La Jornada Semanal,   domingo  16 de febrero del 2003        núm. 415
Guerra sin fin

Naief Yehya

CLAUSEWITZ Y MARINETTI EN LA FILOSOFÍA BÉLICA IMPERIAL

En un tiempo en que Europa estaba prácticamente desarmada, el militar prusiano Carl von Clausewitz escribió una frase que habría de volverse dogma de fe para pensadores y estrategas de izquierda y derecha (desde Lenin hasta Colin Powell): "la guerra es la continuación de la política por otros medios". Esta fórmula simple sintetizaba en el mundo de Clausewitz (quien se unió en 1792, a la edad de once años, al 34 regimiento de infantería) la justificación pragmática de una de las actividades más brutales, sangrientas y repelentes practicadas por el hombre. Le hubiera bastado a Clausewitz ver un poco más allá de su experiencia para detectar que la guerra antecede históricamente a la política, a los Estados, a la diplomacia y a la mayoría de las expresiones de la cultura.

La guerra era concebida por Clausewitz como un compromiso entre Estados que, a pesar de tener intereses irreconciliables, acordaban respeto a la diplomacia, a los tratados legales y a la soberanía nacional. Esta guerra "civilizada" se peleaba con un alto grado de disciplina militar y en estricto respeto a las convenciones reconocidas. El propósito de la guerra en la fantasía clausewitziana era servir a una finalidad política; no obstante, la naturaleza de la guerra es tan sólo perpetuarse a sí misma. Clausewitz era un guerrero y una historiador que de no haber estado cegado por sus ideales, hubiera sabido por experiencia propia que la guerra a la que se refería era una rareza en la realidad. De hecho, desde principios del siglo XIX ya existía una distinción entre la guerra real y la guerra verdadera, siendo esta última sinónimo del ideal clausewitziano de obediencia total a la autoridad, valor, coraje, auto sacrificio y por supuesto honor.

Clausewitz murió desilusionado en 1831; nunca recibió los reconocimientos que creyó merecer y no consiguió publicar en vida su libro, De la guerra. Gracias a los esfuerzos de su viuda el libro fue publicado póstumamente. Esta obra no tuvo impacto cultural alguno sino hasta cuarenta años después de su publicación, cuando el general prusiano Helmuth von Moltke, tras derrotar a los imperios de Francia y Austria en 1871, declaró que junto con la Biblia y Homero el libro que más lo había influenciado era el de Clausewitz. El libro, que predicaba la infalibilidad de "una simple idea poderosa: el honor de las armas", fue escrito en 1818, cuando el gran ejército napoleónico se había desintegrado, la industria armamentista estaba en quiebra, y el dinero de las sociedades se destinaba en su mayoría a construir hospitales, carreteras, escuelas, puentes y otras obras públicas.

Tras la revelación de Moltke, De la guerra se tradujo a numerosos idiomas e influenció a toda Europa. John Keegan apunta en A History of Warfare, que la propuesta de Clausewitz era que los Estados que hacían de la guerra un fin en sí mismo debían tener más éxito que los que trataban de moderar su carácter por propósitos políticos. Y esta idea condujo en un momento dado a que el siglo más pacífico en la historia europea culminara con la aparición de la sociedad guerrera más poderosa en la historia de la humanidad. Para julio de 1914, más de cuatro millones de jóvenes uniformados estaban listos para entrar en combate. En agosto de ese año el número alcanzaba los 20 millones y las bajas de la guerra sumaban decenas de miles. Keegan señala que Clausewitz fue sin duda el padre ideológico de la primera guerra mundial, y que la obsesión de la "guerra verdadera" fue central en una masacre en la que la política jugó un papel meramente secundario y que sólo pudo culminar cuando las naciones europeas perdieron la capacidad de seguir peleando.

No menos inquietante es la visión de la guerra que tenían los futuristas italianos, en particular F.T. Marinetti, quien la veía como un fenómeno natural y un impulso vital para la higiene del mundo. Para Marinetti, quien peleó la guerra colonial de Etiopía y la segunda guerra mundial, el sufrimiento humano pierde la centralidad ante el espectáculo estético de las máquinas de exterminio y el dolor es reemplazado por el placer orgásmico. En la fantasía de Marinetti, la guerra es presentada como una explosión de imaginería sexual (someter un objeto informe, y por tanto femenino, con el poder del sujeto masculino) e incluso de la procreación: "la guerra es al hombre lo que la maternidad es a la mujer". La guerra era representada como la liberación de la influencia perniciosa y debilitante de la mujer. Como propone Cinzia Sartini Blum, al unir sexo y violencia, muerte y placer, Marinetti creó una imagen deseable de la guerra, cumpliendo así con una función propagandística indispensable para alimentar la fascinación del fascismo.

