La Jornada Semanal,   domingo 17 de noviembre del 2002        núm. 402
Gabriel Sosa

El cine uruguayo actual

Entre documentales, películas en video y uno que otro largometraje, el cine uruguayo ha sufrido en serio la endémica precariedad que marca el séptimo arte de toda Latinoamérica. Sin embargo, en los últimos años se está “construyendo a sí mismo de la nada” para incrementar una producción que en siete décadas no ha podido sumar más de cincuenta películas. Gabriel Sosa documenta los pasos más recientes de una filmografía que, como todas las del mundo, merece existir, para lo cual ha encontrado mecanismos de los que otros países, como el nuestro, algo pueden aprender.

Escena de Corazón de fuegoEl cine uruguayo está llevando a cabo una extraña proeza, tal vez digna de mejores causas. Poquito a poco y a pulmón, se está construyendo a sí mismo de la nada, inventándose y tratando de afianzarse a medida que avanza. Se trata de una industria (¿arte?) que, a pesar de una larga tradición de intentos, nunca tuvo un real despegue ni un desarrollo en este pequeño país. Por eso es interesante contemplar su proceso, más que por los resultados parciales obtenidos, por el experimento, casi de probeta, que resulta ser. La cuestión es saber si podrá Uruguay producir, al fin, una película irreprochable, o al menos digerible, que no sea el resultado de la unión más o menos casual de una serie de factores casi fortuitos (premios, talentos extranjeros, subvenciones del Estado, coproducciones...).

Aunque se registran estrenos locales en cines desde antes de 1929, hasta la actualidad apenas si pueden contarse unos cincuenta filmes proyectados en salas comerciales, y eso incluye una gran cantidad de documentales, de los que hubo un auge en la década de los sesenta. También incluye varias películas filmadas en video, de las que también hubo un auge a partir de fines de los ochenta.

Desde mitad de los noventa el panorama cambia drásticamente. Por un lado, universidades privadas comienzan a producir egresados de carreras que cubren, o están conectadas con, la realización audiovisual. Por otra parte, varias agencias de publicidad locales y realizadores de publicidad comenzaron a tener fuertes superávits económicos debido a una serie de trabajos realizados para el extranjero. Estas agencias contaban con los medios técnicos necesarios para el trabajo de rodaje, y los realizadores sintieron crecer la ambición de convertirse en cineastas, de crear algún tipo de cine con los conocimientos adquiridos. Puede argumentarse que vender heladeras no es lo mismo que narrar historias, pero con peores materiales se han comenzado Cruzadas.

Por fin, el factor desencadenante de la oleada reciente del cine uruguayo provino de una fuente por lo menos extraña: los canales locales de tv por cable. Cuando estos medios comenzaron, en fecha muy reciente comparada con el resto del mundo, a cubrir el territorio de Montevideo, debieron llegar a un acuerdo con la Intendencia Municipal. Parte de este acuerdo incluyó la creación de un fondo destinado a solventar, mediante premios concedidos por un jurado, parte del costo de entre tres y seis proyectos anuales. La creación de este fondo fue el detonante real de la nueva producción del país, que en principio fue liderada por los mencionados publicistas, a los que posteriormente se fueron agregando estudiantes egresados de Ciencias de la Comunicación. Hoy se estrenan, financiadas o no por el fona (Fondo para el Fomento y Desarrollo de la Producción Audiovisual Nacional), entre tres y cinco películas por año, de diversa factura y con diversa suerte entre público y crítica. 

Desde la creación del fona, varias películas uruguayas han demostrado algo. La primera, Una forma de bailar (1997), dirigida por Álvaro Buela, demostró que en cierto formato (video betacam, televisivo) y con aportes extranjeros (un director de actores), se puede filmar, con rigor formal, un guión inteligente, más que correcto y que sea reconocible como propio por el público local. Lamentablemente en el apartado del guión poco se ha avanzado desde esta película. Otros estrenos de esta primera ola fracasaron miserablemente ya sea en este rubro, en narrativa, en el control actoral, en la parte técnica o en la simple lógica interna. 

