Jornada Semanal,  domingo 15 de diciembre de 2002           núm. 406 

JAVIER SICILIA

EL DESEO

Estamos a punto de celebrar la fiesta de la Navidad, en ese periodo que la tradición cristiana llama Adviento: la espera del advenimiento de Cristo, de la irrupción de Dios en el mundo.

Ese tiempo, en su esperanza gozosa, siempre ha tenido para mí algo que ver con el deseo: esa ansia, ese hueco que forma parte de la condición humana y que busca ser llenado.

Cada vez que entro en el Adviento y la vida se me llena de una sutil esperanza pienso en ello.

Y en verdad, el ser humano es un ser de deseo. No se necesita ser filósofo o psicólogo para comprenderlo. Basta con ser hombre. Nos movemos, nos enamoramos, buscamos y a veces –cuando el orden de un mundo basado en el espejismo de la productividad no nos constriñe– trabajamos por deseo.

El poeta Cernuda, en un poema fascinante de sus Placeres prohibidos, lo definió como una pregunta cuya respuesta no existe.

Sin embargo, delante del deseo, de esa pregunta incesante que está en la experiencia misma de nuestra vida, me pregunto si realmente el deseo carece de respuesta o si en realidad tiene una respuesta que, al ser del orden de lo inefable, no puede ser dicha y se nos presenta a nuestra percepción como no respondida.

Me parece que es lo último, porque el deseo es una incomplitud, una insatisfacción, un excavación del ser que quiere ser llenado. No pertenece al orden de lo material, sino de lo trascendente que se expresa en la materialidad de las cosas que solicitan nuestro deseo, pero que no son las cosas. Por eso, cuando nuestro deseo cree satisfacerse con la posesión de lo deseado, inmediatamente se decepciona, como si ante su posesión la experiencia de la incomplitud, el sentimiento de ser excavado, se hiciera mayor.

Y es que lo inefable –aquello que no puede decirse, pero es– se revela a través de lo concreto de la vida, es lo que la funda y la hace aparecer en sus evidencias materiales. Toda cosa –y por ello entiendo todo lo que ha sido creado– revela a través de su existencia concreta el misterio ontológico que la ha hecho posible; es decir, su vínculo con Dios. Ese misterio ontológico que resplandece en una materialidad es el que exacerba nuestro deseo; es también el sitio en el que creemos, si llegamos a poseerlo, encontrar nuestro reposo.

Sin embargo, si su posesión nos decepciona es porque, como sucede en la parábola zen, confundimos "el dedo que señala a la luna, con la luna". El misterio de las cosas que excava nuestro deseo, si bien revela el lugar de la plenitud, no es la plenitud, sino su reflejo en ella; es, permítanme volver a la parábola zen, el dedo que señala el lugar del reposo, el lugar en donde el deseo cumple su saciedad. Ese sitio es, como lo afirman todas las grandes tradiciones religiosas, Dios, lo inefable que se participa y se revela en su Creación.

En este sentido los males de la humanidad no están en el deseo –llámese justicia, libertad, una mujer, un hombre, un buen trabajo, etcétera–, sino en confundir el reflejo de lo que sacia con la saciedad. De ahí que los mejores hombres y mujeres de todas las tradiciones religiosas, es decir, los místicos, siempre hablen y vivan en el despojamiento y la pobreza. Despojarse y empobrecerse es acercarse a las cosas no mirándolas en ellas mismas, sino en Dios que las funda. Es acogerlas en su misterio trascendente que nos sacia; es caminar de su mano a ese sitio en donde lo inefable nos aguarda como el amado aguarda a la amada. De ahí estas maravillosas palabras de San Agustín que son la respuesta a la pregunta que para Cernuda no tenía respuesta: "Señor, nunca estaremos en paz hasta que lleguemos a Ti." Detrás de los cuerpos que tanto deseó y amó Cernuda; detrás de cada uno de nuestros deseos, está el misterio de lo inefable aguardándonos, llamándonos y respondiendo por nuestro deseo.

De ahí también que cada vez que se acerca la Navidad y entro en el misterio del Adviento, el deseo adquiere en mí el dulce reposo de la esperanza; es como si, delante de la espera del Verbo encarnado que místicamente crece en mis entrañas, el hueco que siempre me acompaña se excavara con una extraña paz: la paz de la esperanza de saberse plenamente colmado.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos y evitar que Costco se construya en el Casino de la Selva.