Jornada Semanal, domingo 9 de febrero del 2003        núm. 414

LAS HERMOSAS MEZCLAS

Hace unos años me invitaron a dar una conferencia en el Centro de Estudios Caribeños de la hermosa isla de Antigua. Durante mi estancia hablé con especialistas en temas antillanos y reflexioné sobre la tormentosa historia de este mar, sus islas y sus países que, durante la colonia española, formaban parte de esa especie de Mediterráneo conocido con el nombre de “seno mejicano” y vigilado –pésimamente, por cierto– por la Armada de Barlovento, derrotada con sobrecogedora frecuencia por los piratas de todos los colores y sabores que merodeaban por estos rumbos y eran objeto de las subrepticias ternezas de la muy astuta “Reina virgen”.

Como memoria viva de la colonización española quedan en pie las notables fortificaciones (ejemplos cimeros de ingeniería militar) de Cartagena de Indias, La Habana y San Juan Bautista de Borinquen, todas ellas hermanas de los recintos amurallados de Veracruz, Campeche y Champotón. Estas hermosas construcciones presenciaron victorias y derrotas, ejemplos de heroísmo, de crueldades y de ineptitud. El impresionante Morro de San Juan protegía la enorme bahía con sus múltiples bocas de fuego y se consideró inexpugnable hasta que los piratas holandeses e ingleses demostraron lo contrario. Sus guarniciones entraban en tensión cuando se anunciaba ' el próximo arribo del “situado mejicano” que era, ni más ni menos, el presupuesto de la isla y, por ende, la paga de la abundante burocracia y la soldada de los defensores de fuertes y murallas.

Hablamos en Antigua de los muchos –y pendientes de sistematizar– estudios sobre el Caribe. Los aspectos más ricos y sugerentes de estas islas que tienen una cultura formada por las más variadas y aparentemente contradictorias mezclas, permanecen ocultos a los ojos de los observadores superficiales. Su profundidad humana es como el precioso ron blanco que Ma’Kilman, el personaje del Omeros, de Walcott, guardaba celosamente para que no lo alcanzaran los lancheros sedientos. Mucho se ha escrito sobre este mar engendrador de huracanes. Pensemos en el bello estudio historiográfico de Arciniegas, Biografía del Caribe, en la llegada a Montego Bay de Lezama Lima, en el Tuntún de pasa y grifería, de Luis Palés Matos, en los poemas de Cesaire, las novelas de Naipaul y, sobre todo, en El siglo de las luces, la prodigiosa novela de Alejo Carpentier, en la que todas las razas, las lenguas, las historias con mayúsculas, las pequeñas historias, los trabajos y los ocios de las “islas bajo el sol”, se unen para formar el rostro mulato de esta región que habla español, inglés, patois y encuentra en el papiamento –mezcla de español, inglés, francés, holandés y lenguas africanas, apoyado en una estructura gramatical portuguesa– el testimonio vivo de su diversidad, capitel de una cultura en proceso de formación y crecimiento, a pesar de la asfixia provocada por los distintos colonialismos.

Son bellas las mezclas, son enriquecedoras, y el Caribe es eso: una mezcla en constante vaivén. Desde Antigua vimos los perfiles de las Islas Vírgenes, de Santa Lucía, Dominica, Aruba, Curazao –la cantada por nuestro Carlos Pellicer con precisión de poeta: “Pásame el Puerto de Curazao,/ isla de juguetería,/ con decretos de reina/ y ventanas y puertas de alegría”–, Trinidad, Barbados, Martinique... y las Antillas Mayores con su sabor a caña, café, alegría y tragedia. Se hizo la noche y recordamos el poema de Walcott en el que late el corazón multiforme de estas islas tan lejanas y tan cercanas al Egeo, “el mar color de vino” de la epopeya homérica. Dice el poeta isleño: “Había una luna llena como una tajada de cebolla cruda,/ y cuando dejamos la playa el mar aún continuaba.”

La cultura de Puerto Rico está indisolublemente ligada a Iberoamérica y las aportaciones de sus artistas y escritores han sido fundamentales para el desarrollo de la lengua comunitaria y de todas las formas del arte tanto académico como popular: bombas y plenas de raíz africana; salsa antillana de la hermosa “mulatería”; poemas negros de Luis Palés Matos, uno de los grandes de la poesía de este siglo; adoloridos poemas de la vida en Nueva York escritos por Julia de Burgos; guarachas para el Macho Camacho y boleros para Daniel Santos en los libros de ese barroco caribeño lleno de inventiva que es Luis Rafael Sánchez; pintura de Paco Rodón y Toño Martorell, grabados de Tufiño, Homar, Maldonado; santos de madera hechos por artesanos geniales; sones, boleros, danzas, danzones; los recuerdos de Daniel Santos, Pedro Flores, Rafael Hernández y de gentes teatrales ilustres como José Ferrer, Chita Rivera, Rita Moreno, Raúl Juliá y Juano Hernández, asi como seres músicales del tamaño de Lucecita Benítez y Cheo Feliciano... en fin, toda la sensibilidad antillana de esta isla que, a pesar de los lugares comunes repetidos por los superficiales, tiene una identidad fuerte, saludable y, cada vez, más universal, pues parte de lo propio y ama lo cercano. Por eso teme a la otredad y se le acerca moviendo las caderas terrenales, cósmicas de la mulata del poema de Palés Matos: “y menéalas, menéalas para que rabie el Tío Sam”.
 

HUGO GUTIÉRREZ VEGA
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