A pesar de que muchos pensadores culparon a Clausewitz de haber inspirado la destrucción sin precedente de la primera guerra mundial, tras la segunda guerra mundial Clausewitz fue reivindicado y declarado por muchos como la mente militar más brillante de todos los tiempos. Así, a partir de entonces para pelear una guerra se debía contar con una determinación inagotable, inmensos recursos humanos y materiales, además del convencimiento de que únicamente el poder y la lucha hasta las últimas consecuencias (incluso cuando la amenaza era el exterminio nuclear) podían culminar en la victoria. "La guerra es un acto de fuerza para imponer nuestra voluntad al adversario y no hay límite para la aplicación de dicha fuerza", apuntó Clausewitz.

Keegan escribe que los teóricos del poderío nuclear "encontraron en Clausewitz una filosofía y un vocabulario del extremismo militar listos para usarse…". Y más adelante señala que en la era atómica los ciudadanos de los países con armas nucleares han desarrollado una lógica esquizofrénica, ya que por un lado creen que la vida humana es invaluable, que el respeto a los derechos individuales es fundamental y que la democracia es el mejor régimen posible, mientras por otro lado aceptan que para proteger estos valores deben subordinarse a la autoridad de un líder que controla armas capaces de evaporar sociedades enteras.

Como escribe Russell Weigley, "la guerra no se convirtió en una extensión viable de la política, sino en la bancarrota de la misma". La guerra de Vietnam representó la primera gran derrota de esta nueva forma de concebir el conflicto armado. No obstante, el triunfo no fue del todo glorioso. La humillación del imperio tuvo un precio enorme para los vietnamitas, quienes perdieron más de un millón de vidas, su país quedó en ruinas, su ecología devastada y su economía destruida por generaciones. Algo semejante, toda proporción guardada, le sucedió a la extinta Unión Soviética en Afganistán. De ambos lados de la cortina de hierro la guerra perdió popularidad. La gran maquinaria de guerra demostró ser falible. Los conflictos armados de la segunda mitad del siglo XX se caracterizaron en que el poderío tecnológico no fue directamente proporcional a los resultados obtenidos por la vía de las armas. Así, la frustración de no poder cumplir con los objetivos, ya sea someter a las insurrecciones armadas de Centroamérica, limpiar étnicamente Bosnia u ocupar el sur del Líbano, se ha traducido en el uso desproporcionado de la fuerza y en la aplicación de métodos de represión extremadamente crueles y brutales con la intención de romper la voluntad de resistir.

Estados Unidos aprendió la lección de Vietnam y comenzó a pelear otro tipo de guerras para las cuales eligió atacar, con inmensa superioridad de armas y material, a enemigos infinitamente más débiles, arriesgando un mínimo de bajas. Así se llevaron a cabo, entre otros conflictos menores, la invasión de Granada, la de Panamá y la primera guerra del Golfo. Esta última tiene el sórdido mérito de haber logrado, gracias al manejo de la información y la complicidad de los medios de comunicación, que la guerra volviera a ser sexy y divertida. Para millones de telespectadores en todo el mundo la guerra recuperó la mística que había perdido tras la segunda guerra mundial. En cierta forma la guerra del Golfo anunció el renacimiento de la euforia belicista de Marinetti.

En estas guerras recientes no se han usado aún armas de destrucción masiva (aunque los misiles de uranio empobrecido son armas nucleares con consecuencias desastrosas a largo plazo), pero se han caracterizado por haber introducido un nuevo vocabulario digno de las alegorías futuristas de la destrucción y la tecnología, en el que los muertos se transforman en aséptico daño colateral, los misiles Tomahawk son inteligentes, los scuds son malignos y las máquinas de guerra no son destruidas sino asesinadas.

A las guerras imperiales de las últimas décadas del siglo xx se les ha manufacturado un aura de humanismo (capturar tiranos como Hussein o Noriega, salvar a los kuwaitíes, rescatar a los musulmanes bosnios y kosovares, emancipar a los afganos o proteger al mundo del incontenible arsenal iraquí) con lo que se han velado la obvias intenciones clausewitzianas y la euforia marinettiana de la expansión geopolítica estadunidense en la era de la posguerra fría. En estas condiciones ser pacifista ha pasado de ser una postura digna a ser una actitud antihumanitaria y egoísta. Resulta lamentable que tras los ataques del 11 de septiembre de 2001, la ambición delirante de Washington haya dado lugar a una guerra sin fin disfrazada de guerra en contra del terrorismo, una cruzada contra el mal selectiva y oportunista cuyas consecuencias serán desastrosas para la humanidad, ya que nos hundirán en una lógica de fanatismo religioso y de guerra verdadera de la cual sólo podremos liberarnos cuando por una u otra razón perdamos toda capacidad de seguir peleando.