La Jornada Semanal,   domingo 5 de enero de 2003        núm. 409
Edgar Onofre
Fernández Serratos

 Poemas de amor

Para Nancy Ortiz
Iliana Pámenes, Sin títuloDe la puerta de lámina colgaba un letrero escrito a mano sobre una hoja de triplay, "Cecil Romano", y en letras más pequeñas, su negocio: "Poemas de Amor". La puerta de lámina estaba flanqueada por el barullo obligado de los mercados y se abría para dar a un corredor que terminaba en otra de madera casi negra y agrietada. Sin embargo el cuartucho al final del pasillo, las puertas, el corredor mismo eran respetuosos del silencio que exigía el oficio del poeta. Apenas se cerraban tras de sí, el mundo exterior se quedaba afuera y ni los gritos ni el mundano ajetreo se atrevían a llamar siquiera a la puerta. Así, el viejo Cecil podía asomarse por horas enteras a las hojas que ponía sobre su mesa, iluminadas con apenas un cabo de vela, hasta el momento en que el poeta se cansaba, se echaba las llaves al pantalón, guardaba una minúscula libreta y salía a enfrentarse con el mundo.

Las posibilidades de su destino únicamente eran dos: hacia la izquierda era el camino a casa de su hermana, donde comería entre pláticas sobre los nietos de ella, sus travesuras, la televisión y las noticias. Y cuando la hermana del poeta intentara los temas intocables, el amor, la soledad, alguna renta sin cubrir y la empleada de bienes raíces llamando a su puerta cada semana, Cecil le regalaba un beso en la mejilla y se largaba a buscar mejores noticias en otros lados. "Es una buena persona", se repetía la anciana mientras lo despedía en la puerta.

Si, por el contrario, tomaba el camino de la derecha, el espejo de una cantina le devolvía el saludo y el poeta se dejaba ver por el único restaurante donde su crédito era bueno y vitalicio. Ahí, las amigas de un viejo amigo, las meseras y la cocinera le atendían a cuerpo de rey, esforzadas en arrancarle algunas palabras mientras Cecil comía poco y de prisa, pues, aunque el arte tuviera que recoger frutos, no dejaba de sentir que recogía limosnas prodigadas en memoria de una amistad truncada por impertinencia de la muerte.

En ambos casos, y después de asegurarse que las cosas en la calle funcionaran peor que nunca, llegaba a su casa hacia las diez de la noche, listo para arrancar la inspiración que se pegaba como lapa a las paredes, al cubo de luz que quedaba frente a su ventana, hasta que se daba por vencido y dejaba que los mismos viejos recuerdos de siempre le soplaran los versos detrás de la oreja. Entonces, decía para sí, quedaba confirmado que sólo existía mientras se enredaba con sus versos o en aquellos momentos en los que platicaba con los mismos de siempre sobre lo mismo de siempre. A menos, claro, que algún suceso imprevisto lo obligara a existir un poco más de la cuenta y sacudirse la feliz tristeza de su monotonía.

Alfredo Ayala, Sin títuloPor estos días tuvo un par de ocasiones para hacerlo. Un diablo vestido de mujer, con medias negras, zapatos de tacón alto, gafas oscuras y cola de caballo, últimamente encontraba muy divertido abrir la puerta de lámina, dejar que sus tacones repiquetearan hasta el final del corredor y deslizar un sobre manila por debajo de la puerta. Cecil la espiaba por una de las grietas y, apenas se hubiera marchado, aplicaba el sobre a la llama de la vela, precavido para con las tretas del maligno. Comenzaba a acostumbrarse a los suaves toquidos de la demoniaca beldad, cuando un día, clavado en la textura de unos versos, unos violentos golpes en la puerta le avisaron la cercanía de la adversidad. Del otro lado de la puerta, un joven le llamaba por su nombre, diríase que desesperado. Cecil abrió la puerta, entusiasmado con la idea de un cliente, pase, buenas tardes, el joven sonriente, gracias, aceptando la silla que el poeta le ofrecía amablemente. ¿A quién dirigimos la poesía?, preguntaba Cecil hurgando papeles guardados en cajas. ¿Es un amor fresco que se asoma apenas o es un gran amor que ya ha dado innumerables frutos?, insistía el viejo. No, disculpe, la verdad es que busco al señor Romano para hablar con él, ¿es usted, no? No, el señor Romano no está, dijo el viejo, cambiando la amabilidad por grosería en un santiamén. El joven pretendía disculparse por alguna posible ofensa, no pretendía molestarlo... es que... bueno... hemos oído hablar de su negocio y en realidad me gustaría hablar con usted. Una entrevista para la televisión no era cosa que entusiasmara en lo absoluto al poeta, que le mostraba la palma abierta de su mano en dirección a la puerta. Nuestra intención no es el lucro, admiramos al poeta y su oficio, pero la disculpa terminaba con el brusco gesto del viejo y, más rápido que un par de balbuceos y una derrota, las cosas del mundo regresaron a donde pertenecían: afuera.

