Jornada Semanal,  23 de febrero de 2003         núm. 416 

ANA GARCÍA BERGUA

CASTIGAT RIDENDO MORES

Para Bárbara Jacobs
El segundo trabajo de mi vida consistió en hacer dibujos para un cortometraje de animación de un alumno del Centro de Capacitación Cinematográfica –el finado Fernando Sampietro– que estaba basado en La oveja negra y demás fábulas, de Augusto Monterroso, alrededor de 1978. Me tocó dibujar al zorro escritor, y un rayo que caía dos veces en el mismo sitio. No sé si en esto había algo de premonición, pues yo no imaginaba que me dedicaría a escribir, y menos que años más tarde le iba a hacer a Tito una entrevista para esta misma Jornada Semanal en la época en que la dirigía Roger Bartra. Tito fue muy hábil en aquella ocasión y, con el pretexto de su timidez, me dio una lección espléndida de cómo hacer que el entrevistador acabe siendo entrevistado. 

De modo que es muy triste volver a hablar de Tito ahora a causa de su reciente fallecimiento. No me gustan las notas de ocasión, pero siento que cualquier homenaje a Tito Monterroso es poco: para los que no tuvimos la dicha de ser sus alumnos en una escuela, el solo hecho de haberlo leído nos descubrió la gozosa afinidad entre leer y reír, que puede, por vía del entusiasmo, impulsarlo a uno a desear escribir. En la lectura de Monterroso está la revelación de la escritura culta como juego, como materia de placer, como manera de dar forma a infinitas formas, o de burlarse de lo que se sabe, aunque eso sí, para burlarse de lo que se sabe, antes hay que saber y tener una curiosidad perpetua como este hombre que, solo, se forjó una cultura amplísima. Y esto no es fácil. Digamos que la obra de Tito Monterroso es una obra generosa porque a la par que divierte como loca –no nos pongamos solemnes–, enseña y provoca curiosidad sobre otras lecturas. Me gustan mucho La oveja negra y demás fábulas y Movimiento perpetuo, pero creo que el libro que prefiero de todos los suyos es Lo demás es silencio, que gira alrededor de una especie de alter ego de muchos intelectuales mexicanos: Eduardo Torres, un escritor de provincia, centro de la pequeña vida cultural de la pequeña ciudad de San Blas, S.B. Lo demás es silencio es como una de esas cajas de juego que traen todos los elementos para, por ejemplo, descubrir un crimen: en su caso, viene con toda suerte de testimonios sobre el egregio Eduardo Torres y su clasicismo un tanto errático: el del hermano, el del escritor fracasado terminado en periodista, el de la esposa (uno de los mejores), el de su valet –que toma a Eduardo Torres como pretexto para narrar sus amores a la manera de un maravilloso folletón del diecinueve–, y por supuesto, algunas muestras del talento de E. Torres aparecidas en el prestigiado suplemento El Heraldo de San Blas. De ellas reproduzco algunas máximas del "Decálogo del escritor", reflejo fiel de la sutileza y la socarronería que caracterizaban a la escritura de Tito, y que de algo nos servirá, además, para bajarnos los humos y enmendar nuestros yerros:

Primero. Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre. 

Segundo. No escribas nunca para tus contemporáneos, ni mucho menos, como hacen tantos, para tus antepasados. Hazlo para la posteridad, en la cual sin duda serás famoso, pues es bien sabido que la posteridad siempre hace justicia. 

Cuarto. Lo que puedas decir con cien palabras dilo con cien palabras; lo que con una, con una. No emplees nunca el término medio; así, jamás escribas nada con cincuenta palabras.

Séptimo. No persigas el éxito. El éxito acabó con Cervantes, tan buen novelista hasta el Quijote. Aunque el éxito es siempre inevitable, procúrate un buen fracaso de vez en cuando para que tus amigos se entristezcan.

Octavo. Fórmate un público inteligente, que se consigue más entre los ricos y los poderosos. De esta manera no te faltarán ni la comprensión ni el estímulo, que emana de estas dos únicas fuentes.

Décimo. Trata de decir las cosas de modo que el lector sienta siempre que en el fondo es tanto o más inteligente que tú. De vez en cuando procura que efectivamente lo sea; pero para lograr eso tendrás que ser más inteligente que él.

Duodécimo. Otra vez el lector. Entre mejor escribas más lectores tendrás; mientras les des obras cada vez más refinadas, un número cada vez mayor apetecerá tus creaciones; si escribes cosas para el montón nunca serás popular y nadie tratará de tocarte el saco en la calle, ni te señalará con el dedo en el supermercado. 

En Los buscadores de oro (1993), otro de sus libros maravillosos, se encuentran muchas de las claves biográficas, vivenciales, de los textos de Monterroso. Este es un libro muy distinto de los anteriores, en que el escritor pareció buscar un estilo preciso que sirviera para fijar sus recuerdos, con una calidad casi fotográfica. En él deja un poco el juego de inventar y recrear por el juego de la representación fiel. Es aquel un libro ameno y conmovedor, en el que nos habla de su familia y de sus exilios. ¿Quién ha sido Augusto Monterroso? Un ser entrañable, un escritor virtuoso, enorme maestro de todos los géneros breves, poseedor de una rara combinación de erudición y humildad, de humor y valentía. Con los clásicos se habla siempre, y con Tito yo no dejaré de hacerlo a través de sus libros. Leerlo y releerlo será el mejor y más gozoso homenaje que le podamos hacer.