La Jornada Semanal,   domingo 19 de enero del 2003        núm. 411
Miguel Ángel Muñoz
entrevista con José Hierro

La poesía ve más que el poeta

En este número celebramos al poeta José Hierro, muerto hace poco en su Madrid de todos los días. En su cronología aparecen los años de la cárcel franquista, las hambres y los trabajos para sobrevivir, la poesía y sus iluminaciones, los viajes, los silencios de la temerosa crítica, las expulsiones, las persecuciones y, al final, los premios y los festejos. En Hierro, la biografía y el trabajo poético se unen para exaltar la vida, olvidar sus contradicciones y vivirla minuto a minuto hasta llegar al punto de decir, como Lope de Vega, “hasta mañana, Noche”.

A Angelines Torres, 
compañera de Pepe por siempre

Hay poetas que, para desmenuzar y profundizar en su pasión por el mundo, necesitan la exaltación de la memoria, el espectáculo del paisaje y la tradición de la cultura. José Hierro (Madrid, España, 1922-2002), fue uno de estos escritores; él, que trasmitió con simplicidad lingüística, como pocos poetas de su generación, ese lenguaje mediterráneo que se resiste a muchos. No es el único escritor español que, en el siglo pasado, se nutrió del paisaje, que con tanta claridad se abandona en el mar, y más allá, a otras tierras. En suma, es la aspiración hacia la unidad poética. Es un fundador.

Cada poema de Hierro recupera la memoria, habita desnudo todos los espacios y construye rincones para que su diálogo interno pueda cumplir todo el ritual de la escritura. Ya Fray Luis de León no se encuentra solitario en su habitación.

A la sombra tendido,
de hiedra y lauro eterno coronado,
puesto el atento oído
al son dulce, acordado,
del plectro sabiamente meneado.
Indudablemente, en estos versos es por donde gravitó más la poesía de Hierro. Pero hay otro modo –dice José Olivio Jiménez– de realizar el prodigio. No invocándolo, no mencionando su posibilidad: haciéndolo, con la palabra, el poema mismo. Su poesía lo separa del mundo, y esa misma realidad lo lleva a descubrir otras: la suya y la de otros. Algunos poetas de la generación de Hierro, como José Ángel Valente, o más cercanos, como Francisco Brines, han hecho del lenguaje materia prima. Pero en Hierro el lenguaje se compacta, rompe con su entorno, y él se convierte en un poeta solitario. Un caso semejante es Valente, pero la poesía de éste es hermética, su discurso poético se centra en el ámbito del ser, de la muerte; la de Hierro se centró en la existencia del poeta en este mundo, en un tiempo y espacio determinados. Aunque en ambos, más que reflexión, hay meditación poética.

La obra de Hierro ocupa ya un lugar clave en la poesía de lengua española del último medio siglo. En 1947 aparece su primer libro, Tierra sin nosotros, y gana el premio Adonáis de poesía con Alegría. En esos años Hierrro ya declaraba los síntomas de apagamiento de su voz. En el prólogo que encabeza su tercera entrega, Con las piedras, con el viento... (1950), afirmaba que "la poesía es realmente esa llama que vive en quien sabe alimentarla durante toda una vida, y sospecho que en mí se va apagando". La aparición en 1964 del Libro de las alucinaciones, no sólo desmintió esa profecía, sino que abrió las esclusas de un tipo de escritura visionaria de escasas conexiones con el entorno.

Su lenguaje a partir de ese momento es un continuo proceso de enriquecimiento lingüístico y densidad expresiva. Desde un principio, sin embargo, aunque cada vez transitado en su obra reciente, se le abre otro camino poético: el de las alucinaciones. Y entonces, como dice el mismo Hierro, "todo aparece envuelto en niebla". Quizá el más claro ejemplo es su poemario Cuaderno de Nueva York (Editorial Hiperión,1998), en el cual establece un diálogo múltiple con la ciudad: personajes, calles, héroes, pesadillas que se entrelazan en un mismo espacio y tiempo. Cuando se editó este libro, Hierro tenía setenta y seis años, se dice que una edad de claudicante en retirada para comenzar nuevas aventuras. El tópico de que la poesía se acopla mejor con las exacerbaciones juveniles es detenido en la obra de poetas como T.S. Eliot, Juan Ramón Jiménez, Wallace Stevens, W.B. Yeats, y desde luego, en Hierro. Cuaderno de Nueva York es, después del Libro de las alucinaciones, su mejor obra poética, pues ambas suponen una invención considerable a cuyos derroteros estéticos se ha plegado después en toda su poesía. En estos libros se percibe palmariamente el universo mayor de un poeta también mayor que ahora, para desolación de sus amigos, se nos ha ido.