Como un buen par de testarudos, el diablo regresó con su hermosura y el joven con sus peticiones bajo el brazo. Al diablo Cecil aplicaba el mismo tratamiento, pero en cuanto al joven una malsana necesidad de distracción y divertimiento comenzaba a picarle las manos. El muchacho llamaba detrás de la puerta y el viejo hacía ruidos girando la perilla sin abrir la puerta, el joven sentía la inquietud de la posibilidad y el viejo soltaba la carcajada. Sin embargo, en el momento en que el ingenuo tendría que haberse enfurecido y maldecir, entendió la jugarreta del viejo, cazó una idea al vuelo y se alejó de la puerta. Para el viejo, el enemigo comenzaba la retirada y tanto le agradó el breve triunfo que hasta se asomó a la calle para disfrutar la victoria, que, por cierto, sólo duró hasta el día siguiente en que el joven, ¡señor Romano!, llamaba a su puerta para intentar la siguiente de muchas suertes que el joven probó para ganarse al poeta. Cecil se iba acostumbrando, fiel a su hábito, a la terquedad del joven, que parecía no cejar en su intento. Ni el beisbol, ni todas las otras promesas surtieron efecto alguno en el viejo, que seguía gozando la humillación del otro hasta el día en que el muchacho, señor Romano, aquí le dejo mis poesías, olvídese de la televisión, sólo quiero compartirlas con usted, dejó un libro que en la portada decía Poemas de amor y que le recordó al viejo otros tiempos en los que su poesía siempre llevaba la misma dedicatoria. Para Ale, con amor, escrito a mano en la primera hoja y el viejo no pudo contener una sonrisa. La misma curiosidad que mató al gato atrapó al viejo hasta la tarde siguiente en que el joven regresó, justo cuando Cecil tenía su dictamen listo. Señor Romano, el joven tocaba a la puerta y Cecil esperaba detrás de ella, cinco minutos es todo lo que le pido. Lo siento, sus textos son una falta de respeto para la poesía, triunfó, contundente, el viejo tras la puerta. Entonces los leyó, entendió el joven, de la misma manera en que dedujo la victoria inapelable del viejo y lo infructuoso de su esfuerzo. El viejo sabía, sin mirar entre las grietas de la puerta, que el joven se retiraba con la cola entre las patas. Esa noche la última de las velas expiró, Cecil se acostó sobre unos malditos remordimientos y comenzó a sentirse miserable.

