó con dificultad, sonrió.

–Ya llegó la muchacha.

–Sí, ya me di cuenta, ¿tiene todo listo?

–Ya, los que venden los cuerpos ya saben, ellos hacen todo. Se encargan del traslado, el desmembramiento y la venta, tienen clientes que les compran los órganos en caso de que la muerte no sea instantánea, ya sabe, sólo muerte cerebral. Es más, cuando se falla ellos se encargan de terminarlo todo, son buenos, saben lo que hacen, la otra vez...

–Aguante, no quiero saber más.

El gordo asintió comprensivamente.

–Bueno, entonces empezamos –dijo Alejandro antes de respirar profundamente.

–Empezamos –dijo el recepcionista.

–Bueno, me voy.

Alejandro iba caminando en el pasillo cuando escuchó los pasos toscos del gordo intentando alcanzarlo.
Se detuvo, al voltear vio el rostro jadeante.

–Por favor, ponga esto en el piso, en la cama o donde piense hacerlo. Luego cuesta trabajo desmanchar.

–Está bien.

Tomó el plástico enrollado y comenzó a subir las escaleras.

Ella miraba el ventilador dar vueltas, era uno de esos estados en que la mente está en blanco, una sensación de sofocamiento le impedía hilvanar algo. Sollozó, era inminente la aparición de las lágrimas, comenzaba a sentir el nudo atorarse en la garganta cuando tocaron la puerta.

–¿Eres tú?

–¿Esperabas a otro?

–No, es que... ¿lo vas a hacer?

–Por eso estoy aquí. ¿Lo trajiste?

–Está en la caja.

Alejandro se acercó a la mesa. Abrió la caja y extrajo un revólver .38. Lo examinó cuidadosamente.

–No trae balas.

–Las tengo en mi bolsa.

–Dame una.

–¿Con esa te basta?

–No hace falta más.

Fátima abrió una bolsa de la mochila y se la entregó.

–Alejandro, no tengo para el regreso.

–En la recepción hay un sobre para ti, cuando salgas puedes recogerlo.

–Bueno, ¿quieres algo para tu familia?

–No, ya está todo arreglado.

Ella suspiró. Lo miró a los ojos y una pequeña lágrima asomó en su ojo derecho. Le sonrió tristemente.

–Todo está acabado.

–Todo se acaba –contestó él, también con una sonrisa.

Continuaron observándose por un momento hasta que Alejandro se tapó los ojos con una mano. Le dio la espalda y ella entendió el gesto.

–Nada de despedidas –dijo él–; si intentáramos despedirnos, la tristeza nos impediría terminar el plan. Vete... Por favor.

Fátima salió con la mochila colgando del hombro. Al pasar por la recepción entregó las llaves, el gordo le entregó un sobre.

–Lo dejaron para usted.

–Gracias.

Dio la vuelta y vio el reloj. Las doce. A la una salía el barco. Estoy a tiempo, pensó, no quiero quedarme en silencio esta noche. Al abrir la puerta sintió de golpe el aire caliente. Olía a sal. Al cerrar sonó el disparo. Se detuvo un momento. Luego siguió caminando hasta perderse en la bruma que no dejaba de brotar del mar. Iba llorando.