Jornada Semanal,  26 de enero de 2003         núm. 412 

ANA GARCÍA BERGUA

KAFKA Y EL MANUAL
DE CARREÑO

Me parece que me falta feminidad. Tenía para escoger, como un regalo de Navidad gratificante, entre un Chanel número 5 y los cuentos completos de Franz Kafka, y me decidí por lo último. Qué quieren, una es así. Ahora voy a oler a Kafka todo el año. Esta nueva edición de Kafka es de la hispana Valdemar y se propone acercar al lector en castellano a la obra de Kafka "sin filtros ni retoques", a decir de su traductor José Rafael Hernández Arias, basándose en los textos manuscritos del autor o en las ediciones que éste autorizó en vida. Tal parece que al dar a conocer la obra de su amigo ya muerto, Max Brod unió trozos originalmente dispersos o modificó algunos aspectos de la sintaxis de Kafka, un poco descuidada o fría, para enmendarlos. Ahora se rescata, por decirlo así, al Kafka original. El traductor afirma que intentó transmitir la "prosa jurídica y seudocientífica" del escritor y ajustarse lo más posible al original, aun cuando "no sea tan satisfactoria estéticamente hablando". Eso es cierto. Comparemos, por ejemplo, el primer párrafo de La metamorfosis en esta edición, con el de editorial Losada, obra de Jorge Luis Borges:

Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto. Hallábase echado sobre el duro caparazón de su espalda y, al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades, cuya prominencia apenas si podía aguantar la colcha, que estaba visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia.
Y esta nueva traducción:
Cuando Gregor Samsa despertó una mañana de un sueño inquieto, se encontró en la cama convertido en un monstruoso insecto. Yacía sobre su dura espalda, parecida a una coraza, y veía, cuando levantaba un poco la cabeza, su estómago abombado, de color marrón, dividido por durezas arqueadas, sobre el que la manta, a punto de deslizarse hasta el suelo, apenas podía mantenerse. Sus numerosas patas, de una delgadez deplorable en comparación con su volumen corporal, vibraban desvalidas ante sus ojos.
Ambas versiones tienen su ventaja: en una leemos los textos originales de Kafka, jurídicos y escuetos, y en la otra leemos a Borges, lo cual no es cualquier cosa.

Volver a leer La metamorfosis me ha dejado una nueva impresión, muy distinta a la primera, lejana ya, en que viví la lectura de este relato largo como una verdadera tragedia. Ahora lo que me parece más sorprendente y eficaz no es el hecho de que Gregor Samsa amanezca convertido en un gran insecto con muchísimas patitas –a estas alturas del nuevo siglo ya no resulta tan inverosímil; ocurre mucho en las películas, y todos estamos convencidos de ser en el fondo bastante mutantes–, sino todos los esfuerzos que hace para cumplir con su trabajo de viajante de comercio en esa condición. Cuando va a buscarlo el apoderado de su oficina –el "principal" en la traducción de Borges–, pues no ha llegado a la hora usual, y tras muchísimos esfuerzos logra abrir la puerta de su habitación mordiendo la llave y pegándose en la cabeza, Gregor trata de decir a su familia y el apoderado, todos presas del terror: "me vestiré en seguida, guardaré el muestrario y saldré". Nadie le entiende nada y ahí comienza el drama. Pero de entrada, la idea de un gigantesco escarabajo asegurando que se vestirá en seguida para cumplir con sus obligaciones, a la par de lo grotesco, tiene algo sumamente cómico. No sé por qué me acordé del Manual de Carreño, en una versión de 1909 que me encontré en la casa (La metamorfosis no está tan lejos: es de 1912), el cual señala que uno no puede salir de su habitación sin estar perfectamente vestido y arreglado. El pobre Gregor Samsa –o Gregorio, diría Borges– piensa en todos sus deberes con la familia, con el trabajo, con la sociedad, tal como estaban instituidos en letra de sangre o en manuales como el de Carreño, y no se pregunta demasiado por qué está convertido en insecto, como si desde el primer momento asumiera que eso es algo que puede pasar. Luego se propone tener "calma y paciencia y hacer todo lo posible para que la familia, a su vez, soportase cuantas molestias él, en su estado actual, no podía menos de causar". Pero las molestias de tener un hijo-escarabajo son muchas, además de que Gregorio los mantenía a todos con su trabajo. Y ya sabemos el final, el sacrificio que hace Gregorio por la tranquilidad de su familia. Como la de su antecesor Alfred Kubin, la obra de Kafka tiene esa parte onírica que desarrolla situaciones absurdas sin explicación previa y las lleva a un extremo. Este mecanismo narrativo prohíja grandes misterios tragicómicos y uno de los grandes misterios de la literatura, a mi modo de ver, es esa gran mancha café que forma Gregorio en la pared, que a todos horroriza y que sin embargo, a nadie quisiera causar molestias.

Dice el Manual de Carreño sobre los padres: "Nuestro respeto debe ser profundo e inalterable, sin que podamos jamás permitirnos la más ligera falta que lo profane, aun cuando lleguemos a creerlos alguna vez apartados de la senda de la justicia, y aun cuando la desgracia los haya conducido a la demencia, o a cualquiera otra situación lamentable que los despoje de la consideración de los demás. Siempre son nuestros padres, y a nosotros no nos toca otra cosa que compadecerlos, llorar sus miserias y colmarlos de atenciones delicadas y de contemplaciones." En el fondo, Gregorio es un escarabajo urbanísimo, un escarabajo de manual. A fin de cuentas, si Kafka utilizaba el lenguaje de la jurisprudencia, todo esto no es tan extraño: leyes y manuales tienden a ordenar cosas inordenables, como convertirse en un insecto grande de muchas patas.