Jornada Semanal, domingo 5 de enero de 2003          núm. 409

NMORALES MUÑOZ.
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CIEN AÑOS DE TEATRO MEXICANO

Quizás les sorprenda a aquellos empecinados en menoscabar la valía de la escritura dramática frente a otras ramas de la literatura el hecho de que hayan sido precisamente las primeras agrupaciones de escritores escénicos el embrión de la actual Sociedad General de Escritores de México –dirigida por Víctor Hugo Rascón Banda, abogado y dramaturgo que no escatima un ápice de su tiempo a la hora de contrarrestar cuanta medida intimidatoria emane de los escritorios de la Secretaría de Hacienda o de las curules de San Lázaro– cuya combatividad ha dado la cara desde la llegada al poder de los merchachifles neoliberales, incapaces de convocar el número de neuronas suficiente para considerar, ya no admitir, la importancia histórica de los bienes culturales nacionales.

Y también muy seguramente se deba a la extracción de Rascón Banda que el teatro haya ocupado un lugar preponderante durante la celebración del centenario de la sogem, específicamente en lo concerniente a la elaboración del CD-ROM Cien años de teatro mexicano, compilado por Tomás Urtusástegui y patrocinado por la institución de marras.

La tarea de recopilar la producción dramatúrgica nacional del siglo xx se supone titánica tanto por su abundancia como por la dispersión de archivos, especialmente de las obras gestadas durante las primeras dos décadas de la pasada centuria. A la escasez de material documental debe atribuirse la exclusión de textos de aquel periodo, durante el que convivieron los géneros de indudable raigambre popular, como la zarzuela y el vodevil, con la experimentación de algunos outsiders de inclinación europeizante, consagrados a la mexicanización de las corrientes artísticas de vanguardia (Germán Cueto entre ellos). Quien quisiera ahondar más debe circunscribirse a la consulta de los escritos que los cronistas especializados nos han legado: desde Olavarría y Ferrari, pasando por De María y Campos y Reyes de la Maza, con una visión de los hechos generalmente de tipo "impresionista", hasta quien puede considerarse como el precursor de una gimnasia periodística de corte crítico, mucho más próxima a la que conocemos actualmente: Antonio Magaña Esquivel. El prefacio de Armando Partida proporciona un completo recuento de la evolución del quehacer teatral, siempre a la par de los sucesos que marcaron la transformación del país; de cómo el teatro, de ser una manifestación plenamente identificada con los estratos populares, pasó paulatinamente, a constituirse como espectáculo propio de la clase media ilustrada y de los círculos intelectuales universitarios. Estas carencias, en modo alguno atribuibles a los compiladores, no deben obstar para que algunos imberbes e iletrados "revolucionarios" del teatro mexicano contemporáneo se precipiten de inmediato a adquirir el referido cidí. La pedantería propia de la adolescencia (no cronológica sino mental) encontrará menos pretextos para sus arrebatos verbales tras la revisión de las más de trescientas obras contenidas en el disco. Desde Rodolfo Usigli, cuya estafeta supieron recoger y potenciar Emilio Carballido, Luisa Josefina Hernández y Sergio Magaña; pasando por Hugo Argüelles y Vicente Leñero, en cuyos talleres se formaron el propio Rascón Banda, Sabina Berman y González Dávila, hasta quienes descollaron a partir de finales de los ochenta y principios de la década siguiente (Luis Mario Moncada, David Olguín, Jaime Chabaud) y la novísima generación sucesora (Carmina Narro, Elena Guiochins, Jorge Kuri, Edgar Chías), el compacto ofrece un variopinto e indispensable panorama del teatro mexicano. Más allá del infaltable extrañamiento ante ciertos criterios de selección, como la poca presencia de plumas femeninas recientes (Ximena Escalante, Maribel Carrasco, Alejandra Trigueros), la exclusión casi total de autores no nacidos en México (Carlos Solórzano, José Enrique Gorlero) e inclusiones que rozan la puntada surrealista (como don Roberto Gómez Bolaños, nuestro inefable Shakespeare a escala), la labor de Tomás Urtasástegui merece, más allá de fundamentalismos chauvinistas, el reconocimiento propio de quienes motivan la reflexión histórica, tan perentoria en nuestros días.