La Jornada Semanal,   domingo 5 de enero de 2003        núm. 409
Jorge Moch

Crónicas del subdesarrollo

Varias cosas tienen en común los autores agrupados en estas páginas: todos son oriundos del estado de Veracruz, todos son jóvenes y todos comparten la necesidad y el gusto de llevar a la literatura, en el caso de los autores de los textos, y al lienzo o al papel, en el de los ilustradores, la realidad que los rodea, sus intereses y sus obsesiones. Enrique Bravo, Efrén Calleja, Edgar Onofre Fernández Serratos, Jorge Moch, Juan Carlos Plata y Ligia Donají Ramos componen un mosaico que da cuenta de la vitalidad creativa que se despliega en un punto específico de nuestra geografía, fenómeno que se repite a lo largo de todo el país, aunque el centralismo cultural proponga o estimule lo contrario. Es contra ese ninguneo que La Jornada Semanal da inicio a un esfuerzo sistemático que, a lo largo del año que comienza, buscará dar cuenta del trabajo literario de lo que algunos llaman, con curiosa semántica, “el interior de la República”.

Vinicio Reyes, Sin títuloHay quienes, harto más conocedores que este servidor de usted, dicen que el grado de desarrollo de una comunidad se mide por el trato que sus habitantes confieren a los animales. Hay otros que afirman que esa tesitura la señala la calidad de las universidades y los periódicos, y estamos algunos otros, a cual más de metiches, que vemos también en la radio de la región el espejito carrolliano en que la sociedad en cuestión se mira las arrugas diariamente y en el que a veces se mete, para tornarse el mundo todavía un poco más extraño. Dejamos fuera por el momento a la telera porque, a) sería meternos de guamazo en el ámbito de lo nacional y no es el propósito de esta diatriba, b) es tan demandante que absorbería páginas y páginas de malintencionado chacoteo y sesudo análisis que, dicho sea de paso, habría de hacerlo un especialista en televisión y no este rechoncho y metiche escribano, insisto, que no estudió Ciencias de nada ni cosa parecida y, c) porque además de metiche, suelo ser horriblemente arbitrario. Aunque la tele tiene su parte en esta mezquina historia, como se verá más adelante.

Pasemos a la radio. Quien dijo que el sur es por fuerza pobretón y el norte nicely ricachón llevaba razón sin penas. La radio que se hace por los verdes rumbos del Sureste mexicano, particularmente en el Veracruz alemanista padece, según parece, del aquí y ahora recién descubierto síndrome del abarrotero gallego, que ni es privativo de la región, aunque la región sí es harto representativa del despropósito, ni es exclusivo de la radio, pero es éste uno de los medios donde los síntomas del síndrome resultan inexcusables e imposibles de ocultar: se trata de vender lo que sea, diciendo lo que sea, invirtiendo lo menos posible y en el menor tiempo posible. Si ello tiene consecuencias nocivas, no tienen ninguna importancia. Para el abarrotero, claro. Como se trata de copiar las fórmulas exitosas de otros en esto del radiofónico pregón de chunches y servicios casi siempre prescindibles y evitarse el engorro de tener que ser creativo, el resultado ha sido una radio mezcla del chabacano sometimiento proyanqui de los setenta con un primermundismo light muy a la Salinas. O a la Fox. En general, los contenidos son inexistentes y las formas rebasan el naïf para entrar involuntariamente en un kitsch que daría risa si no lo tuviera uno que escuchar todos los días en prácticamente todas las estaciones. La cosa empeora en épocas navideñas. Piense usted, por establecer una imagen asociada, en un improvisado salón de belleza en la cochera de una casa cualquiera que ostenta pomposamente en rosa, lila y blanco la leyenda: Adrianne’s, Boutique Capilar. Ahora imagine que en el interior se escucha una radio a todo volumen: Ricky Martin berrea Chiqui-bom-bom, chiqui-bom-bom seguido de dieciocho comerciales intragables en los que invariablemente termina escuchándose el "jó jó jó" de un Santa Clós que encarna (o deberemos decir "sonoriza") todas nuestras contraculturales aberraciones... Que el castellano, como Tirante el Blanco o el muy animoso y esforzado príncipe Felixmarte de Hircania, aguante y aguante embates y coleccione feridas, ni dudarlo, pero mal parece que le ha pasado como al señor Quijano por andar interpelando a los mercaderes toledanos... ¿o eran gringos?

