Jornada Semanal, domingo 19 de enero  de 2003           núm. 411

GERMAINE GÓMEZ HARO

TRASLACIONES IBERO-MEXICANAS

Gabriel Orozco, Naranja sin espacio, 1993Con motivo del vigesimoquinto aniversario del restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre México y España se organizó la exposición Traslaciones, España-México, pintura y escultura, 1977-2002, inaugurada el pasado mes de julio en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, y actualmente en exhibición en el Palacio de Correos de nuestra capital. La muestra, comisariada por Miguel Cervantes, reúne el trabajo de trece artistas de ambos países, cuya obra ha sobresalido durante el pasado cuarto de siglo. El primer acierto a señalar en esta exposición es la acuciosa selección de los participantes, tomando en cuenta la prolijidad de creadores reconocidos que destellan en ambas latitudes. Miguel Cervantes demuestra, una vez más, sus magníficas dotes de curador y museógrafo, derivadas de su amplísima cultura visual. Lejos de ser un despliegue megalómano, como a veces resultan los eventos oficiales, esta muestra se caracteriza por su armonía, sobriedad y atinada elección de obras.

Rufino Tamayo, El reloj olvidado, 1986A decir de Miguel Cervantes, Traslaciones "propone recrear similitudes y diferencias" entre los artistas mexicanos y españoles, pero, más que una confrontación de estilos y lenguajes, la obra aquí reunida plantea la existencia de una red de concomitancias que el espectador va descubriendo a través de un guión museográfico basado, principalmente, en las calidades plásticas de las piezas. El recorrido da inicio con unas espléndidas pinturas de Miró que propician un diálogo lúdico con las esculturas de Juan Soriano, especialmente La luna (2002), obra misteriosa que se emparienta por azares de la creación con una pintura en blanco y negro (Sin título, 1976-78) del mallorquín. De Rufino Tamayo llama fuertemente la atención El reloj olvidado (1986), obra misteriosa y poco conocida que remite directamente a su trabajo realizado en la década de los treinta. Las cuatro piezas del oaxaqueño confirman la originalidad de su creación dentro del panorama tanto nacional como internacional. Dos artistas que destellan como estrellas que se apartan de la constelación son el realista español Antonio López García y la última representante del surrealismo europeo en México, Leonora Carrington. De Antonio López me emociona ver por vez primera su multirreproducida obra La Gran Vía, impresionante lienzo que está acompañado por un finísimo dibujo a lápiz titulado Membrillero de poniente 3, que hace recordar la inolvidable película de Víctor Erice –El sol del membrillo– en la que el pintor español muestra magistralmente los entresijos de su apasionante poética pictórica.

La sala dedicada a la pintura abstracta da cuenta de la frescura que estos artistas, iniciados en los años cincuenta, han conservado a lo largo de las décadas siguientes. Aquí convive el español Pablo Palazuelo con Vicente Rojo, Manuel Felguérez y Gunther Gerszo. Si bien estas pinturas se hilvanan por su carácter no figurativo, se hace patente que el lenguaje abstracto, ya sea geométrico o informal, posibilita un sinfín de exploraciones plásticas que estos representantes han llevado a sus últimas consecuencias. 

Dos salas, en particular, me parecieron de una exquisitez sublime: la que reúne a Tápies, Chillida y Toledo, y en la que se presentan José Luis Cuevas y Antonio Saura. La primera es un homenaje al gusto por la materia, ejemplificado por los tres collages monumentales del catalán –miden más de dos metros de superficie– colocados al lado de La cangrejera, el portentoso lienzo realizado por nuestro maestro oaxaqueño para el Club de Industriales. Es una oportunidad poder admirar esta pintura fuera de su ubicación permanente donde, a mi parecer, no se consigue apreciar el derroche de detalles, esgrafiados y calidades cromáticas y matéricas que la conforman. A un costado de esta apabullante pintura, Cervantes colocó estratégicamente otra obra de Toledo que se antoja como su contraparte. Se trata de una pieza de pequeño formato, ejecutada sobre papel recortado, finamente dibujado al gouache y decorado con aplicaciones de mica, que da la idea de un mosaico sutilmente ensamblado, y es ejemplo de las infinitas exploraciones técnicas y matéricas que sigue llevando a cabo el polémico oaxaqueño. En el centro de la sala, cuatro esculturas de Chillida realizadas en diferentes materiales –alabastro, tierra cocida y acero– muestran, en su elegancia y sobriedad, otro aspecto de la pasión por la materia.

Cuevas y Saura comparten el gusto por los mundos soterrados y los une su admiración a Goya y a todo ese universo umbrío conocido como el tenebrismo español. Su creación coincide en la utilización de grises y negros, colores asociados a la melancolía, como vía idónea para representar a los seres marginados y dolientes que pueblan sus universos pictóricos.

La sala de mayores dimensiones reúne al resto de los artistas, y su distribución museográfica probablemente significó un dolor de cabeza para el curador. Sin embargo, el reto se resolvió favorablemente. El recorrido se percibe como una cadena formada por eslabones aparentemente disímbolos que se van enlazando sutilmente hasta formar un rico compendio de diversidades. Aquí destacan las asociaciones libres: el humor negro y transgresor de creadores rebeldes como Gironella, Eduardo Arroyo y Julio Galán se contrapone a la poética posmoderna de Boris Viskin y al lenguaje de reminiscencia neomexicanista de Rocío Maldonado. Una figura aislada es el catalán Miquel Barceló, cuyos fenomenales lienzos son, a mi juicio, de las piezas más atractivas e imponentes del conjunto. Las abstracciones de José Manuel Broto y Luis Gordillo entablan un diálogo entre sí, en tanto que Frederic Amat, notable pintor que fusiona brillos y opacidades, en superficies tersas y texturas ásperas, convive con las esculturas postconceptuales de Juan Muñoz y Cristina Iglesias, que se enlazan con las creaciones lúdicas y poéticas del más joven y célebre participante mexicano: Gabriel Orozco. 

Además de brindarnos la oportunidad de ver en nuestro país obras maestras muy selectas, algunas de ellas provenientes de colecciones particulares, una exhibición heterogénea como Traslaciones muestra que el denominador común en el lenguaje pictórico y escultórico de los últimos veinticinco años es, ante todo, la pluralidad.