Jornada Semanal,  domingo 5 de enero de 2003                 núm. 409

.Falso aplomo

Sé que lo que voy a escribir a continuación suena contradictorio, pero no es más que la verdad: soy una tímida de clóset. Declararlo en un espacio como éste podría parecer un desmentido, pero la naturaleza extraña de la escritura y sus procesos me permiten hacerlo a solas, en la privacidad de mi casa, sin violentar mi retraimiento. A lo largo de mi vida lo he sospechado y he actuado en contra de mi naturaleza. He respondido al mundo con la actitud pasiva de quien acepta un tequila a pesar de que encuentra el sabor vagamente repulsivo, porque le da pena decir que no le gusta. Y hasta he pedido otro. Pero ahora, después de una semana larga de (como le dicen los psicólogos) interacción con muchos conocidos y amigos queridos, no me quedó más que admitirlo: soy tímida.

"Ésta ya no sabe ni qué inventar", dirán algunos que me conocen. Pero no me vieron cuando era niña y me escondía para no cantar Las mañanitas en las fiestas de cumpleaños. Si la fiesta era la mía, me daban ganas de huir a un lugar peligroso, en donde nadie celebrara los aniversarios y confieso que era incapaz de apreciar los esfuerzos de mis padres. No me gustaban la piñata, ni los juegos, ni las porras, y me avergonzaba no ser tan alegre como la ocasión requería. La actitud generosa de los demás, la satisfacción y el cariño que manifestaban y que apreciaba a la distancia, valorándolos, me hizo concebir una aversión profunda por mi timidez. Luego, de adolescente, hube de usar un corset ortopédico que empeoró la situación y que estimuló la creatividad de mis compañeros de secundaria y preparatoria, quienes me honraron con apodos imaginativos y originales, todos relacionados con dicho adminículo. Me llamaron Robotina, Tiesatortuga y Palo de Escoba, por ejemplo. Ir a la escuela me parecía insoportable, así que decidí hacerme de aplomo, aunque fuera falso.

Comencé por ir a las fiestas, aunque me apabullaran y a la hora de la hora, es decir, a la hora de saludar, me diera por añorar el sillón de la tele, mi pijama y mi casa. Son muy pocas las pachangas que realmente me gustan: deben ser pequeñas, y los invitados, de preferencia, viejos conocidos. Cuando tenía esa edad no había viejos conocidos, por la sencilla razón de que nada era viejo en mi vida, ni siquiera yo misma, así que muchas veces me aburrí. Otra cosa que inevitablemente sucedía era que me atacaba la inseguridad: "¿Por qué me puse este pantalón, con el que quedo igualita a Vitola? ¿Para qué me puse a hablar de eso? ¿Por qué todos adoran bailar samba y a mí me choca? ¿Por qué ése me vio así? ¿Será porque tengo perejil en el diente? ¿Será que soy una aceda?", etcétera, ad nauseam.

Pronto descubrí que, por lo menos en mi caso, para eso servía el tequila, para atenuar el miedo a hacer el ridículo y hacerlo tranquilamente. Lo malo es que beber no me gusta mucho y me da sed. Cambié la estrategia por bailar más y hablar menos (mi timidez es gárrula y chimpleta), pues bailar sí me gusta: uno puede quedar encerrado en una especie de burbuja de música, no decir tanto, y estar feliz.

De los veinte a los treinta, ya con un montón de falso aplomo, fui invitada y anfitriona en miles de fiestas. Excepto las cenas pequeñas, que me encantan, nada cambió. Muchas veces me sentí aparte, lejana y melancólica, mientras bailaba y contaba chistes. Otras, me dio vergüenza no poder unirme con sinceridad a las sesiones de terapia grupal y clase de bailes folclóricos en las que se transformaban las fiestas. Ya tenía amigos indispensables (además siguen siendo los mismos), pero no siempre estaban a mi lado. Tampoco me integré en los acontecimientos masivos, los conciertos de rock, los partidos de fut, las celebraciones en el Ángel o las marchas políticas. En el caso de las celebraciones en el Ángel, además, me invade una pena ajena horrible, un ojo crítico, más bien criticón, que casi no reconozco y un "leve pavor".Una noche de Grito en Coyoacán la multitud me separó de mis amigos y quedé apachurrada contra una de las paredes de la nevería La Siberia durante diez minutos que me parecieron diez siglos. Allí descubrí que era mejor ser sincera y admitir que no me gusta que desconocidos me empujen y me pellizquen el trasero. Que por mucha envidia que me dé no pertenezco a la estirpe alegre de aquellos que pueden bailar hasta que amanece. Que ni modo, la humanidad me gusta más en dosis pequeñas, porque soy muy tímida.