La Jornada Semanal,   domingo 5 de enero de 2003        núm. 409
Tres historias

Con los ojos mojados

Ligia Donají Ramos Soto

Manuel Velázquez, Sin títuloObservé con los ojos mojados de luz, cómo tu cuerpo era territorio de suaves dunas. Observé cómo parecías paisaje nuevo bajo el abrazo voluble de la claridad vespertina, que te dibujaba distinto minuto a minuto.

Me perdí en la tersa manía de inmiscuirme en tus cercanías, de inhalarte a través de mis ojos, de poseer de ti las postales instantáneas que la tarde me regalaba, estando tú arrellanado en la lejanía de tus párpados clausurados.

Dormido, en los brazos de un espacio en suspenso, tu espalda era mapa de murmullos, pequeño cielo surcado de claroscuros.

Todo tú, ángel perverso de mágicas alas oscuras.

Animal selvático que trituraba mis pensamientos con caricias afiladas, que despertó dentro de mis entrañas con rugidos eternos, que lamió con cauteloso afán mis paredes internas para marcar su territorio y después invernar, invernar en paz, con la profunda certeza de haberse arraigado en mí de por vida.

Observé cómo un dulce esfuerzo yacía desmayado sobre tu boca entreabierta, cómo tus garras eran laxos brazos que descansaban lejos de mi humedad... y observé... cómo sumido en la inconsciencia podía dejarte atrás con todo y la influencia malsana de tu boca sobre cada uno de mis actos... cómo era de fácil exiliarme en la fuga, para librar la sensatez de los erróneos consejos que la pasión me incrustaba en las sienes, dejándome siempre al extremo contrario del amor...

Y observé de qué manera las manías de tu cuerpo anestesiaban la voluntad de mi cordura, que prefirió esperar hasta que despertaras.


Etérea

Ligia Donají Ramos Soto

Per Anderson, The Marbolous Lithography, 2001Gloriosa... podría entonar un aleluya ante tan magnífica visión. Cabello rojo obsesivo, piel blanca extrema, ojos sumidos en negro delineado que a la vista mutaba a sutil bocanada que la convertía en etérea criatura. Cerveza en mano, solitaria y contemplativa en medio de la bola de entes transitando la madrugada llenos de cerveza y estímulos al por mayor. Quizá es que la cerveza era de ésas de a de veras, amarga y ponedora, o quizá es que ya eran varias las que se empinaba y, a estas alturas, trepaban diestras por su sobriedad casi desmayada; pero ella brillaba, como si un halo blanquecino circundara cada esquina de su piel llena de metal y cuero, como si fuera el rastro luminoso de algún cuerpo celeste que al salir disparado, la hubiera dejado clavada en aquella fiesta, como escultura de hielo, sobresaliendo de todos con la mirada absorta en un sitio indefinido.

Dubitativo, sentía las patadas desesperadas que la urgencia por acortar distancia asestaba certera en su bajo vientre.

Dos tequilas de a hidalgo y una cerveza pasada con prisa amarraron el salto. Cierto, a pocos metros la volátil imagen parecía desdibujarse con el roce del aire. Estáticamente bella, le aguardaba en la distancia. La ruta hacia donde ella se hallaba, con todo y sus pantalones de cuero negro untadísimos, se acortaba con desmesura mientras él trataba de ahuyentar los espasmos de su cuerpo por el nerviosismo, entregando la sobriedad a la Noche Buena que con la mano izquierda vaciaba con urgencia en su garganta.

Su perfil no desmentía, nariz pequeña sin ser diminuta, cabello al rape dejando asomar la frágil delgadez de la nuca, Robert Smith al fondo como broche de oro para el excelso cuadro, perfecto juego de ángulos salientes sus finas facciones, que ahora ya más de cerca perdían delicadeza, si se tomaba en cuenta el pequeño asomo de bigote sobre los pálidos labios...

La criatura voltea y dirige despacio su darketa mirada de andrógino adolescente hacia él, que después de una última patada en el bajo vientre, se dirige con prisa a la barra a conseguir otra chela.


