Jornada Semanal, domingo 27  de octubre del 2002                 núm. 399

LUISTOVAR

EMILIO GARCÍA RIERA,
CINEASTA

Se tardó bastante, pero la Academia Mexicana de Ciencias y Artes Cinematográficas pudo darse el lujo y tener el honor de entregarle este año, aún con vida, el Ariel de Oro a don Emilio García Riera. De ese modo se verificó el mínimo acto de justicia para con el más cinéfilo de nuestros cineastas, o viceversa.

Habrá quien reproche que el título de estas líneas defina a don Emilio como cineasta, pues tal adjetivo suele aplicarse –o mejor dicho reservarse– a los directores cinematográficos. Quien así lo haga estará engrosando, a sabiendas o no, una lista por fortuna cada vez menos nutrida de personas propias y extrañas al medio de cine que una o más veces, y con mayor frecuencia en privado que en público, cometieron el desatino de regatearle a García Riera una importancia a fin de cuentas no mellada por unos ladridos que hoy, en los oídos de la memoria, suenan bastante patéticos y efímeros cuando se les compara con la permanencia de una obra y una vida insoslayablemente dedicadas al cine y, de manera especialísima, al que se apellida mexicano.

Es precisamente don Emilio quien da la pauta para incluirlo entre nuestros cineastas, a partir de la definición por él acuñada cuando se le preguntó acerca de la situación del cine mexicano. Cito de memoria: "Cuando se habla de literatura se piensa en los autores, no en las editoriales; del mismo modo, cuando se habla de cine debería pensarse en los cineastas, no en la industria del cine." En este mismo espacio se ha hablado de cineastas entendiendo con ese término a todo aquel que realiza cine, lo cual incluye al guionista, al actor, al fotógrafo, al productor... y, en consonancia con la amplitud de miras de García Riera y con el espíritu inclusivo de su trabajo escritural en torno al cine, habría que añadir, así sea de modo paralelo, al crítico y al historiador, aristas del poliedro cinero que don Emilio cubrió ampliamente. Visualizarlo así es vital, sobre todo en un medio particularmente difícil para la realización cinematográfica, como el nuestro.

Bastaría consignar la existencia de la Historia documental del cine mexicano, obra monumental con la que García Riera satisfizo lo que hasta ese momento era una enorme necesidad irresuelta, para abandonar el regateo. Y si Alguien se pone pesado y quiere más argumentos, que escoja entre una larga lista: autor, entre otros, de los libros El cine checoslovaco, El cine mexicano, El cine y su público, Historia del cine mexicano, México visto por el cine extranjero, Filmografía mexicana, El cine es mejor que la vida, Breve historia del cine mexicano, así como de las monografías Emilio Fernández y Julio Bracho. Con Fernando Macotela es coautor de La guía del cine mexicano; con Jomi García Ascot escribió el guión –además de fungir como asistente de dirección– de El balcón vacío, y por su cuenta hizo los guiones de En este pueblo no hay ladrones y Los días del amor; dirigió, editó o fundó, entre otras, las revistas Nuevo Cine, S.nob, La Semana en el Cine, Imágenes, y la mítica Dicine; publicó textos críticos que marcaron época y tendencia en México en la Cultura, La Cultura en México, Revista de la Universidad, Política, Excélsior, Proceso, Unomásuno y en este diario; fue profesor en las dos más importantes escuelas de cine en México, el Centro de Capacitación Cinematográfica y el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos y, hasta el último de sus días, dirigió un instituto dedicado a la investigación cinematográfica que la Universidad de Guadalajara creó a instancias suyas.

Pero si a nuestro quisquilloso Alguien los largos y envidiables currículum no lo convencen, habría que recordarle las que a mi juicio eran las tres mayores virtudes de García Riera: la primera, que a diferencia de muchos colegas, sabía mucho de cine y eso se notaba en su habla y en su escritura, y no precisamente por vía de la erudición pedante; la segunda, que a diferencia de muchos colegas, el cine le gustaba y escribía sobre él a partir de la pasión y no por afán forense, por decirlo así; y la tercera, que a diferencia de muchos colegas cuyo propósito parece ser el de alejar a la gente de las salas, don Emilio sabía contagiar el amor que sentía por su objeto de estudio.

Si con todo eso Alguien aún porfiara en decir que al perder a don Emilio García Riera no hemos perdido a uno de nuestros más importantes cineastas, entonces habría que decirle a Alguien que ya no vea más películas ni lea nada sobre cine, porque eso no es lo suyo.