Jornada Semanal, domingo 17 de noviembre del 2002                 núm. 402

LUISTOVAR

Y MI VOZ QUE (NO) MADURA

Hace bastantes años que Erich von Stroheim, uno de los grandes maestros del cine mundial, enunció esta ley inquebrantable: "Producir películas con la regularidad de una máquina de hacer salchichas forzosamente tiene que hacerlas tan parecidas como salchichas."

La enésima prueba de que Stroheim sigue teniendo razón se llama Amarteduele, eufónico membrete cuya virtud es recordarnos, nada más por su construcción, un verso del famoso poema de Xavier Villaurrutia –de donde, parafraseado, sale el título de estas líneas–, y cuyo defecto fue señalado por Françoise Truffaut hace ya también muchos ayeres: que si una película se estructura en función de justificar su título, el resultado será necesariamente pobre.

Hace poco se dijo aquí que Fernando Sariñana, director de esta cinta producida por (otra vez) Altavista Films y (por primera vez para él) Videocine, parecía tenerle bien tomado el pulso a cierto segmento del público cinéfilo. Buena noticia para unos productores y un director evidentemente abocados a la manufactura de un cine que compita en condiciones no tan desventajosas con la gran máquina de hacer salchichas radicada en California, pero mala noticia para el cine mexicano, en general, porque estamos presenciando algo así como los esfuerzos de un puestito de hamburguesas por parecerse lo más posible al McDonald’s.

Siempre podrá culparse al guionista, en este caso a Carolina Rivera, pero de cualquier modo en Sariñana recae la responsabilidad de que Amarteduele sea poco más que una (quizá) involuntaria mixtura entre El segundo aire y Ciudades oscuras, de él mismo, y De la calle, de Gerardo Tort. No habría problema si se tratara de un explicable tránsito conceptual, en los primeros dos casos, y de una saludable influencia, en el tercero, pero la heterogeneidad de los resultados más bien hace pensar en la confección de un traje armado con telas de calidades muy diferentes al que se le ven mucho las costuras. Además, la proximidad con las cintas mencionadas es meramente formal en casi todos los casos: uso –a veces abuso– de filtros y distorsiones fotográficas, diseño de producción prácticamente calcado, edición que no evita el mote de videoclipera... El personaje principal –un adolescente de clase baja con frustráneas aspiraciones de pintor porque debe ayudar al sostén económico de la familia–, no está, ni en su aspecto ni en su lenguaje, lo suficientemente lejos del protagónico en De la calle. El coprotagonista es de nuevo Armando Hernández, antes chavo de la calle y ahora chavo banda, sin que pueda notarse ninguna diferencia. Y para colmo, Ximena Sariñana repite papel en la película de papá, convertida en la afresada adolescente insufrible que ya anticipaban sus anteriores apariciones como afresada niña insufrible.

Amarteduele es una más de la infinidad de películas (y novelas, telenovelas, radionovelas, etecé) que habla del amor contrariado de dos para quienes la clase socioeconómica distinta es una barrera infranqueable. Es verdad que no hay temas nuevos bajo el sol, pero de tan convencional en su tratamiento, la historia protagonizada por Luis Fernando Peña en el papel de Ulises y Martha Higareda en el de Renata, es obligada a dar varios giros para no extinguirse a las primeras de cambio. El problema es que tales giros no implican más que una repetición, pues no abandonan jamás el mismo eje: la reiteración de las diferencias de clase. Lo mismo da que se trate del primer encuentro de Ulises y Renata en el centro comercial Santa Fe, que de su noviazgo furtivo o de su posterior separación y reencuentro. Sin más recurso narrativo a mano, la cinta usa la pelea directa entre nacos y pirrurris hasta en tres ocasiones: en un local de juegos cibernéticos, en un antro donde se celebra el cumpleaños de Mariana (Sariñana) y afuera de la escuela de Renata. Cuando la brocha se adelgaza un poco, sólo alcanza a contrastar el verbo con la imagen, verbigracia, Mariana hablando de nacos mientras vemos el resignado rostro de su naco chofer; pero incluso este recurso sufre abuso, pues se vuelve a él por lo menos otras dos veces.

En otro orden de cosas, Amarteduele consigue darle la razón a quienes, refiriéndose a filmes mexicanos anteriores, critican el estilo de musicalización. Mucho se ha hablado de que ciertas películas –me viene a la mente Piedras verdes– parecen estar pensadas como vehículos de un soundtrack vendible. Aquí el abuso es irritante: la música, más que preeminente, no se calla casi nunca, e incluso hay secuencias en las que a duras penas "le da permiso" a los actores para que hablen.

Cualquiera pensaría que Fernando Sariñana, dueño del privilegio de filmar y seguir filmando en un país donde la mayoría se queda con las ganas, podría estar haciendo mucho más de lo que se ve aquí, gracias al oficio cineasta que necesariamente implica dirigir una tras otra. Pero Amarteduele sólo pone de manifiesto que hay voces reacias a madurar, o bien que todas las salchichas se parecen.