Jornada Semanal,  12 de enero de 2003         núm. 410 

ANA GARCÍA BERGUA

EL ENIGMA DE LOS LIBROS VIRGENCITOS

¿Se acuerdan del acto de desvirgar libros? Era cosa de mucha paciencia y cortaplumas para ir separando los pliegos sin cortar, como una preparación espiritual para la lectura. Todavía me pasa a veces que me topo con un libro de ésos en alguna librería de viejo, y es maravilloso el rato que paso cortando las páginas una por una: un rato largo, de mucha aplicación y meditación, como la de los niños que hacen su tarea escolar. Eso sí que era bonito; añadía placer a la lectura, y a nadie le importaba no poder hojear el libro de antemano, pues era como si a uno se lo hubieran entregado en sobre cerrado, con dedicatoria especial: sólo faltaban el nombre, la dirección y unos timbres. En cambio, estos plásticos con que los recubren ahora para que uno no vea su contenido en librerías es muy raro y desagradable, aunque eso sí, va muy de acuerdo con nuestra era, pues con ese plasticucho parece que los libros traen condón. 

Yo quisiera imaginar qué pensó el que decidió cubrir con plásticos los libros; ni siquiera sé si fue mexicano o de Iowa. Quizá fue una especie de jefe de mercadotecnia un poco raro y perverso, miembro de una secta puritana que, al ver a los clientes de las librerías hojear los libros, pensó que de veras les estaban contagiando alguna enfermedad incurable, transmisible mediante la lectura ávida e impúdica que no espera a llegar a la casa. O tal vez el amo de la idea, una persona que anteriormente había trabajado en supermercados, temió que, al hojearlos, los potenciales compradores se los estuvieran ya acabando, como si, conforme siguieran las líneas, éstas fuesen desapareciendo y dejando en blanco el contenido para el comprador siguiente. Vamos, como cuando uno se toma un jugo en el supermercado y luego olvida pagarlo (sólo me pasó una vez, no se crean). Por eso algunas librerías dejan algunos ejemplares abiertos de algunos libros para que uno los hojee más o menos a placer, como cuando le regalan a uno una probadita de jamón en la salchichonería: "pruebe éste de García Márquez a cuarenta y ocho pesos el kilo: está de rechupete y es bajo en sales". Y bueno, uno lo prueba y lo compra, claro, cuando tiene con qué, pero hay algo inducido en el ejemplar destapado: la prueba está en que el ejemplar que uno se lleva a su casa es uno con plástico, más vale, no nos vayamos a contagiar. Yo por esa estúpida precaución sanitaria me he comprado unos cuentos de Henry James que traen una página en blanco; y eso que así, tapadito con su preservativo, nadie se la pudo haber comido antes que yo (a menos que, claro, el muy zorro libro me haya engañado antes con otra).

Pero volviendo a la causa por la que alguien decidió que comprásemos libros emplasticados, la tesis más común, la de que con el plástico se les preserva del maltrato, es la que menos verosímil me parece, pues ¿cuánto o cómo se puede hojear un libro para que quede verdaderamente maltratado, imposible de ser vendido después? Se necesita ser un pésimo hojeador, un hojeador inexperto que jamás de los jamases haya tenido un libro entre las manos. Y lo peor de todo es que cuando el libro se maltrata de veras es cuando uno pretende abrir el mentado plástico: ni con las uñas, ni con cuchillo, ni con tijeras se puede romper aquella coraza que, estoy segura, debe ser buenísima para evitar embarazos y contagios venéreos, y mientras lucha uno contra ella, el libro se dobla, se tuerce, se arruga, pero eso ya sólo le pasa a uno por querer leerlo. Y ya no digamos las revistas.

Lo que no entienden quienes inventaron tan feo método es que hojear los libros aumenta el deseo de obtenerlos cuando son buenos; la lectura por encimita que hace uno en la librería es, a fin de cuentas, una labor de seducción: ¿cuántas veces no pasa que las primeras líneas de una novela bastan para querer continuar?, ¿o cuántas no sucede que una pagina leída al azar nos produce lo equivalente a un encantamiento?

Se darán cuenta ustedes de que, al estar vedada esa seducción digamos, legal, del libro por sí mismo, a causa del frustrante plástico, las cuartas de forros se han vuelto últimamente muy descocadas, francamente cínicas y ofrecidas, y luego no corresponden a lo que hay adentro, decepción que uno sólo puede experimentar en casa, tras haber deshecho el libro con las uñas. 

Quizá en un par de siglos los libros estarán entrenados para no irse con quien no haya pagado por ellos, y se aprieten solos cuando uno trate de abrirlos en la librería; quizá hasta griten pidiendo auxilio y llamen a la policía. Cuando menos será más interesante y ameno (y humano) que luchar contra un pedazo de plástico, cosa que a veces hacen los perros, con mejor suerte y mayor satisfacción.

Posdata: ¡Cuántas cosas pasaron este año que pasó! Aquí a su servidora de ustedes y a su familia de ustedes nos llovió tupido y quedamos algo fatigados, pero eso no nos impide manifestar nuestros mejores deseos para todos ustedes en este 2003 que empieza: salud, paz, prosperidad y amor.