La Jornada Semanal, 12 de enero del 2003                 410

 N O V E L A


ÉLMER POLIFÓNICO

JORGE MOCH

Élmer Mendoza,
El amante de Janis Joplin,
Tusquets,
México, 2001.

Una de las aspiraciones de todo escritor –y para el caso, de cualquier creador artístico pero particularmente del narrador– es el artificio de la alteridad, poder jugar con masilla adánica –que juego es, aunque si solemne o no ya es cosa de qué tanto quiere jugar el escritor, porque hay quien aún se solaza en el aburrimiento–, construir los seres que habrán de poblar el mundo y así llegar, como dios, a dominar el arte de la creación del otro, o sea que los escritores solemos ser terriblemente arrogantes, porque nos constituimos en hacedores de mundos. Pero siendo la literatura, como señala Ernesto Sábato cuando pelea con Robbe-Grillet, el arte más parecida al pensamiento puro, esa soberbia adopta una vena amable en tanto mero ejercicio de creación. Malo que se quede el escritor a contemplar su obra, como aquel dios que al séptimo día se dio por satisfecho y se echó a dormir, el muy inconsecuente, por el resto de sus días. Plausible en cambio, que el escritor habiéndonos entregado su relato, vuele a otros huecos de la nada para seguir inventando nuevos mundos toda vez que los ya creados han dejado de ser suyos y están allí, al alcance de nuestras manos para ser arrebatados. Y si tiene el escritor esta facultad o fortuna o maldición de seguir inventando tanto como le sople al rostro la musa, creando seres o recreando los que va tomando del entorno, habrá que acordar otra vez con Sábato cuando señala que precisamente uno de los valores fundamentales de la literatura radica en que la fantasía del autor, la más de las veces, refleja de manera más comprensible la realidad que se nos va de los dedos todos los días, porque a ella pertenecemos. Allí está, latente y vivo, el cogollo de este oficio.

Magnífico creador de personajes y pródigo dador de voces, Élmer Mendoza (Culiacán, 1949), a quien se incluye de manera un tanto arbitraria y tal vez apenas geográfica en el falansterio autoral mexicano del crack junto con Pedro Ángel Palau, Eduardo Antonio Parra, Ana Clavel, Mario González Suárez, David Toscana, Mauricio Montiel o Jorge Volpi y que más que un movimiento literario ha dado muestras de ser una afortunada panspermia, se convierte en el dios cruel de los mundos que crea y obliga al lector a hacerse su cómplice: nunca se deja de mirar al hombre con socarronería divina, porque Mendoza es un refinado artífice de humor tan negro como el porvenir de sus antihéroes, a los que la vida regala en dosis no siempre salomónicamente repartidas almíbar y acíbar para después, casi arañando la gloria, sumergirlos en un pozo de infortunio espeso e impepinable, y así en un periplo de ritmos frenéticos y sincopados, de la cresta al valle como un electrocardiograma de doña Oligofrenia. No es gratuito, desde luego, que ese vapuleo descarnado de la narrativa de Mendoza abreve del entorno mexicano y su idiosincrática injusticia social, de la efímera, espumante y frágil holgura del narcotráfico y de esa imprevisible, contracultural violencia que el tráfico de estupefacientes engendra y lleva hasta vértices imposibles de graficar porque las cimas de la curva cortan como vidrios. No es fortuito que Federico Campbell o Arturo Pérez-Reverte ponderen la novelística de Élmer Mendoza como uno de los más frescos, fehacientes, comprometidos y feraces reflejos del bajo mundo mexicano, el de las capillas al patrono de los contrabandistas de goma de opio y coca y mariguana, el Santo Malverde; mundo de narco corridos y esclavas y torzales de oro y cuernos de chivo con el caño al rojo y torturados y torturadores, expertos policiacos en el manejo de la picana, el tehuacán con chile, el delirante suplicio físico de las golpizas que nunca parecen terminar.

En El amante de Janis Joplin (Tusquets Editores, 2001) el héroe que no es héroe nunca supo de dónde llegaron los madrazos que le va poniendo la vida, nomás los va sorteando como bien puede, y a pesar de su ignorancia, de su herencia social de marginalidad y de materialmente estarse todo el tiempo cagando de miedo, en unos pocos meses vive experiencias alucinantes, extáticas y aterradoras que se van sucediendo unas a otras sin orden aparente y con un ritmo enloquecedor, pero todo está perfectamente calculado por el dios Mendoza, que mira a sus criaturas, creo que sonriente porque los sobresaltos distan de terminar, cómo se debaten entre la gloria y la inmundicia. David el Tontolón serrano, buen trabajador del aserradero, el que en pleno giro de polca se viene en los pantalones y se queda así, con su gesto de idiota en la cara y el lamparón delator en la entrepierna, dientón, la bocota abierta, resulta ser un lanzador nato al que van a contratar los Dodgers de Los Angeles cuando acaba de bajar de su natal Chacala hacia Culiacán porque por culpa de ese brazo endiablado suyo tuvo que poner pies en polvorosa. Luego será "el único mexicano que mató a la reina blanca", porque habiéndose perdido en un barrio de Los Angeles, terminará dándose un revolcón de ocho deliciosos minutos con la mismísima Janis Joplin. David será lerdo, pero Élmer Huitzilopochtli le ha concedido, sañoso, un atractivo irresistible para las mujeres. Allí su bienaventuranza y su mayor desespero.

Élmer Mendoza construye esta novela con gramática exigente, abusiva de las comas como Saramago y sobre un lenguaje deliciosamente coloquial, el de los guachos, los gomeros y sus mulas, la plebe, pues: lenguaje de los que tienen redaños. De trama bien estructurada y ritmo trepidante donde Mendoza obtiene fácilmente el efecto de saturación que nos obliga a compartir la ansiedad de David el Tontoleco, El amante de Janis Joplin guarda sin embargo algunas sorpresas para el final, inopinadas como bofetadas. Dios sabe que cuando la trama fascina, entre más se coman ansias, mejor. Mendoza ha dipuesto que en su novela todas las voces exhiban esa premura por vivir, por saber qué y para qué, o por matar en un arrebato de cólera de los que ciegan cualquier otro impulso. Mendoza nos arroja a la cara, por conducto de sus personajes, del comandante perjudicial Mascareño, de los repugnantes, chauvinistas hermanos Castro, que el odio también vence al amor y que el castigo divino es una patraña que ni en las novelas. A ver quién se atreve a mirar la algarabía de lejos sin meterse con esos personajes; a ver quién logra meter orden y evitar que sean esas voces las que lo tomen a uno por asalto •