Alfredo Ayala, Sin títuloHOY ES UN DÍA perfecto, aunque le molestara la idea de pisar al mundo sin zapatos, la silueta del joven, buenos días, avanzaba por el pasillo, precavida, sorprendida ante la puerta abierta que el poeta le ofrecía. Por encanto de una magia que los jóvenes desconocen, Cecil, mudo y descortés desde hacía mucho tiempo, iba a empezar a hablar. ¿Qué es lo que quieres saber?, el muchacho entendió que hay cosas inexplicables a las que es de necios pedirles razones. Lo esencial en este negocio es salir a la calle, es primordial darte cuenta que las cosas, efectivamente, están ahí. Salir a ver al mundo aunque haya ocasiones en que te sientas bien. Las palabras del poeta se pisaban los talones una a otra y el joven las seguía maravillado. Cecil no dejaba de hablar con una sonrisa en los labios, cómodo, entusiasmado, sólo hacen falta unas botellas de vino y cigarrillos. El joven regresó con ellas, parece que somos un poco amigos, le concedió el poeta. ¿Realmente soy tan malo? No tanto, no. Nada que no tenga remedio. Brindaron ruidosamente a la salud de ambos y a la de Dios y la del Diablo. Hace cincuenta años que vendo poemas de amor. Ya en esos tiempos la gente no tenía tiempo para nada y hasta los cortejos se apuraban, pensé que era buena idea usar lo que había aprendido cuando, sin dinero para más, empecé a escribir poemas de amor para una hermosa mujer que se fue con un tipo mejor que yo. Las personas en realidad lo necesitaban, en este mundo ajetreado, la gente se sigue enamorando, pero ya ni siquiera se dan tiempo para robarle unos versos a un libro, así que pensé, bueno, ¿por qué no ha de funcionar? Para el joven, mirando el cuartucho y las puertas, era obvia la manera en que el éxito se había ausentado, aunque no funcionó mucho en realidad, claro, todos ocupados en gastarse la vida siendo alguien, pero antes era diferente..., no mucho en realidad. Pero algún dinero habrá ganado con los pocos enamorados que había, no realmente. El joven no quería preguntar en voz alta, entre la pena del poeta y su perplejidad, pero lo hizo. Ninguno, en realidad nunca he vendido un solo poema de amor, apuró la última botella de vino ante la mirada del mozuelo que se maravillaba con tan poca cosa. Ya no los hacen de éstos, el joven se afanaba en encontrar algunas palabras. Tan evidentemente las buscaba que, no te preocupes, ni siquiera la esperanza se pierde para siempre. La esperanza y la desgracia siempre vienen en forma de cosas bellas, extendió una foto donde a una mujer muy hermosa y delgada le faltaba una sonrisa. Completamente borrachos, se pasaban la foto el uno al otro sin decir palabra, pero en completo acuerdo acerca de la belleza. Hoy puedo enfrentar lo que sea, ondeaba la foto como si de un gallardo estandarte de combate se tratara y el joven, de nuevo, estaba completamente de acuerdo. La puerta exterior se abrió con un rechinido y dejó pasar unos zapatos que llenaban de repiqueteos el corredor. De traje oscuro, medias negras y cola de caballo, el diablo había vuelto. Pero esta vez, lejos de acercarse medrosamente a la puerta, el poeta la abrió de par en par, dispuesto a venderle al diablo un poema de amor. El joven, de pronto metido a escudero, también se envalentonó y poco faltó para convocar a la batalla con un grito de guerra. Cecil atajó al diablo en la puerta, ¿usted es el señor Cecil Romano, el que vende poemas de amor? ¿A quién dirigimos la poesía?¿Es un amor fresco o uno que ha dado ya innumerables frutos? ¿Qué?, al diablo no se le engaña tan fácilmente. Vade retro Satana, murmuraba el joven a sus espaldas. Sí, ¿qué clase de poema es el que necesita? Tengo lo que busca, en la forma que sea, el verso, la métrica, el tono, el ritmo. Evidentemente usted no sabe quién soy. Vade retro Satana, por lo bajo pero con gran convicción. Por supuesto que sabía, más de lo que el diablo se imaginaba. ¿No revisa usted su correspondencia? Le he dejado varios avisos antes, lo lamento, sólo es mi trabajo. Vade retro Satana, pero era demasiado tarde, el mundo de afuera ya se había colado dentro de la pequeña habitación, donde una hermosa mujer se despedía dejando a un gran poeta con una orden de desalojo que daba vueltas en sus manos. El joven, de nuevo, estaba completamente de acuerdo con el poeta: en esta hoja bien cabe un poema de amor.