Jornada Semanal, domingo 23 de febrero del 2003        núm. 416

SOBRE JUAN BAÑUELOS (I de II) 
Por su Premio

Tiene varios sentidos el festejo de los setenta años de Juan Bañuelos. Así lo digo, desde mis sesenta y nueve años (un precioso número al que espero poder hacerle los honores reglamentarios). Varios sentidos, pues no sólo celebramos al poeta que ha escrito una obra arraigada en los mitos de su tierra, original, variada y personalísima sino, también, al promotor cultural, al catedrático y al ejemplar coordinador de talleres literarios en los que la poesía rebasaba el ejercicio retórico para alcanzar la tensión espiritual que le es indispensable para plasmarse en el tiempo y en el espacio. De manera muy especial reconocemos su compromiso con su tierra y con su pueblo, su constante defensa de la paz y de la justicia, su respeto por una cultura varias veces masacrada que, a pesar de la furia de los imperios y de los centralismos; de la crueldad coleta, de la rapiña y el racismo de politicastros, finqueros y esbirros, sigue viva y, a su muy original manera, sigue defendiendo su cosmovisión, las formas de la solidaridad, sus valores y sus ideales más entrañables.

Hay en la poesía de Juan momentos que la equiparan con los grandes de la poesía social de nuestro continente y que, para nuestra fortuna, superan los límites estrechos del compromiso rudimentario o del panfleto cuya torpeza liquida cualquier forma de buena voluntad. Su poesía es clara en su identificación con las causas populares y mantiene la sana subjetividad de las creaciones originales, de las personales que se integran al todo social y defienden a los humillados y ofendidos de esta nación nuestra tan manchada por la demagogia, tan vejada por los rezagos y las abismales desigualdades: “Las palabras son hijas de la vida./ Sufren, paren; también tienen sus muertos./ Y en la honda capital de la miseria/ las armé de fusiles y de verbos./ (En esta patria muda, perseguida,/ donde hasta el aire mismo va a dolernos.)/ Yo fui el autor./ Lo que suena a dolor me suena a pueblo./ Nací en el Sur. Mi nombre:/ Juan Bañuelos.”

De esta manera, el poeta, al ser el pueblo, no es nadie, pero, al mismo tiempo, afirma su ser más íntimo y mantiene la sustantividad independiente de su poesía, al librarla de los lugares comunes y de los estereotipos. Hay, como en algunos de los poemas sociopolíticos de Vallejo (pienso en su “España, aparta de mi este cáliz”), Neruda, Palés Matos, Huerta, Celaya, Hierro y Otero, una actitud genuina alejada de cualquier tipo de programación y ajena a los encargos: “Te escupo y bien sabes que estoy del lado de la vida. Madrota de la censura y de los bancos...” He aquí el mismo profundo disgusto de Ezra Pound o de Teodoro Adorno respecto a la usura institucional. Recordamos que este último pensaba que, a veces, “es menos delictuoso robar un banco que fundarlo”.

Su preocupación por lo humano lo hace interrogar a lo divino con la religiosidad más auténtica, aquella que, al margen de las afiliaciones a esos poderes fácticos que son las iglesias, piensa que lo fundamental es religar a los seres humanos y entabla un diálogo con la divinidad que se plasma en una poesía de estremecedora sinceridad: “Soy el látigo que arrojó del templo al mercader. Acepta los cuatro clavos, que cuando doy, doy lo que puedo.” En estos versículos que nos recuerdan al Claudel de las “Cinco grandes odas”, Juan nos entrega su visión del cristianismo y, claro está, se inclina por el evangelio de los pobres.

En 1968, la voz de Bañuelos estuvo al lado de los estudiantes perseguidos, humillados, encarcelados, masacrados por el régimen cruel y temeroso (tal vez cruel por temeroso):

–Aquí tejones –les dijo el coronel de granaderos.

Do-Re-Mi-Fa-soldados. Qué madriza.

Danzón dedicado a los chavos estudiantes.

No consta en actas es un libro fundamental para acercarnos a la tragedia del ’68, para entender la actitud y la lucha de los jóvenes y enfrentar la violencia y la estupidez de los inseguros poderosos. Y todo esto se observa desde una perspectiva lírica en la que se mezclan la música popular y la palabra antigua de nuestro pueblo: “¿Con coágulos de sangre escribiremos México?” El poeta moderno se une al viejo al cantar de la derrota de una cosmovisión: “Esto ha hecho el Dador en Tlatelolco,/ cuando nuestra herencia es una red de agujeros.” Poesía urgente la de este libro (también lo fueron la de Viento del pueblo, de Miguel Hernández y algunos de los poemas del Canto general, de Neruda) que los estudiantes hicieron suyo y convirtieron en un “lienzo de las vejaciones”.

Tal vez uno de los signos principales de la poesía de Juan sea el de la variedad temática que se desprende de su interés por la vida, de su humanismo radical y de su compasión. El poeta busca al otro y, en el asombro del encuentro, se reconcilia con la otredad y busca la plenitud del ser, no sólo como un acto de introspección sino como la ocupación de la palabra para cumplir la obligación señalada por Bertolt Brecht: “dejar el mundo un poco mejor de como lo encontramos”: “Una lealtad de raíz para la tierra./ Un no sé qué de la amistad me llama.”

Por estas razones, bajo el sortilegio de la noche de enero que tiembla en estrellas (gracias a Francisco González León por la paráfrasis), el poeta reúne a sus ausentes en torno a la voz del padre. Las antes prodigiosas vegetaciones del sur y los esbeltos y tímidos (“ariscos”, dice Juan) animalitos selváticos, son los testigos de la reunión de las sombras que, en la hora augural, regresan a la vida: “Ya nadie falta./ Y sentados en medio del patio de la casa/ nos inunda la brisa de los amigos viejos.”
 

HUGO GUTIÉRREZ VEGA
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