Jornada Semanal,  17 de noviembre de 2002           núm. 402 

ANA GARCÍA BERGUA

ESPECTADORES

Hay un cuento de Pedro F. Miret en el que a los espectadores que van a un cine se les pide que dibujen un león. Según cómo lo dibujan, los envían al patio de butacas o a la galería. No lo recuerdo muy bien (y quiero releerlo porque no sé cómo acaba), pero creo que a los de la galería los asesinan. Había olvidado ese cuento, leído hace muchísimos años, pero lo ocurrido hace varias semanas en el teatro de Moscú me lo recordó. Quizá lo que pasó en el teatro moscovita, en términos de catástrofe, fue menos espectacular que el ataque a las Torres Gemelas, pero lo que ocurrió ahí –y espero que no olvidemos las atrocidades que pasan sólo porque dejan de ser noticia de primera plana– tuvo un carácter metafórico que lo volvió más terrible en otro sentido, y que radicaba en el hecho de que las víctimas de lo ocurrido fueran meros espectadores, prisioneros de sus butacas, impotentes para salvarse o hacer algo que remediara la situación. Durante los dos o tres días que estuvieron los espectadores encerrados en el teatro, antes de que los fumigaran a todos con opio, y después de la fumigación y la revelación terrible de que todos los espectadores muertos lo habían sido merced a su rescate, qué paradoja, escuché en los medios y en las sobremesas toda clase de explicaciones en uno u otro sentido: que si la desesperación de los chechenos, alegaban unos para justificar que este grupo de chechenos hubiese puesto cargas de dinamita en un teatro lleno con setecientas personas que seguramente poco tenían que ver con las causas de su desesperación (las masacres que perpetra en Chechenia el gobierno ruso); que si el aspecto práctico, decían otros: si tú fueras el gobierno ruso, ¿cómo rescatarías a todos los espectadores sin arriesgar las vidas de algunas decenas? Todo ello, la verdad, me sonaba como una especie de matemática macabra, algo así como "¿de a cómo el muerto?", "¿de a cuántos muertos sale más barato?" Efectivamente, inmovilizaron y mataron a los terroristas, pero también fumigaron a más de cien espectadores que habían acudido ahí a ver un musical. Así como lo de las Torres Gemelas –que cada vez arroja más sospechas sobre el propio gobierno norteamericano– tuvo algo de película de Rambo, lo que vimos en Moscú fue una especie de obra de teatro en vivo del llamado nuevo orden mundial, un Gran Hermano a lo bestia, en el que pierden los espectadores y sólo a veces ganan los participantes. 

Los terroristas, en todos los países y en todas las circunstancias, hacen algo injustificable que es matar gente en aras de cosas con las que los muertos no tienen nada que ver. Y aunque lo tuvieran, matar gente no es solución de nada, creo que hay que decirlo bien claro. Por su parte, los gobiernos han reaccionado haciendo barbaridades mayores: el gobierno gringo devastó Afganistán, el ruso fumigó a los espectadores y creo que fue a masacrar a más de los independentistas chechenos. A mi modo de ver, todos ellos, los que comercian con vidas, no tendrán remedio. Por eso yo quiero insistir en los espectadores del teatro, que también representan a las víctimas del wtc, o en la gente de Afganistán a la que le cayeron las bombas destinadas a Bin Laden (otra manera extraña de matar mosquitos a chingadazos), porque ahí está nuestra verdadera tragedia humana: lo importante no son las razones políticas, ni las religiosas, sino las vidas de las personas corrientes, que no son heroicas, ni dirigen países, y muchas veces su único anhelo es que llegue el fin de semana para ir a ver una comedia musical, o al cine o al circo, si es que pueden. 

O será que una parte del mal radica en esta nueva especie humana que se está gestando, el homo spectator –busqué el latinajo en mi diccionario, perdonen si está mal–, que vive y muere mirando una pantalla, un noticiero, un escenario, y ya no distingue qué es realidad y qué es representación, y ya no puede hacer nada con ninguna de ellas (debo confesar que a veces es mi caso). A tal grado llegó la metáfora en el teatro moscovita, que cuando los guerrilleros chechenos ingresaron al lugar por el escenario, se mezclaron un momento con los actores del musical que también vestían como soldados. De modo que hubo un instante, un momento mínimo, en el que ambas categorías estuvieron confundidas; los pobres espectadores no imaginaban que, de repente, la obra se iba a cebar sobre ellos, y que su tragedia sería vista por otros millones de espectadores. También pienso que quizá el comando ruso encargado de la fumigación o gaseo pensó que de verdad podría rescatar a todos los rehenes, como cuando en las películas norteamericanas hay una gran explosión y el héroe sale incólume de ella. Quizá podamos decir, a últimas fechas, que la humanidad está viendo demasiada televisión, como el niño arquetípico que se ponía antes la capita de Supermán y saltaba desde la azotea (gracias a Dios o a Alá nunca conocí a ninguno verdadero). La pregunta es quién nos mandará a cenar y a la cama, antes de que de verdad gane el terror y ya ni siquiera queden espectadores.