Jornada Semanal, domingo 12 de enero del 2003        núm. 410

ALGO SOBRE EL MALESTAR DE LA CULTURA (I de II)

Decía Novalis que “el problema supremo de la cultura consiste en hacerse dueño del propio yo trascendental, en ser, al mismo tiempo, el yo del yo propio. Sin un perfecto conocimiento de nosotros mismos no podemos conocer verdaderamente a los demás”. Hay en esta frase, de estirpe socrática, un principio de igualdad que nos inclina a ver a los otros como nuestros iguales y nunca como esclavos o enemigos. Se opone a estos principios la mentalidad puritana que teme a la otredad. El puritano puede hablar con la divinidad, con el mismo o con aquellos con los cuales comparte su mentalidad y su visión del mundo. Los otros son siempre enemigos reales o potenciales (veamos el caso del señor Bush y los musulmanes) a los cuales hay que convertir a la mentalidad puritana. Sólo así dejan de ser peligrosos. El puritano es el que dicta las reglas y se erige en dueño de la verdad. De estos desórdenes morales que enferman a la sociedad en su conjunto y a los ciudadanos en lo particular se desprende la convicción de que es la igualdad la base y la razón histórica del pensamiento democrático. En esto insistían Sócrates, Platón, Pericles, Licurgo, Demóstenes, Esquines y otros pensadores del mundo griego que establecieron el imperio de la ley, la convivencia pacífica y la tolerancia como elementos fundamentales de la vida en sociedad (la situación de las mujeres y de los esclavos contradecían palmariamente esos principios). En el centro de este proyecto de convivencia estaba la educación, la paideia platónica, que no sólo era la forma principal de la socialización sino el camino hacia la virtud, hacia el perfeccionamiento de lo humano y el apogeo de la mente filosófica.

Estamos hablando de una cultura para la vida, no de una erudición vana que se limita a almacenar datos y convierte al hombre en un recipiente de nociones inconexas, de hechos en bruto, produciendo lo que Romain Rolland llamaba “un intelectualismo cansino e incoloro”. La cultura exige organización, disciplina del yo interior, apoderamiento de la personalidad propia, conquista de una conciencia superior, solidaridad, respeto por el otro, cumplimiento de los deberes, exigencia de respeto a los derechos, en fin, la noción del hombre y de su espíritu como una creación histórica más que como una fuerza de la naturaleza, tal y como lo proponía Carlos Marx.

Toda revolución, y muy especialmente, la francesa, es precedida por un trabajo de crítica, de penetración cultural. Así, Marcuse observa a la Ilustración y a la Enciclopedia como antecedentes del movimiento revolucionario. Voltaire, Rousseau, D’Alembert y Diderot fueron los autores de esa obra de crítica social que devino una reforma presidida por los emblemas de la diosa razón: la libertad, la igualdad y la fraternidad. Estos acontecimientos morales y políticos se inscribieron en el proceso de cambio cultural y confirmaron la idea de la historia concebida como una cadena de esfuerzos del hombre por liberarse de los privilegios, los prejuicios y las idolatrías (Voltaire dixit).

La Escuela de Frankfurt, presidida por Benjamin, Adorno y Marcuse y bajo la sombra viva de Freud y de su obra que constituye una cosmovisión, El malestar de la cultura, revivió la idea de que el sentimiento de culpa jugó un papel decisivo en el desarrollo de la civilización y en la noción de progreso.

Estas ideas adquieren una actualidad sorprendente en medio de las contradicciones que han propiciado el actual desorden moral, el caos social y el retroceso antropológico que han ido formando el rostro de este principio de siglo. Es incontenible el progreso de la tecnología ligada a la sociedad de consumo y al capitalismo salvaje (recientemente, Karl Popper pidió que se detuvieran por un tiempo prudente las investigaciones en materia de tecnología aplicada, pues el mundo está necesitado de un momento de respiro y el sueño tecnocrático produce día con día más grandes y más terribles monstruos) y, mientras la cibernética acelera el proceso de obsolescencia de sus constantes inventos, el terrorismo, el hambre, la extrema desigualdad, el terrorismo de Estado, la prepotencia imperial, la demagogia, la fatiga y el miedo multiforme causan el retroceso antropológico que debe obligarnos a gestionar nuevas formas de convivencia y a relegar en el desván de los fracasos históricos al proyecto neoliberal, a sus marrullerías empresariales y a sus farsas benefactoras que intentan remplazar las exigencias de la justicia social. 

(Continuará.)
 

HUGO GUTIÉRREZ VEGA
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