La Jornada Semanal,   domingo 5 de enero de 2003        núm. 409
Roberto Garza Iturbide
contextos

Días de infamia

Por alguna extraña razón, el gobierno de Bush no tomó las medidas necesarias de prevención, ni actuó con la velocidad requerida para desactivar las células terroristas que operaban dentro de su territorio

En el verano de 2001, a la salida de un multicinema de Los Ángeles, California, le pregunté a mi esposa: ¿Por qué estrenar una película de propaganda patriótica en tiempos de paz? "Será porque Bush está obsesionado con el escudo antimisiles", me respondió Tere, con una sonrisa tan contundente como sus palabras. "¿No captas? –continuó–, estos locos quieren poner paranoica a la gente." Luego sacó de su bolsa la primera plana del LA Times y me indicó con el dedo la colorida gráfica de una encuesta cuya tendencia al alza indicaba el apoyo de la población a la iniciativa para desarrollar el escudo espacial antimisiles.

"Ya ves –dijo en tono más alto– desde que estrenaron la película, hace diez días, el apoyo de los gringos va en aumento." Y era cierto. 

Recordemos que desde su campaña electoral, George W. Bush se apropió de la iniciativa antimisiles de Ronald Reagan y, precisamente, en julio de 2001, cuando la cinta Pearl Harbor llevaba unas semanas en cartelera, su proyecto de defensa espacial contaba con el respaldo de la mayoría de los estadunidenses.

La posibilidad de un ataque aéreo en territorio nacional era, antes del 11s, un fantasma escurridizo –incapaz de asustar al más ingenuo de los superhéroes– que vagaba en la psique colectiva gringa desde aquel trágico 7 de diciembre de 1941, cuando las fuerzas japonesas bombardearon Pearl Harbor. Sin embargo, durante todo 2001 la administración Bush puso especial énfasis en sacar del baúl de los temores históricos la posibilidad de otro "día de la infamia".

Durante los meses previos a septiembre de 2001, los tentáculos propagandísticos de la Casa Blanca, comandados por el asesor Karl Rove, sacudieron la neurona del miedo en el ámbito doméstico, para lo cual Washington se valió de los principales sistemas de propaganda oficial: la televisión y el cine. El mito de la invulnerabilidad comenzaba a desdibujarse en las maleables mentes de los millones de consumidores de productos audiovisuales. Mientras tanto, en el escenario internacional, Bush y sus halcones promovían por todos los medios posibles la necesidad de defender su territorio de ataques externos.

Muy al estilo de la diplomacia gringa, la campaña del escudo antimisiles, vista con recelo por algunos países de la Unión Europea –que también criticaban la fase militar del Plan Colombia–, poco a poco iba ganando terreno, incluso entre algunos sectores estratégicos de los gobiernos ruso y chino.

La comunidad internacional leía con desconfianza el discurso militar de George W. Bush. Pero sus intenciones, cuando menos las más generales, no eran ningún secreto. Hacia finales de 2000, poco antes de ser designada consejera de seguridad nacional del gobierno estadunidense, Condoleezza Rice definió con brillante claridad, en un ensayo publicado en la revista Foreign Affairs, la dirección que seguiría la política estadunidense durante la era Bush. 

Con otras palabras, Rice afirma que el desarrollo de la industria militar es un asunto prioritario en la agenda política de Estados Unidos, que podemos visualizar como un tejido de líneas periféricas –alineadas en una escala de prioridades que puede variar– que se tensan en torno a una línea central: el interés nacional. Según Rice, las Fuerzas Armadas están al servicio del interés nacional, que es, si entendí bien la tesis, el cúmulo de intereses de todos los estadunidenses, pero eso sí, ordenados jerárquicamente con base en el capital y las relaciones políticas (a mayor cercanía con el jerarca, mayor grado de influencia en la toma de decisiones). Sectores como el militar y el energético, estrechamente relacionados con la cúpula del Partido Republicano y la Casa Blanca tienen, por consecuencia lógica, los más altos rangos en este esquema de ejercicio del poder. Son las líneas más cercanas y que más aprietan a la línea central. Así se gobierna en Estados Unidos. La maquinaria puede funcionar incluso sin presidente, como se vio antes de que Bush asumiera el poder, siempre y cuando los principales grupos de poder, sean éstos demócratas, republicanos o verdes, converjan en el interés nacional.

