La Jornada Semanal,   domingo  16 de febrero del 2003        núm. 415
Roberto Garza Iturbide

Muchas cabezas,
pocas neuronas

Nuevamente se escuchan los tambores de la guerra y la lanza está ya clavada en la pared del senado imperial. Sabemos que, en general, la guerra no tiene explicación suficiente y que en su fondo se agitan los intereses de los señores del dinero y las indecencias del poder imperialista. En este panorama de amenazas y de pavorosos preparativos, Bush y sus empleados, Blair, Aznar y otros menores, acumulan armas casi de ciencia ficción y una retórica cada vez más falsa y francamente increíble, pues todos sabemos cuáles son sus intereses y sus intenciones. Nuestros autores nos entregan, en este número que no hubiéramos querido hacer, distintos datos y enfoques sobre la guerra. Resulta doloroso tener que analizar de nuevo los peores aspectos de la conducta de algunos miembros violentos, crueles, voraces, avariciosos y soberbios del grupo zoológico humano. Consuela saber, por otra parte, que muchos miembros de la sociedad civil de varios países están ya defendiendo los valores de la racionalidad.

El 6 de agosto de 1945, en Hiroshima, las fuerzas armadas de Estados Unidos demostraron al mundo su inmensa capacidad destructiva; tres días después, el 9 de agosto, cuando la población del maltratado planeta seguía sin entender el mensaje del presidente Truman, una segunda bomba atómica explotó en Nagasaki. Horas después, el mundo entero sabía que Estados Unidos tenía más de una bomba capaz de evaporizar en cuestión de segundos a millones de seres humanos, y que no dudarían en utilizar su arsenal nuclear para defender sus intereses. Nunca antes en la historia de la humanidad un país se había demostrado capaz de terminar por completo con la vida en la Tierra. Con esa terrible certeza concluyó la segunda guerra mundial... y nació la amenaza nuclear.

Una vez firmados los acuerdos de paz, tras la división del mundo en dos bloques en franco conflicto, encabezados por Estados Unidos y la urss, la posibilidad de una guerra nuclear –que en la cronología bélica del siglo pasado hubiera sido la tercera guerra mundial– apareció en el temeroso imaginario colectivo como la mejor abstracción del fin del mundo: una visión apocalíptica en la que un enorme hongo radiactivo se expande en el horizonte al tiempo que arrasa con la vida en el planeta. Y la voz interior del paranoico terrícola le atormentaba: Basta con que uno (presidente en turno de Estados Unidos o la Unión Soviética) apriete el botón (que debía ser rojo) para que se acabe el mundo.

GUERRA FRÍA DE CELULOIDE

Entre 1945 y 1991, periodo que va de la primera explosión nuclear al año en que se consuma la desintegración de la urss, o si se prefiere, durante toda la guerra fría, la amenaza nuclear era, en la conciencia pública, el peor de los escenarios derivados del pleito entre capitalistas y comunistas. Algo interesante es que dicho pleito tuvo algunas de sus mejores batallas en las pantallas de cine y televisión, los dos medios de propaganda ideológica más efectivos, pero también los más controlados por el Estado (basta recordar la infame persecución contra los cineastas sospechosos de ser comunistas –la lista negra– durante el macartismo de los años cincuenta en Estados Unidos o la censura en la Unión Soviética). Así pues, la poderosa industria fílmica de Hollywood ganó terreno a los soviéticos al definir mejor y con mayor presteza sus referentes bipolares. Veamos: en la lógica de personajes e historias hollywoodenses de la guerra fría, los gringos –y si son blancos y sajones mejor– son siempre los buenos, los superhéroes que salvan a su territorio de los ataques enemigos, incluso de amenazas nucleares, y de paso promueven los valores del sueño americano; en cambio, el soviético, el comunista letrado o el camarada idiota, el guerrillero latinoamericano, el "extraterrestre marxista", son una especie de seres envidiosos que atentan contra el mundo libre, es decir Estados Unidos (y sus aliados en turno). La lista de películas es demasiado larga como para mencionarlas.