Fin de los tiempos

Enrique Bravo

Carlos Torralba, Sin títuloAquel domingo no amaneció. Nomás no quiso salir el sol y la gente del Puerto se encontró con un mediodía sin gota de luz. Todo en penumbras. Tú no te diste cuenta sino a las tres de la tarde, más o menos, cuando después de varios conatos decidiste por fin levantarte para descubrir que ya no era de noche, pero tampoco de día. El interruptor de la luz (arriba, un poco más a la derecha) no servía, la televisión tampoco; vamos, ni el pinche foquito del refrigerador obedeció cuando abriste la puerta en busca de alguna reconstituyente cerveza. Ni una gota de luz.

Tocaron a la puerta y abriste. Ahí estaban un par de señoras, ellas sí con el rostro radiante, ufanándose de haber tenido la razón, que si era el "Fin de los Tiempos" que habían predicho, que si el Señor... 

–¿Cuál señor? Aquí no vive –y cerraste la puerta.

Y te diste cuenta que algo ocurría en las calles y no tenías la menor idea. Desde la ventana buscaste al periodiquero de la esquina pero, tal vez por la hora o la oscuridad o por todas esas cosas que sucedían, y que no sabías, no lo encontraste. Total que el fin del mundo y tú desconectada. ¿Estarán diciendo algo por la radio? ¿Querrá Dios que alguno de los artefactos del demonio funcione? Sí quiso. 

Por las bocinas de un pequeño aparatito de pilas, de ésos que a veces funcionan como alarma (a veces ni eso), sonaba la voz de un lector de noticias que agradecía la preferencia del público por seguir escuchando su estación favorita, aún en estos momentos... sollozó, nombró a su madre, esposa, hijos y rompió a llorar, qué falta de profesionalismo. Así que buscaste de nuevo en la sintonía. Ni modo que el fin del mundo no sea noticia. Y ahí estaba, una voz femenina, con garra, hablando del fenómeno que ocurría en el planeta entero y que no podía explicar la comunidad científica internacional, pero exhortaba al amable radioauditorio a no desconectarse ya que, a lo largo de la transmisión le estaremos llevando, minuto a minuto, el resultado de las investigaciones que ya se llevan a cabo. Luego, en noticias de interés local, comentó algo sobre los fragmentos de un extraño material que habían aparecido en la orilla de la playa, seguramente producto de un derrame de hidrocarburos, lo cual traería graves daños para la industria pesquera, y esas cosas que seguían sin decirte nada y que te obligaron a dejar la seguridad de tu hogar.

Caminaste por las muchas cuadras, vacías todas, que te separaban del bulevar, para encontrarte, como habías calculado desde el inicio de tu caminar, con los habituales trasnochados que aprovechaban el inesperado alargamiento de la noche para continuar con la juerga. También estaban ahí los ultramarinos de veinticuatro horas los trescientos sesenta y cinco días del año, iluminados pobremente (o románticamente según tu parecer), por la luz de las veladoras.

¿Qué está pasando?, preguntaste al encargado que te vendió una caguama abierta, más cara de lo normal. 

–No sé, acaba de comenzar mi turno.

Así que, aún sin saber lo que ocurría, pero tranquila de saber que todo seguía de la misma manera que la noche anterior, jalaste con tu chela hasta la barda del bulevar, la franqueaste con un brinco para caminar hasta la orilla de la playa, en donde efectivamente se encontraban aquellas lajas de misterioso material. Hojas oscuras de ligerísimo peso, como comprobaste al levantar una de gran tamaño con facilidad, como queriendo encontrar debajo ese secreto que todo mundo comentaba. 

Frunciste el ceño extrañada y te sentaste en la arena, junto a tu caguama. Volteaste al firmamento y no lo encontraste, hasta entonces supiste lo que estaba ocurriendo. El cielo se había caído.

–¡Carajo! Un fin del mundo sin estrellas.