Asuntos como el control del precio del petróleo, la victoria –militar o política– de Israel en el conflicto con los palestinos, o el desarme de los países enemigos –el "eje del mal"– que cuentan con armamento nuclear o biológico, son claros ejemplos de algunas políticas exteriores que giran en torno al interés nacional. Son puntos de acuerdo entre los diversos grupos de poder cuya voz pesa (dicta) en la toma de decisiones.

Digamos que el afán de promover el escudo espacial en tiempos de paz encajaba, y era incluso congruente 
–según algunos analistas "obligado" ante la ausencia del poderío soviético– con el proyecto geopolítico de la administración Bush. El estreno de Pearl Harbor (que por cierto hace una descarada malinterpretación de la historia), el temor colectivo inducido por medio de la millonaria campaña de publicidad de este filme, en fin, todo parecía provenir de un guión hollywoodense. Pero algo se introdujo en la agenda de George Bush tan pronto habitó la Casa Blanca: los servicios de inteligencia le confirmaron la inminencia de próximos ataques terroristas en territorio nacional.

Por alguna extraña razón, el gobierno de Bush no tomó las medidas necesarias de prevención, ni actuó con la velocidad requerida para desactivar las células terroristas que operaban dentro de su territorio, ni a sus vínculos internacionales. Según el libro Inside 9-11, What really happened, meses antes del 11s, la cia, el fbi y la bka alemana tenían la información para inferir que "pronto" se llevaría a cabo un atentado terrorista de gran magnitud en territorio estadunidense.

El ataque llegó antes de que Bush escudara el espacio aéreo, e incluso, si aún el 11s hubieran estado protegidos por dicho paramisiles, el atentado, gestado desde adentro como fue, hubiera alcanzado los mismos objetivos. Afanado en su escudo espacial, sin ver que el problema estaba adentro, Bush quiso poner un condón a un organismo ya infectado. Así, mientras hacía política interespacial, Mohamed Atta y sus secuaces se entrenaban en escuelas de vuelo, rentaban autos, alquilaban habitaciones, en fin, hacían lo que cualquier otro grupo de individuos suele hacer en un país libre sin que nadie –salvo los servicios de inteligencia– lo notara. 

Tal vez Bush pudo hacer algo para evitar los atentados del 11s. ¿El no hacer, el dejar que las cosas siguieran su rumbo, fue una decisión que giró en torno a lo que la flamante consejera, Condoleezza Rice, define como el interés nacional? Lo seguro es que en su gobierno nunca se imaginaron la capacidad destructiva del pequeño grupo de terroristas que tenían en casa. Claro que los servicios de inteligencia sabían que Atta y compañía planeaban secuestrar aviones, pero, posiblemente, nunca les pasó por la cabeza lo que iban a hacer con ellos ¿O sí?

A la luz de la historia se ha demostrado que Roosevelt provocó el ataque japonés a Pearl Harbor para ingresar a la segunda guerra mundial. Días antes del 7 de diciembre de 1941 el presidente tenía toda la información sobre los planes de las fuerzas niponas, incluso retiró parte de la flota, principalmente los portaaviones, para amortiguar las bajas. Al mantenerse inactivo sabiendo lo que venía, Roosevelt tomó una decisión congruente con el interés nacional, que no es otra cosa que los intereses de unos cuantos, pero muy poderosos. Era su plan, pues, para hacer de su país la superpotencia militar hoy comandada por George Bush. 

Algún día veremos la película 11s, el segundo día de la infamia, quizá protagonizada por Leonardo di Caprio en el papel de heroico presidente estadunidense, y con Halle Berry como la superasesora de seguridad nacional.