Otario (1997) de Diego Arsuaga, dio un paso más en el dominio técnico. Una reconstrucción de época correcta y un dominio de cámara producto de la experiencia de su director como publicista, hicieron de este estreno lo más cercano a un producto comercializable en el extranjero que se había logrado hasta la fecha. Un avance más en este sentido fue dado por El viñedo (1999), de Esteban Schroeder, en la cual cierto virtuosismo técnico, los aciertos narrativos y el control del presupuesto (que lograron que la película, un thriller, se produjera por aproximadamente la misma cifra que costaría hacerla en Miami, por ejemplo), se vieron empañados por un guión penosamente mediocre, que se detenía tres centímetros antes de la incoherencia. Con todo, fue un interesante avance en la dirección correcta, al demostrar que es factible y técnicamente posible producir cine en Uruguay a costos competitivos con el mercado internacional. Además, al ser estrenada comercialmente en Buenos Aires, fue la primera producción uruguaya en trascender fronteras (a pesar de que en Argentina, debido a las críticas demoledoras en la prensa, no la fue a ver nadie).

La siguiente película notoria fue En la puta vida (2001), de Beatriz Flores Silva. En este caso se trató de una coproducción internacional, con un costo de alrededor de millón y medio de dólares, que logró una masiva concurrencia local de espectadores y presencia en varios festivales internacionales. Con todo, estos logros fueron más el resultado de la tenacidad y autoconfianza de su directora que de la discutible calidad del producto. En la puta vida dista mucho de ser una película lograda, y a pesar de que, a diferencia de varios otros estrenos locales, cuenta una historia con cierta fluidez hasta elegante por momentos, el costo de la producción no se refleja en la pantalla y el resultado en el extranjero fue tibio. De todas maneras demostró que se puede convencer a inversores extranjeros de financiar la producción de un filme de presupuesto mediano en Uruguay, aunque para lograrlo haya que contar con la presencia de un director monomaníaco que dedique su vida al proyecto.

25 watts (2001) de Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll, es otro ejemplo de madurez. Es tal vez la película más lograda de las producidas hasta el momento, la de más éxito en el exterior (fue premiada en el Festival de Rotterdam), la de mayor riesgo en el uso del lenguaje cinematográfico y la única de las mencionadas en esta nota que no cuenta con el respaldo del premio del fona.

El último opus notable es Corazón de fuego (2002), otra película de Arsuaga interpretada por reconocidos actores argentinos (Federico Luppi, Héctor Alterio, Gastón Pauls y Pepe Soriano), que logra la cumbre del dominio técnico y narrativo hasta la fecha. Lamentablemente, los recursos de su director se limitan a imitar cierto tipo de cine argentino con aliento épico y hambre de grandes exteriores, impresión reforzada por el exclusivo uso de argentinos como actores principales. Pero el mensaje que deja Corazón de fuego es que, al fin, se pueden alcanzar ciertos niveles de calidad comparables a los de uno de los mercados fílmicos más fuertes de Sudamérica.

Final abierto 

El fona sigue dando premios, y las películas siguen produciéndose. Es demasiado pronto para conjeturar cómo podrá afectar a esta naciente productividad la profunda y devastadora crisis económica que sufre el país. Quizá postergue indefinidamente todos los proyectos en marcha, o la devaluación facilite conseguir prestamos internacionales para coproducir. El tiempo dirá. Lo concreto es que, entre muchas películas olvidables (algunas tan malas que ni siquiera consiguieron un pase televisivo en el canal que había ayudado a financiarlas), se logró un puñado de producciones dignas o atendibles, e incluso un par con aroma a buen cine. Pero hasta ahora se ha tratado de victorias parciales, de triunfos en un campo a la vez, y el cine uruguayo sigue esperando al iluminado que produzca aquella película indiscutible, o al menos correcta, que logre el doble objetivo que marcaría de una vez por todas el inicio de una producción nacional digna de tal nombre: el filme que pueda ser exportado y disfrutado por el público de otros países, y dentro del cual los uruguayos puedan, por fin, reconocerse a sí mismos.