ANA GARCÍA BERGUA NO ES PEREZA Uno
de mis libros preferidos es El secreto de Joe Gould, del periodista
norteamericano Joseph Mitchell. Recuerdo que lo compré en la librería
quién sabe por qué; fue una de esas portadas misteriosas
que lo atraen a uno, pues nadie me lo recomendó, ni sabía
yo nada de él, aunque aquí salieron algunas reseñas
que en su momento no leí. De hecho, creí durante mucho tiempo
que en realidad era una novela y que Joe Gould era un personaje inventado,
lo cual no es tan inverosímil dada su naturaleza. Ya le hicieron
una película, y parece que pasó un poco inadvertida. El libro
salió en español en el año 2000 (lo editó Anagrama),
y reúne dos artículos escritos, respectivamente en 1942 y
en 1962, por Mitchell para el New York Times. En ellos cuenta la
vida de este excéntrico escritor del Village de la primera mitad
del siglo que llegó a ser apreciado por contemporáneos suyos
como e.e. cummings, y que, si bien escribió unos cuantos ensayos
(algunos de ellos los llegó a publicar), vivió durante mucho
tiempo de su propio mito: afirmaba estar escribiendo una Historia oral
de la ciudad de Nueva York, un enorme documento compuesto por trozos de
conversaciones, monólogos de vagabundos, quejas, ruidos, imprecaciones
oídas al pasar. La verdadera historia, afirmaba, se encontraba en
ese mundo infinitesimal de pequeños chismes y anécdotas de
la gente común, no los actos grandilocuentes de los políticos
o de los gobiernos. Para llevar a cabo semejante empresa una especie compendio
a la manera del Tristam Shandy, de Sterne, Gould dejó de
trabajar y vivía de la caridad pública, de los turistas y
el resto de los bohemios de los cafés del Village que contribuían
de buen o mal grado a la "Fundación Joe Gould". Entre sus características
personales se encontraba el vestir siempre con ropas que le quedaban grandes
y que le regalaban, el comer salsa catsup a cucharadas (pues según
él había que terminarse todo lo que le pusieran a uno gratis
en la mesa), y bailar una curiosa danza de las gaviotas. Pero no era exactamente
un hombre agradable, ni gracioso; más bien peculiar. Gracias al
primer artículo que Mitchell escribió sobre él en
el New York Times (que se llama "El profesor gaviota"), mucha gente
se interesó en él, y la Historia oral de Gould adquirió
cierta fama, e incluso le valió que una mecenas lo mantuviera durante
tres años. En el segundo artículo, escrito tras la muerte
de Joe Gould, Mitchell narra cómo fue su relación con este
personaje y descubre al final cuál es el secreto de Joe Gould: algo
parecido al final de El resplandor, de Kubrick, cuando descubrimos
a Jack Nicholson escribiendo en la máquina la misma frase una y
otra vez. No tan siniestro, pero bueno: el caso es que lo que Gould escribía
ante la gente en los cafés, en las plazas públicas y en el
metro, en cuadernos mugrientos y desgastados, eran los mismos tres ensayos
que corregía eternamente. Hay cierta medida en que el personaje
es de alguna manera universal, y hasta conmovedor, pues no son raras en
las bohemias de todas las épocas (en mi caso, por ejemplo, la de
la cantina La Guadalupana de los años ochenta) aquellos artistas,
o aquellos seres excéntricos que prometen, o que todo mundo dice
que van a crear cierta gran obra, y todo gira alrededor de esa obra, y
luego desaparecen, llevándose la idea de la obra consigo, una idea
que ya solita encandila a un público que comparte las borracheras
y el "aire de época" de esa bohemia particular. Y aquello no es
exactamente fracaso, o como dice Joe Gould en la única frase de
justificación que Mitchell le llega a escuchar y no está
seguro de haber escuchado bien: "no es pereza". ¿Qué es,
es una especie de vértigo, es haber concebido algo tan enorme que
no se es capaz de emprenderlo? Pero lo mejor del libro o de la historia
no es que Mitchell "desenmascare" a Joe Gould (por eso me perdonarán
haberles revelado el secreto: de cualquier manera, no creo que nadie deje
de leer Hamlet porque le cuenten que se muere al final) sino que,
por el contrario, elige no decir nada, porque se da cuenta de que la Historia
oral existe en la medida en que sustenta la propia existencia de Joe
Gould: "
la Historia oral ha sido mi soga y mi patíbulo,
mi cama y mi pupitre, mi esposa y mi fulana, mi herida y la sal que en
ella se derrama, mi whisky y mi aspirina, mi roca y mi salvación.
Es lo único que me importa. Todo lo demás es basura". El
caso de este hombre es algo similar a una especie de operación literaria
a la inversa: un libro, o la idea de un libro, convierte a su autor en
un personaje ficticio. Y de hecho, la idea de la Historia oral desaparecería
al autor como tal, reduciéndolo a una especie de transmisor, de
escucha atento y fidedigno de aquello que ocurre en la vida real. Es como
si la ficción hubiera tomado por asalto la realidad, cambiando todos
los papeles. Por eso resulta apasionante El secreto de Joe Gould.
Quizá por eso pude creer durante tanto tiempo que Joe Gould no existió,
y quizá, efectivamente, como él decía, la Historia
oral se encuentra escondida en una granja avícola en Long Island.
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