La Jornada Semanal,   domingo 23 de febrero del 2003        núm. 416
Cuauhtémoc Peña

Tanto mar entre las manos

Hoy te escribo con el enorme pesar de todos los días, con este dolor en las espaldas. Créeme, y tú lo sabes, que no es cosa fácil vivir aquí; aunque haya gente de buenas intenciones que tratan de hacer este lugar menos cruel, no puede ser de otra forma sino sórdido y terriblemente frío. Todavía es inexplicable para mí esta situación. Te lo he preguntado tantas veces y tus respuestas sólo me desconciertan más.

Me aterra tanto. Lo confieso, desde que estoy aquí te siento tan ajena, tan indiferente; es eso lo que a decir verdad me abate. Si al menos tuviera la certeza de que eres la misma muchacha alegre y apasionada que conocí aquella mañana en Canto Rodado, dueña de los crotos y hermana de la gaviotas.

Pero, qué ha sucedido. No hay visita tuya en que tus pensamientos no estén en otra parte; son muchas las cosas que ya no sé de ti, y tanta mi avidez. Ahora te guardas, cuando hace apenas unos días no había detalle de tu existencia que yo no supiera. Es cierto, me escuchas, esa ha sido siempre tu virtud, pero estás en lontananza, lo sé. Yo te recrimino y digo: mírame a los ojos, ¡mírame! Entonces vuelves la mirada unos segundos, pero conforme sigo hablando, pareciera que mis palabras fueran cayendo una a una, como pompas de jabón, y tú observaras su iridiscencia hasta que desaparecen, y al final te quedas mirando su impronta en las baldosas.

Te digo, este lugar socava mis ansias de vivir. Todos los días se acerca, a la misma hora de la noche, una mujer vieja, muy vieja, trae los espejuelos rotos y siempre anda enfundada en un chal color limón; dice que se llama Argenta, y le creo porque tiene obsesión por la plata. Se acoge a mi lado, primero me habla de política, después del demonio, y luego, sin remedio evoca a su madre, muerta en escarnio por adúltera. Es entonces cuando no soporta más y rompe en llanto. Lo confieso, lloro con ella y el motivo no es la pérdida de escaños sufrida por el Partido de la Revolución, ni porque la maldad hoy sea el peor cáncer, ni mucho menos por una puta madre lapidada, sino porque ese día, si acaso me visitaste, fue nada más para preguntarme cómo me siento y qué he comido, sólo para decirme cuánto me extrañas y que me sigues amando, y yo que estoy pensando en tu cuerpo níveo. Al final, Argenta sorbe sus mocos y me dice que le toque el pajonal entre sus piernas.

Si fueran las cosas como antes, amor, si pudiera llegar cualquier noche a tu trabajo, pasaditas las diez, esperarte con impaciencia dentro del auto mientras escucho a Omara Portuondo cantando "Dos gardenias", nuestro himno de batalla. Tú salías, minutos más minutos menos, después de doce horas sin vernos, con tus vestidos de flores todavía fragantes, esos vestidos entallados que esbozaban unas lindas caderas y ceñían la promesa de tus pechos. Por ociosidad preguntaba qué querías hacer a esa hora en que el viento nos traía la brisa salobre. Yo anticipaba tu respuesta, la habías dado, qué, ¿quinientas veces? No sé –contestabas que a donde yo dijera. Tal vez quisieras tomar un café o una cerveza oscura, o deseabas ir a nuestra casa y ver televisión. Yo tenía entonces que proponer lo mismo: ¿vamos a Miravalle? Tu respuesta siempre era, ¡sí! Hasta ese momento aguardabas para darme un beso furtivo y platicar trivialidades.

Subías el volumen del tocacintas justo en el momento que Omara, en voz de Celestina, entonaba acompañada con arpegios prolongados hasta el infinito: te quiiiero, te adoooro, mi viiida. Tomábamos la carretera escarpada que lleva hacia Miravalle; tú metías una mano dentro de mi pantalón y yo subía tu vestido hasta el talle para mirar, de reojo, a la luz eterna de la luna, tus muslos. 

La vida en este sitio es tan difícil, sobre todo para mí, bien sabes que soy hombre de escasas ambiciones pero anhelo siempre la tranquilidad. Todo el tiempo andamos cuidándonos los unos de los otros, no hay peor lugar que aquel donde falta la confianza. Aquí nadie tiene afectos personales, para qué, si apenas podrían conservarse unas horas. Imagínate qué dolor perder la fotografía de tu cumpleaños donde tienes largos los cabellos, tus libros de poesía melosa, extraviar tu estrellita áurea de la buena suerte. Dolor sobre dolor, te he pedido que no dejes de comprarme cosas, aunque no me las traigas, te he dicho que pronto podré ir a casa y entonces voy a leerte y a aspirarte, a sentirte.

Tú no me increpas nada, ya no lo haces desde aquella noche cuando me culpaste de indiferencia y yo no tuve más que dos respuestas: lágrimas y un agrio reclamo porque ya no me amabas. De ahí en adelante callaste y fuiste otra. Ahora sólo dices que no puedes vivir sin mí, pero entonces te cuestiono porque no estás conmigo; silencio es todo lo que ofreces.

Por los pasillos, a toda hora va y viene tanta gente que no quiero ver, es igual que tragar sapos.

No hay día que no recuerde la última vez que fuimos a la playa, era una tarde de carnaval. Habíamos tomado unas cervezas, no por gusto, sino porque sólo así podíamos atrevernos a hacer el amor en el mar sin inhibiciones. Dejamos el malecón y caminamos ¿cuánto?, ¿se te hace bien una hora?, semidesnudos, pisando arena y espuma. Tú sólo vestías una blusa marinera que te cubría hasta los muslos, nunca entrabas con calzones porque decías que podrían anidarte los cangrejos, yo me había arremangado los pantalones. 

Miraste la gran bocanada gris del barco en la línea azul del mar para decir, como hurgando en tu interior, que siempre habías creído que la muerte te llegaría a esa edad, treinta y tres años; sonreí, pero no era una sonrisa irónica, hablabas tan en serio, sólo alcancé a responder que estaba seguro que tú me enterrarías. Es como si los dos lo supiéramos, por ello no me causó extrañeza cuando agregaste que querías confesarme algo grave. Nos quedamos callados, la tarde también. 

Las olas lamían nuestra cintura, el agua estaba cálida. El mar corazón, el mar. Toqué tu pubis abultado, metí dos de mis dedos en tu hoyo profundísimo, tus pechos eran soles vespertinos; tú prensaste mi carne caliente con ambas manos, metiste la lengua en mi garganta. 

Llorabas, y yo tenía en la boca el sabor amargo de la sal. Te grité hasta el cansancio, también con lágrimas, que no podías hacerme eso. Pero tú comenzabas a alejarte, las lánguidas olas te llevaban.