Hay un acalorado debate en los medios que no es de estas líneas ni de estos días que corren. Se trata de la presunta responsabilidad que tiene un medio de comunicación –tele, radio, prensa escrita, whatever– en el bagaje cultural del público. Hay quienes –metiches incluidos– afirmamos que los medios sí tenemos una gran responsabilidad históricamente sesgada de nutrir y apapachar la cultura de quienes nos ven, leen y escuchan, que somos constructores, en buena medida, del entramado cultural de la sociedad que nos aloja. En oposición a lo anterior hay un grueso sector entre los que se encuentran la mayoría de los neoliberalisimos y neoderechistas señores propietarios de las emisoras de radio, que opina en contrario y muy de acuerdo a sus personales intereses: que no, que los medios no somos la pilmama intelectual de nadie, que el propósito de los medios es básicamente la subsistencia exitosa de una empresa que es antonomásticamente vendedora de productos publicitarios, matices aquí y pinceladas allá, pero cuyo fin último es ese, la lana.

Pero entonces... ¿qué pasa si esos medios, esa radio, pertenecen al Estado? ¿No es innegable entonces su función social? Y si la función social de los medios –la radio– propiedad del Estado es insoslayable, entonces se abre otro debate todavía más peliagudo: ¿quién y bajo qué amplitud de criterios decide qué es bueno para el público y qué no? Rápidamente se antoja que la mejor salida está en dejar abierta la discusión y que, en aras de la libertad de expresión, nos demos un buen agarrón de chongo las partes, porque bien vista la cosa, la libertad de expresión radica precisamente en eso, en tener que ver en los medios lo que nos desagrada ver, ya que también vemos lo que nos gusta. Pero nones. En los medios del Estado veracruzano no se vale discutir abiertamente y sin tapujos. El asunto, nos dicen, es de forma. 

Hace cosa de un par de años se nos ocurrió a un amigo y al servidor de ustedes realizar un programa de radio que sería una revista semanal. La idea era hacer un segmento que abjurase de la ramplona ortodoxia a la que las emisoras veracruzanas nos tenían sometidos, utilizando un lenguaje coloquial que, si bien no estaría exageradamente cargado de antisonancias (así les decía a las altisonantes un maestro de español que tuve en la recta y guadalupana Guadalajara) sí pretendía dejar claro que no manejaríamos las cuadradísimas fórmulas que se usan en los medios para evitar ese habla mexicana, a menudo vergonzante para algunas castas de buenas conciencias. Nos acercamos a un empresario de la radio local y éste aceptó, muy amablemente, escuchar el experimento, al que le pondríamos por nombre La matraca o alguna mafufada parecida. Hicimos un demo siendo fieles a la idea original. El empresario lo escuchó, se asustó y nos mandó, otra vez muy amablemente, al cuerno.