José Hierro fue puente entre la primera generación de posguerra y la de los Cincuenta, obtuvo todos los premios posibles en el mundo de las letras: el Cervantes de Literatura, el Nacional de Poesía en España, el de las Letras Españolas, el Reina Sofía de Poesía y el Príncipe de Asturias, entre muchos otros. Hierro nos dio su voz, y ahora, como mínimo homenaje, le doy la voz al poeta en este fragmento de entrevista, que es parte de las muchas que hicimos juntos durante más de cinco años en múltiples momentos. La idea de libertad es la de la poesía, y ahora la compartimos.

–¿Cómo dialoga con el lenguaje, de qué manera inventa formas y nos revela un mundo mágico? Lo pregunto, pues está a punto de cumplir los ochenta años de vida, y su poesía sigue igual de mágica que en un principio.

–Bueno, uno dialoga siempre con el lenguaje, lo crea y en momentos lo renueva. El poeta es obra y artíficie de su tiempo. El signo del nuestro es colectivo y social. La poesía es la búsqueda del conocimiento por la palabra; esto es un acto o método de iluminación interior.

–En Cuaderno de Nueva York, que tantos premios le ha merecido, se pregunta: "quién soy, si soy, qué hago yo aquí". ¿Cuáles son los caminos poéticos de José Hierro?

–Camino siempre los mismos sitios. Nueva York es el fondo de ese libro que mencionas, pero no hay en él un descubrimiento o revelación, sino un pensamiento de país o de su cultura, y eso lo desarrollas. Hay una cosa estúpida que la gente siempre asocia y es el poeta de Nueva York de Lorca; pero lo mío es otra cosa muy diferente. Antes que Lorca lo hizo también Juan Ramón Jiménez. Pero bueno, esas son cosas que no importan, mi cuaderno busca lo que es afín, nunca viajé tratando de encontrar lo exótico, sino lo próximo. La poesía ve más que el poeta, aunque el poeta trata de fundirse con la naturaleza, de llegar a la esencia de los elementos. La poesía se pierde en los límites del tiempo y del espacio. Ambos son la misma cosa, pero por momentos nunca se encuentran y ese acto enriquece la idea del poeta y de la poesía.

–¿Cuál es la meditación del lenguaje en su obra?

–Lo principal es poner la palabra en su sitio. Pero, ¿cuál es su sitio? Un culo siempre tiene su definición, y no hay otra palabra que pueda sustituirla. El lenguaje es una labor de búsqueda, una unión de poeta y palabra que crea un puente entre instante y eternidad; siendo sin tiempo los dos, coinciden en un punto de llegada. Al igual que Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado, la poesía es para mí lo que otros no pueden decir, que es una consecuencia expresiva de una realidad propia.

–¿Cree que la purificación del lenguaje perjudica o beneficia al acto poético?

–No creo mucho en la purificación del lenguaje como tal, sino en el enriquecimiento y precisión del mismo. Eso de purificar la lengua es una puñeta de los académicos y demás escritores que cuando escriben piensan que pulen nuestro idioma. El mestizaje es lo que nos enriquece, de lo contrario sería de una indolencia asquerosa. Cuando hablo de cierto desarrollo de mi poesía me estoy refiriendo al enriquecimiento del lenguaje. Hablo de lo citidiano. La palabra poética es abierta frente a otras, como podría ser la ciencia, que es muy cerrada en su sentido lingüístico. Si nombro la palabra estación, se convierte en un signo cotidiano cerrado. Pero cuando la llevo al poema no es así, se transforma totalmente, adquiere otro sentido, y es ahí cuando el lenguaje se abre, se pule, se convierte en algo colectivo. No hay palabras puras o impuras, todas son lo mismo: un lenguaje universal.

–Entonces, ¿la palabra es la búsqueda de otros significados?