Uno de los casos más burdos de esta receta argumental es la serie de dibujos animados Rocky y Bullwinkle, ficción sobre las aventuras de dos heroicas bestias (una ardilla voladora y un estúpido –para algunos simpático– alce que no rebuzna porque el guionista lo considera inverosímil) que salvan a los gabachos de los macabros y oscuros planes de Boris Malosnov –traducción de un apellido en inglés más que explícito: Badenough, o sea "suficientemente malo"–, y Natasha Fatal. La caricatura es tan manipulabobos como la famosa pelea de Rocky, el boxeador de las barras y las estrellas, contra el temible Iván Drago. Como decía, ejemplos como éste abundan en la cinematografía estadunidense –y no omito al superespía británico James Bond, único competidor europeo del héroe gringo–, e incluso hay personajes gringófilos que llegan a ser mucho más azotados que el mismo Bullwinkle.

En síntesis: durante la guerra fría, incluso en los últimos años ochenta, la amenaza nuclear existía sólo en la lógica de una guerra entre naciones. El orden mundial bipolar así lo dictaba. Ni siquiera los guionistas más visionarios de Hollywood se imaginaron, en tiempos de Ronald Reagan y George Bush, que sus belicosos petroaliados árabes, Osama Bin Laden (en la guerra de Afganistán) y Saddam Hussein (en la guerra Irak-Irán), se convertirían, el primero, en el autor intelectual de los atentados terroristas más impactantes de la historia y cabeza de una compleja organización antiestadunidense de la que se sospecha pueda fabricar pequeñas bombas nucleares; y Saddam, en el dictador archienemigo de la libertad, acusado de fabricar armas de destrucción masiva, y que hace algunos años amenazó de muerte al presidente George Bush, papi del actual vengador que gobierna en Estados Unidos.

FRANKENSTEIN BOINA VERDE

Un dato curioso: a mediados de los ochenta, Tim McVeigh, autor del atentado terrorista que mató a 168 personas en un edificio federal en Oklahoma en abril de 1995, estaba obsesionado con la posibilidad de un desastre atómico o un ataque nuclear de las fuerzas soviéticas. Tim quería ser un soldado boina verde como Rambo. Por eso ingresó al ejército. Según relató su compañero de habitación en el ejército al Washington Post, "en 1988, McVeigh rentaba un casillero donde almacenaba alimento militar y agua, solía comprar armas, leer revistas de supervivencia y rentaba muy seguido la película Red Dawn (John Milius, 1984)", ficción sobre la tercera guerra mundial en la que un grupo de heroicos adolescentes norteamericanos derrotan al ejército soviético y salvan al mundo del desastre nuclear. Tres años después, McVeigh combatió en la Guerra del Golfo y fue galardonado por su valentía. A su regreso –según dijo–, "decepcionado de los intereses reales de su gobierno en Irak", renunció a las fuerzas armadas. Años después, en abril de 1995, vengó mediante un ataque terrorista la muerte de los davidianos ejecutados por el FBI en Waco, Texas, exactamente dos años antes, en abril de 1993. Los biógrafos de este ambivalente personaje aseguran que, antes de 1991, Tim era todo un patriota; sin embargo, al terminar la guerra fría y una vez disipada la amenaza nuclear en su mente, McVeigh desplazó todo su odio hacia el gobierno de su país, el cual, según dijo poco antes de morir: "despreciaba a sus ciudadanos y les había arrebatado las libertades individuales". El 11 de junio de 2001, Tim recibió la inyección letal en la prisión federal de Terre Haute, Indiana.

LA AMENAZA BIFURCADA

Después de la desintegración de la urss, la amenaza de una tercera y última gran conflagración mundial, con bombas nucleares y rayos láser disparados desde el espacio, se disipó de las mentes de millones de personas en todo el mundo. Y la voz interior del inocente e iluso terrícola dijo: No habrá tercera guerra mundial en el año 2000... adiós a la bomba atómica.

Pero la amenaza nuclear regresó pronto –en realidad, nunca desapareció– a la escena mundial: oculta como laboratorio militar israelí, hermética como informe de la CIA, escurridiza como terrorista de Al Qaeda, fanática como musulmán en Cachemira, incierta como rumor coreano, inmoral como traficante ruso, futurista como proyecto espacial antimisiles. Enriquecida como el uranio, la amenaza nuclear se destajó en múltiples aristas.

