Jornada Semanal,  9 de febrero de 2003         núm. 414 

ANA GARCÍA BERGUA

 NO ES PEREZA

Uno de mis libros preferidos es El secreto de Joe Gould, del periodista norteamericano Joseph Mitchell. Recuerdo que lo compré en la librería quién sabe por qué; fue una de esas portadas misteriosas que lo atraen a uno, pues nadie me lo recomendó, ni sabía yo nada de él, aunque aquí salieron algunas reseñas que en su momento no leí. De hecho, creí durante mucho tiempo que en realidad era una novela y que Joe Gould era un personaje inventado, lo cual no es tan inverosímil dada su naturaleza. Ya le hicieron una película, y parece que pasó un poco inadvertida. El libro salió en español en el año 2000 (lo editó Anagrama), y reúne dos artículos escritos, respectivamente en 1942 y en 1962, por Mitchell para el New York Times. En ellos cuenta la vida de este excéntrico escritor del Village de la primera mitad del siglo que llegó a ser apreciado por contemporáneos suyos como e.e. cummings, y que, si bien escribió unos cuantos ensayos (algunos de ellos los llegó a publicar), vivió durante mucho tiempo de su propio mito: afirmaba estar escribiendo una Historia oral de la ciudad de Nueva York, un enorme documento compuesto por trozos de conversaciones, monólogos de vagabundos, quejas, ruidos, imprecaciones oídas al pasar. La verdadera historia, afirmaba, se encontraba en ese mundo infinitesimal de pequeños chismes y anécdotas de la gente común, no los actos grandilocuentes de los políticos o de los gobiernos. Para llevar a cabo semejante empresa –una especie compendio a la manera del Tristam Shandy, de Sterne–, Gould dejó de trabajar y vivía de la caridad pública, de los turistas y el resto de los bohemios de los cafés del Village que contribuían de buen o mal grado a la "Fundación Joe Gould". Entre sus características personales se encontraba el vestir siempre con ropas que le quedaban grandes y que le regalaban, el comer salsa catsup a cucharadas (pues según él había que terminarse todo lo que le pusieran a uno gratis en la mesa), y bailar una curiosa danza de las gaviotas. Pero no era exactamente un hombre agradable, ni gracioso; más bien peculiar. Gracias al primer artículo que Mitchell escribió sobre él en el New York Times (que se llama "El profesor gaviota"), mucha gente se interesó en él, y la Historia oral de Gould adquirió cierta fama, e incluso le valió que una mecenas lo mantuviera durante tres años. En el segundo artículo, escrito tras la muerte de Joe Gould, Mitchell narra cómo fue su relación con este personaje y descubre al final cuál es el secreto de Joe Gould: algo parecido al final de El resplandor, de Kubrick, cuando descubrimos a Jack Nicholson escribiendo en la máquina la misma frase una y otra vez. No tan siniestro, pero bueno: el caso es que lo que Gould escribía ante la gente en los cafés, en las plazas públicas y en el metro, en cuadernos mugrientos y desgastados, eran los mismos tres ensayos que corregía eternamente. Hay cierta medida en que el personaje es de alguna manera universal, y hasta conmovedor, pues no son raras en las bohemias de todas las épocas (en mi caso, por ejemplo, la de la cantina La Guadalupana de los años ochenta) aquellos artistas, o aquellos seres excéntricos que prometen, o que todo mundo dice que van a crear cierta gran obra, y todo gira alrededor de esa obra, y luego desaparecen, llevándose la idea de la obra consigo, una idea que ya solita encandila a un público que comparte las borracheras y el "aire de época" de esa bohemia particular. Y aquello no es exactamente fracaso, o como dice Joe Gould en la única frase de justificación que Mitchell le llega a escuchar –y no está seguro de haber escuchado bien–: "no es pereza". ¿Qué es, es una especie de vértigo, es haber concebido algo tan enorme que no se es capaz de emprenderlo? Pero lo mejor del libro –o de la historia– no es que Mitchell "desenmascare" a Joe Gould (por eso me perdonarán haberles revelado el secreto: de cualquier manera, no creo que nadie deje de leer Hamlet porque le cuenten que se muere al final) sino que, por el contrario, elige no decir nada, porque se da cuenta de que la Historia oral existe en la medida en que sustenta la propia existencia de Joe Gould: "…la Historia oral ha sido mi soga y mi patíbulo, mi cama y mi pupitre, mi esposa y mi fulana, mi herida y la sal que en ella se derrama, mi whisky y mi aspirina, mi roca y mi salvación. Es lo único que me importa. Todo lo demás es basura". El caso de este hombre es algo similar a una especie de operación literaria a la inversa: un libro, o la idea de un libro, convierte a su autor en un personaje ficticio. Y de hecho, la idea de la Historia oral desaparecería al autor como tal, reduciéndolo a una especie de transmisor, de escucha atento y fidedigno de aquello que ocurre en la vida real. Es como si la ficción hubiera tomado por asalto la realidad, cambiando todos los papeles. Por eso resulta apasionante El secreto de Joe Gould. Quizá por eso pude creer durante tanto tiempo que Joe Gould no existió, y quizá, efectivamente, como él decía, la Historia oral se encuentra escondida en una granja avícola en Long Island.