Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 12 de enero de 2003
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Política
Guillermo Almeyra

Irak y la democracia

Hasta 1958 la monarquía y la oligarquía de Irak eran los principales aliados de Estados Unidos en la región y el eje del Pacto de Bagdad, creado en 1955 y que, junto con otros dispositivos, como la OTAN, pretendía establecer un círculo de alianzas militares contra la URSS y la revolución colonial. Irak había respondido a la creación de la República Arabe Unida (Siria, gobernada por el partido nacionalista socialista Baas, y Egipto, gobernado por el nacionalismo de Nasser) formando la llamada Federación Arabe mediante la alianza de las dos monarquías de dinastía hachemita (Jordania e Irak).

Esos son los antecedentes proimperialistas de los aliados actuales de Estados Unidos en la oposición iraquí. En 1958 el general Kassem liquidó la monarquía y, aliado a los comunistas, implantó la república, enfrentando al imperialismo. Un sangriento golpe de Estado baasista de derecha, dirigido por el coronel Abel Salam Aref, derribó a Kassem, asesinó a miles de nacionalistas y de comunistas y reprimió a los kurdos. La extrema derecha baasista tomó el poder en 1968 y puso como jefe de Estado al general Hassan el Bakr, quien en 1979 dejó el poder del Estado y del partido Baas a su segundo, Saddam Hussein, profundamente anticomunista, a pesar de las relaciones estrechas del Estado con Moscú.

Saddam unió las purgas sangrientas en el Baas a la feroz represión de kurdos y comunistas y su política se orientó cada vez más a servir de escudo en la región a Estados Unidos (que temía los efectos de la invasión soviética de Afganistán y de la revolución islámica de enero de 1979 en Irán). Estados Unidos ni se inmutó cuando Saddam lanzó gases venenosos contra los kurdos (Donald Rumsfeld estaba entonces en Bagdad) y armó a Saddam para una terrible y sangrienta guerra de ocho años contra Irán. Saddam, en efecto, era su escudo contra los plebeyos chiítas y el apoyo de Washington y de Arabia Saudita y las monarquías del Golfo fue por eso incesante. La dictadura del ahora demonio de Bagdad fue creada y sostenida por Estados Unidos, que recién descubre que existe cuando la desaparición del peligro para los imperialistas representado por la Unión Soviética puso en primer plano para Washington la conquista directa del petróleo. Así le tendió a Saddam Hussein la trampa de la invasión de Kuwait y cuando el dictador iraquí, alentado por la embajadora estadunidense, cayó en ella, Estados Unidos organizó la Guerra del Golfo para matar tres pájaros de un tiro: unir bajo su mando a los países árabes, someter a las potencias europeas y a Rusia y conquistar el monopolio de de los hidrocarburos de la región.

Hasta aquí la historia y el retrato de los personajes: Saddam Hussein es un monstruo, pero fue creado y defendido por Washington. Y los opositores de derecha, monárquicos o baasistas, están lejos de ser demócratas mientras los líderes kurdos Barzani o Talebani están comprometidos por sus alianzas con los peores regímenes represores. Eso pone en una luz aún más cruda las propuestas de Estados Unidos para el post-Saddam Hussein.

En primer lugar la concepción de la responsabilidad colectiva de todo un pueblo por lo que hace su gobierno es una idea fascista. Es criminal atacar a Irak (o a Yugoslavia, Siria o el país que sea) porque al gobierno de Estados Unidos no le gustan ahora gobiernos que antes fueron sus aliados. Es aún más criminal proponer desmembrar un país como Irak en tres (el sur, con Basora como capital, mayoritariamente chiíta y con una minoría cristiana de rito caldeo; Bagdad y la zona árabe de fe sunnita, y por último el Kurdistán) sólo para quedarse con el petróleo del mismo y, tras un breve aumento del precio de ese combustible, bajarlo al máximo para acabar con la OPEP, hacer volver la situación a los primeros años de la década de los 70, reanimar la economía de Estados Unidos reduciendo la factura por la importación de crudo y hundir la economía de la segunda potencia nuclear (Rusia), que depende del precio del gas y del petróleo.

Las propuestas políticas, a su vez, son triplemente criminales: una consiste, según la prensa importante de Estados Unidos, en nombrar un gobernador militar -un virrey- estadunidense, como MacArthur, el que gobernó al vencido Japón; otra en agregar a este virrey militar un administrador civil, con un gobierno escogido por Estados Unidos entre sus actuales sirvientes nativos y los de los ingleses; la tercera es imponer, como en Afganistán, un gobierno de transición que una a todos los grupos, enfrentados entre sí, de la oposición a Saddam. En cualquiera de los tres casos se trata de la violación más evidente de los derechos de las naciones, pues nadie puede nombrar los gobernantes de otro país e imponerlos por la fuerza sin cometer un violento acto de piratería que equivaldría a la condena a muerte de la propia ONU y de la soberanía de todos los países del mundo. La guerra contra Irak y estas monstruosas propuestas del equipo de petroleros y armamentistas que rodea a George W. Bush deben generar de inmediato la oposición activa de los pueblos y de los gobiernos cuya independencia pasaría a depender simplemente de lo que diga la CIA o decida el Pentágono.

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