Jornada Semanal, domingo 5  de enero  de 2003            núm. 409

ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR
 
MERCADO DE SAN JUAN

Espacio fraternal del Mercado Francés, en Nueva Orleáns; de la bulliciosa y fascinante Rue Mouffetard, en París, donde el comercio establecido y el ambulante conviven ejemplarmente, sin violencia ni competencias desleales; del Mercado de la Boquería, en Barcelona; de tiendas como Sabar’s y Dean & DeLucca, en Nueva York, o Sahadi, en Brooklyn; del Mercado de Chichicastenango, en Guatemala; del Mercado Juárez, en Oaxaca, del de San Juan de Dios, en Guadalajara, o el de Guanajuato; hermano de los mencionados y diferente a ellos, el Mercado de San Juan, en la Ciudad de México, es uno de los paraísos de los creyentes que ningún cocinero, degustador, curioso o marchante debe dejar de lado en sus visitas, no sólo por la variedad de cosas que se pueden admirar y conseguir allí sino por la condición sintética y deslumbradora que el lugar posee.

El Mercado de San Juan no es equiparable, por cierto, a los de La Merced, Sonora, el oaxaqueño que se ubica junto a la Plaza de la Santísima, Portales, Michoacán, Mixcoac, San Pedro de los Pinos, Coyoacán, o la Central de Abastos, que poseen otras cualidades y atractivos. La comparación sería inexacta porque, aunque en San Juan pueden conseguirse piezas como cabrito, jabalí, conejo, venado, pato, faisán o gallina (aparte de lo "convencional" en carne de res, aves y cerdo), su oferta no es tan exótica como la del de Sonora, donde los aficionados a la comida prehispánica pueden conseguir prácticamente todo lo requerido por ella (carne de serpiente, armadillo, iguana…); tampoco es tan grande como esos amplios lugares de distribución que son La Merced y la Central de Abastos; ni es célebre por contar con buenas fondas para comer como Portales, Mixcoac, San Pedro de los Pinos y Coyoacán; ni es tan pintoresco como el de Xochimilco. De hecho, los más parecidos a San Juan son el de Michoacán y, en el Sur, el de San Ángel, pero el del Centro sigue siendo un lugar de visita obligada no obstante la diversidad de ofertas existente en otros de los mercados de la Ciudad de México.

Del Mercado de la Boquería, en Barcelona (el más grande de España), se dice que, si algún día se vendieran filetes de unicornio, tendrían que conseguirse allí; algo semejante puede afirmarse para San Juan, en México: las mejores salchichas de la ciudad, para hacer una paella, se consiguen en La Catalana; asimismo, en el mercado pueden conseguirse morillas frescas y secas, escamoles, prácticamente todas las especias frescas obtenibles en México, hojas para envolver todo tipo de tamales y mixiotes, lo mismo que fruta, hongos, verduras, pan y quesos no siempre fáciles de obtener como el reblochon, los auténticos parmesano y manchego, mozzarela y mascarpone; las pescaderías, si no ofrecen todo el repertorio marino, son para naufragar durante el día, sin Homero y Joseph Conrad pero con atunes frescos, mariscos y, con suerte, muchas clases de pescado proveniente de otras latitudes. Además de las cosas que se pueden comprar, otro de los atractivos adicionales es que en cada puesto la gente sabe su negocio y se puede hablar con ella de la materia expendida a la vista, amén de que pueden proveer de recetas inesperadas o información erudita a quien se deje llevar por el vicio de la conversación.

San Juan es recomendable para visitarlo junto con la persona amada, particularmente si se comparten con ella los afanes de la cocina; en otra situación, no es mala idea hacer la visita acompañado por los comensales, quienes, en una suerte de cacería inocua, asistirán al cocinero durante el proceso de seleccionar los ingredientes que culminarán, hábilmente mezclados, en el platillo central de la jornada. Después de recorrer el Mercado (aunque es inevitable que uno tenga sus puestos preferidos, a los marchantes de siempre), cargados de paquetes cuyas promesas se cumplirán en la mesa, lo que sigue es llegar a la cocina y convertirla en el centro de la tertulia. Por alguna suerte misteriosa, el espacio de la estufa y el horno termina por convertirse en extensión de puestos y pasillos que uno creería propios de las calles de Pugivet y El Buen Tono.

Más acá de la tentación enumerativa, desde la que el registro de maravillas opta por recurrir al efecto de los rolling names y del que se esperaría que la sola mención de algo suscitara el asombro, la afortunada manera de alcanzar el pasmo sin verbo es asistir personalmente al Mercado de San Juan.