Per Anderson, Construcción sobre el escenario, 2000Luego, ya por mi cuenta, le propuse el asunto a un alto funcionario de Radio Televisión de Veracruz, organismo gubernamental de reciente reestructuración administrativa y al que, según presumen en este gobierno, le han inyectado un dineral para llevar a los hogares de la región las mejores producciones locales en materia de difusión y etcéteras. Me dijo que sí, que órale y, para sorpresa de este escéptico maldiciente, echamos a andar el programita. La versión original era de dos horas, con entrevistas que lo mismo podrían ser a presidentes municipales, funcionarios varios y fauna acompañante, que a amas de casa, obreros o hasta teporochos, travestis, comunistas irredentos y cuanto paria, descastado o simplemente ciudadano se dejase entrevistar. Pero no, quedó en una horita semanal de música no muy comercial (básicamente rock y jazz) y los comentarios de su servilleta desmenuzando algunas veces las principales noticias de los diarios y las carteleras de eventos artísticos y culturales. Eso sí, dijimos, sin censura. El gusto nos duró como treinta emisiones de El grito en el cielo, que así se llamaba la deliciosa producción, porque la directiva de la emisora puso el ídem en el ídem el día que el eufórico y barrigudo conductor que esto escribe, ignorando anteriores y reiteradas recomendaciones de mesura, se puso a decir que las producciones televisivas Cosas de la vida que transmitía (¿lo hacen todavía?) Televisión Azteca y Hasta en las mejores familias de Televisa eran un par de inconmensurables y rotundas pilas de mierda que llenaban –llenan– de acre humo apestoso a carne chamuscada las cabezas de los mexicanos y, peor aún, de las niñas y los niños mexicanos que veían o ven esas porquerías todas las tardes. El día, decía, que dije esto y algunas frases como "qué poca madre de las conductoras", tan tán. Colorín colorado con el programa (aunque lo del humo de la carne chamuscada me lo acabo de inventar, lo otro, epítetos más, adjetivos menos, sí lo dije y lo repito). Ni siquiera se molestaron en pasarlo al aire. Como era grabado, lo escucharon y lo mandaron al rincón del olvido. Personalmente agradezco el censor gesto porque ya me había cansado de trabajar por puro amor al arte, y solamente lamento no haberme despedido de mi escueto público. La emisora ha vuelto los miércoles de seis a siete, valga mencionarlo, a la programación habitual que habrá de satisfacer el oído crítico de los veracruzanos: Yanni o Cobos, Nelson Ned, José José, Lupita D’Alessio y demás tesoros del acervo cultural de Rocío Sánchez Azuara, aderezado todo ello, justo es reconocerlo, con abundante son huasteco. Resultaba entonces notoria la ausencia casi total, sin embargo, de una buena barra de música orquestal, pecadillo imperdonable considerando que se tiene a mano a la Sinfónica de Xalapa...

El asunto de fondo aquí es la mala calidad o por lo menos la ausencia de buenas intenciones que habrían de elevar el nivel de los contenidos radiofónicos en la región. Ya sea en frecuencia o en amplitud moduladas, las emisoras particulares (o sea, casi todas) y las del Estado, con la honrosa excepción de la radio de la Universidad Veracruzana –que se escucha solamente en la ciudad de Xalapa y eso, creo, solamente en doce manzanas del primer cuadro de la ciudad– no contemplan transmitir programas de corte crítico o de difusión cultural no adormecedor. Porque eso sí; los poquísimos programas de cultura que subsisten en la pragmática barra programática resultan tener un efecto narcótico más poderoso que un discurso de líder charro en el día de su cumpleaños. Hubo un arriesgado proyecto de radio ciudadana, sí, que no duró al aire por los variopintos pero siempre caciquiles intereses que tocaba. Creo que lo impulsaba gente del prd o de Convergencia por la Democracia. La radio indígena de las Sierras de Zongolica o la Huasteca, o proyectos similares, difícilmente han resistido el paso de la aplanadora neoliberal y clasista.

¿Qué pasó con el enclave liberal que era el Sureste mexicano? ¿Por qué la pobreza de contenidos en su radio estatal? Si esto sucede en Veracruz, que tiene entre sus funcionarios gubernamentales ahora a tantos gentiles salidos de las filas de Televisa y que supuestamente sabrían elevar el nivel de los medios oficiales, ¿qué radio se estará haciendo en Campeche o en Tabasco?

Será cosa apenas de medio aplicar un presupuesto pantagruélico, cacarearlo a la rosa de los vientos y después echarse a dormir la mona. ¿O dónde se ha visto que del interior del país surja una corriente novedosa en los medios? Si esa es prerrogativa indiscutible del centro, caramba. Lo cierto es que por el estado que guardan las universidades –excepción hecha, acaso, de algunas universidades estatales–, o por el trato que la mayoría de sus habitantes dan a los animales, o por la calidad de contenidos de la radio en la región, la situación en esta verde y bella región (¿verde?, ¿bella?; habrá que abordar un día de estos el árido tema de la deforestación desaforada) está para poner el grito en el cielo. Aunque parece ser epidemia, ¿no ha escuchado usted la radio en Sinaloa o Tamaulipas? Y por nada del mundo quisiera reencarnar como perro callejero en Pachuca o Mexicali...