Fuentes militares soviéticas afirman que, en el caos de la glasnost y la perestroika, los rusos le perdieron la pista a cien de sus 250 maletines nucleares (pequeñas bombas atómicas). ¿Quién las tiene? Según el Organismo Internacional para la Energía Atómica (oiea), desde 1993 se han detectado cerca de doscientos casos de tráfico ilegal de sustancia nucleares. El 29 de enero confiscaron mil ochocientos kilos de cocaína en una bodega en Nueva York. Según las autoridades, tal cantidad de droga ingresó por la frontera mexicana. Y esto posteriormente al 11-s, en tiempos de máxima seguridad. Me pregunto: ¿si entra un cargamento de dos toneladas de coca, cuánto uranio y plutonio puede pasar a Estados Unidos vía México? Bastan veinticinco kilos de uranio enriquecido y nueve de plutonio para fabricar una bomba atómica. Una vez adentro, no hay escudo espacial que los salve. Por ello, los guardianes de las fronteras del vecino del norte han sido dotados de contadores Geiger capaces de detectar plutonio y uranio enriquecido a cincuenta metros de distancia. ¿Y el resguardo de las toneladas de sustancias nucleares almacenadas en territorio estadunidense? (Sabemos que usaron sus excedentes de uranio empobrecido para matar serbios.) ¿Las centrales nucleares están tan bien custodiadas como el espacio aéreo del Pentágono? ¿En verdad los satélites tienen la tecnología capaz de detectar con precisión este tipo de sustancias?

Es muy probable que Irak y Corea del Norte dispongan de armas de destrucción masiva incluidas, en el caso de Norcorea, algunas cabezas atómicas; a nadie le consta, pero estamos de acuerdo en que esto sería un verdadero peligro para la humanidad. Sin embargo, resulta mucho más preocupante saber que el unilateralista y belicoso Bush tiene más cabezas atómicas que neuronas en el cerebro, y que el uso que pueda hacer de unas y otras sea inversamente proporcional.

Estados Unidos cuenta con alrededor de diez mil cabezas nucleares, lo suficiente para arrasar hasta con las cucarachas. Eso es mucho, pero mucho más peligroso para el ser humano que cualquier comando terrorista, el fentanil de Putin o el famoso gas VX de Hussein.

Con los arsenales nucleares de Estados Unidos, Israel, Rusia, Francia y China (suman más de 15 mil cabezas nucleares), la amenaza de una guerra nuclear, o de la explosión de una o algunas bombas atómicas, permanece tanto o más viva que en tiempos de la guerra fría. Me preocupan la India y Pakistán, me asusta el tráfico y venta de sustancia nucleares a grupos terroristas, me aterra Israel, o mejor dicho, Ariel Sharon... pero me quedo mudo ante la agresividad del único país que ha utilizado armas nucleares en una guerra y que se dice dispuesto a todo con tal de defender sus cuestionables intereses.

El domingo 19 de enero, el diario español El País publicó un brillante reportaje que los editores cabecearon con tal acierto periodístico que hasta me suena a título de película serie b: "El retorno de la bomba" (una foto de una explosión de prueba de una bomba de hidrógeno ilustra la plana –un hongo gigantesco). Si en lugar de un reportaje, El retorno de la bomba fuera el título de una película de acción maquilada en Hollywood, ya sabemos que el héroe sería un gringo patriota tipo Ben Afflek, un duro agente de la cia dotado de inteligencia, carisma y músculos, quien, junto con su amante, digamos, Jennifer López (espía del Mossad) y su compañero negro, que podría ser Denzel Washington, salvan al mundo libre de un comando de terroristas musulmanes (iraquíes, pakistaníes, palestinos) que pretende hacer estallar una pequeña bomba atómica en la Universidad de Harvard, donde, por cierto, estudia el primogénito del presidente norteamericano. En el entramado del tráfico de sustancias nucleares aparece un coreano (adicto a la cocaína), un ex militar ruso (sin escrúpulos), dos colombianos y todo un cartel de traficantes mexicanos, entre ellos, un espía infiltrado de la dea cuyo trabajo resulta clave para frustrar el plan (Si Tim McVeigh regresara de la muerte y viera esta película, sin duda se alistaba de nuevo en el ejército para dar el segundo round en Irak).

Total, no está de más alertar sobre la capacidad destructiva del arsenal nuclear de las principales potencias militares, en particular el de Israel, país que, igual que Corea del Norte (sospechoso de tener B.A.), India y Pakistán, se ha negado a firmar el Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP). Y del ABM, ni qué decir; ese acuerdo, como diría un cínico priísta que conozco, está más frío que el cuerpo de Muñoz Rocha.