Jornada Semanal, domingo 19  de enero  de 2003            núm. 411

ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

LA OREJA EN EL ARTE 
DE LA CONVERSACIÓN 
(I de II)

Comprende que esa impaciencia por
hablar es a la vez una implacable falta
de interés por escuchar […]. El caballero
pierde inmediatamente el gusto por decir
lo que sea y, de golpe, ya no ve razón 
alguna para prolongar el encuentro.
Milan Kundera, La lentitud.

A Marco Antonio López Buitrón


Fue inevitable que ocurriera: si, como dice Gabriel Zaid, los jóvenes poetas quieren publicar, pero no leer poesía; si, como se afirma en la película To die for, todos quieren salir en la televisión, pero no mirar a los demás, ahora ocurre que, en la vida cotidiana y en la conversación de cada día, abundan quienes atesoran cosas que platicar y asuntos importantísimos por decir, confesiones personales que hacer. Con el resultado de que muchos son boca y nada orejas en el arte de conversar, de donde se deriva una infernalización del espíritu psicoanalítico en su aspecto más cotidiano: el terapeuta oye, pero no dice nada; el escucha, cualquier oidor, lo mismo, salvo que los interlocutores de un charlatán contemporáneo no son, necesariamente, psiquiatras.

Cada vez resulta más frecuente el acontecimiento de topar con personas dispuestas a confesarse, a comunicar sus angustias, felicidades y pulsiones, lo cual no supone en ellas el menor interés por corresponder a sus "interlocutores" escuchando la respuesta de la persona abordada ni, mucho menos, esperar que ésta arremeta, a su vez, con su propia carga verbal. Hablar pero no escuchar, hablar para no escuchar: la vociferación contemporánea tiene tres posibles espejos que ayudan a entender ese fenómeno, dos remotos y uno cercano.

Uno de los más antiguos es la historia del peluquero de Midas, rey frigio que obtuvo unas orejas de asno al contrariar impertinentemente a Apolo; el peluquero conocía el secreto del rey pero le estaba vedado revelarlo, bajo pena de muerte. Desesperado, el hombre hizo un agujero en el suelo y dijo a la Tierra lo que sabía. Casi al instante, las cañas de los alrededores comenzaron a susurrar al viento: "el rey Midas tiene orejas de burro…". Curiosa urgencia la de ese peluquero, compuesta por la necesidad de hablar de unas orejas que no hubieran deseado escuchar sus indiscreciones.

El segundo espejo, constante a través del tiempo, es el de ciertos objetos culturales, que hablan pero no pueden escuchar: es el caso de los libros y del arte, en general, aunque ambos fomenten una misteriosa forma de diálogo que no cesa con los siglos; gracias a la intermediación del libro es posible dialogar con los difuntos, como quería Quevedo, no obstante el inconveniente que Platón hallaba en la palabra escrita frente a la hablada (porque, en ésta, la oreja permite la réplica y el rápido intercambio de ideas); sin embargo, a pesar de los artificios empleados por el filósofo, las conversaciones platónicas terminaron por encontrar su estructura definitiva sobre pliegos cubiertos de signos. Como sea, el sedimento de las lecturas permite un contacto incesante con los muchos autores que nos es dado conocer, y la respuesta estimulada por ella puede prolongarse durante años. Aunque unidireccional en apariencia, la especulación de los libros y las artes prohija la destreza de boca y orejas, un ejercicio en coloquios más profundos.

El tercero –y funesto– de esos espejos ha sido diseñado por la cultura contemporánea desde los productos mediáticos, donde las bocas se incrementan con desdeñoso menoscabo de las orejas: la radio y la televisión ofrecen discursos a partir de voces que surgen de un aparato y se dirigen a miles de escuchas que poco pueden replicar ante esas palabras "contundentes", no importa que se trate de un prócer victimando a la Nación con su demagogia, en el mejor estilo del führer (ya una emisión radiofónica pretende cooptar, desde un rancho holgazán, la opinión política de los mexicanos); o de ciertos locutores y "comentaristas" que esgrimen linchamientos en la ruta propuesta por Goebbels (los magos de la propaganda nazi se anticiparon a muchos de los acontecimientos que hoy vemos en México, particularmente los organizados bajo la tesis: "mientras más grande sea la mentira, más gente la creerá"); o de la descalificación fulminante desde un solo lado de la estructura comunicativa, en la estirpe de Sharon, Bush y Jorge Castañeda (con perdón de las disminuciones correspondientes, comenzando por el führer hasta concluir con sus más ridículos epónimos, algunos de los cuales vociferan –indigna, histérica y ridículamente–, con bigote o sin él, desde una televisora cercana al Colegio de México).

(Continuará.)

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