–Desde luego, es una expresión de multiplicar nuestras ideas. Yo lo he aprendido porque me lo ha enseñado mi experiencia poética. Nunca me lo he propuesto como tal. Juan Ramón Jiménez es un gran poeta, llega lejos, descubre y transforma el lenguaje de su tiempo. Eso es un acto de admiración total. Por esos caminos tiene que transitar uno, y experimentar la fusión con los signos o códigos poéticos, como dicen los críticos actuales.

–¿Hay cambios de matiz dentro del poema al encontrar muchas voces personales?

–La relectura te obliga a engrandecer el poema, es un acto de búsqueda creativa. Al leer el poema lo haces nacer de nuevo, le estás dando un nuevo sentido. Hay que encontrar la palabra precisa parta situarnos más cerca de una expresión única, que es la inmediatez de la realidad, tanto como el poeta dice su propia historia como cuando necesita comunicar su categoria verbal.

–¿Se trata de recuperar la memoria en el instante preciso?

–Sí, y eso me lleva a una relación distinta con la poesía, plena en cierto sentido: las palabras serían la culminación de recuperar la memoria. Todo esto coincide con el cambio personal en mi escritura. Estos procesos hay que entenderlos dentro de un marco evolutivo en dos sentidos: espiritual y escritural. En ambos hay que guardar las distancias, pero también los dos son únicos y compartidos. Uno mismo observa cuando escribe y se pierde en recuperar lo perdido. Tal vez lo importante es darle corporeidad verbal al poema, que es un modo de darle fijación a los aires transitorios que te rodean y que te definen.

–En libros como Cuanto sé de mí, Libro de las alucinaciones o Cuaderno de Nueva York el tiempo se erige en centro temático. ¿Considera que ese hilo conductor de su poesía tiene carácter de enigma?

–No lo sé. Creo que detrás de cada texto el lector tiene que encontrar algo, de lo contrario mejor hay que dedicarse a puñetear por la vida. La poesía es una relación entre instante y realidad. Es un acto posbélico de los sentidos, un continuo de enriquecimiento artístico y densidad expresiva.

–¿Es ese camino una búsqueda en sí misma o es luchar contra la creación?

–No creo que sea algo que uno busca, sino más bien es un hecho que llega solo. La obra tiene que gravitar sobre una tradición, que el lector atento puede ir observando al paso de los años. La experiencia poética no tiene límites. Sólo la palabra puede, en efecto, ofrecernos un alimento distinto en la actualidad y, con ella, escuchar la voz del propio lenguaje, la carne de las palabras. Cuando el poeta corrige, va encontrando la fuerza mágica del lenguaje. Hay que inventar palabras necesarias.

–Recuerdo todavía con sorpresa el discurso de aceptación del Premio Cervantes, donde hablaba de un mito sin padre. ¿Cuál es el mito sin padre del Quijote?

–La creación del Quijote no entendió a su padre. Para Unamuno, siempre a contracorriente, provocador, Cervantes es una criatura del Quijote. "Cada uno es hijo de sus obras", recordó alguna vez. Y al llegar a este punto creo que empiezo a comprender el papel que Azorín puede interpretar en esta disparatada comedia. Porque Azorín, buen lector por buen escritor, afirma que "el Quijote no lo escribió Cervantes, sino la posteridad".

–Pero en el sistema estético de esta obra hay muchas resonancias poéticas que hacen accesible su visión del mundo al lector. ¿Cree que el Quijote tiene una fuerza de impregnación popular única?

–El sistema del poema, recordé antes, consiste en hacer accesible a la razón lo que, en su origen, es la música errante que ha de encadenarse al pentagrama, lo que le permitirá ser interpretada y, en consecuencia, hacerse audible para todos, aunque no sepan nada acerca de la música. ¿Cómo podemos poner en marcha un coche sin conocer lo más elemental de mecánica? Eso mismo pasa con el Quijote. Sólo él ascendió a la categoría de mito, avanzando a tientas, a golpes de digresión, buscando algo que no sé qué es, y que tal vez nunca sabré.

–Creo que entre José Hierro y el Quijote hay una similitud clave: ambos son artífices de su tiempo. ¿Cómo se siente usted?

–Bueno, creo que me quieres demasiado. Pues, bueno... Pero tienes razón; ambos trabajamos en un mismo tiempo que es la literatura, y creamos en un lenguaje universal: la poesía.