Jornada Semanal,  domingo 27 de octubre del 2002                 núm. 399

ANA Y LOS CUENTOS

Yo no tengo idea de por qué las editoriales, y se dice que los lectores también, prefieren las novelas a los libros de cuentos. El cuento, para la mayoría de los narradores, exige un esfuerzo tan poderoso como el de los mejores capítulos de una novela. Ya lo dice el adagio literario: "Un cuento es una novela sin ripios." Una prueba de que este adagio dice la verdad es el segundo volumen de cuentos de Ana García Bergua, La confianza en los extraños (Editorial Debate, 2002). En este libro, de nuevo podemos apreciar esa mirada suya, burlona y no exenta de ternura, atenta siempre a registrar los matices más sutiles en el ánimo, que ha caracterizado su trabajo literario.

En este libro se reúnen los dos principales talentos de García Bergua: a la imaginación creadora de clubes misteriosos y antropofágicos, de barcos que van a la deriva piloteados por abogados, de historias, como la que da título al libro, en la que los personajes cobran vida –a la manera de Niebla de Unamuno– para pedirle al autor su complicidad en la construcción de un destino que no sea intolerable, se aúna la capacidad analítica de García Bergua, una destreza casi naturalista que ella utiliza para recrear las atmósferas más familiares, colocando en su núcleo un elemento que, apenas fuera de lugar, las hace siniestras.

La vejez, la culpa, la soledad, la mirada de los niños y la muerte, son algunos de los temas que García Bergua analiza, con ese humor solapado y penetrante que despuntaba en El umbral y en El imaginador y que se ha cumplido cabalmente tanto en Púrpura como en este libro. Su afición por las novelas del siglo xix se trasluce en la prosa de los cuentos "Otra oportunidad para el señor Balmand", "El Clarín Vespertino" y "El alma de Lecuona", tres piezas en las que recrea, con un registro cuidado y diálogos ceremoniosos, situaciones en las que la violencia se contiene o disimula por los buenos modales de los protagonistas.

En estos cuentos, el irónico uso de los adjetivos permite saber cuál es la posición del narrador, ya sea en una excéntrica parábola sobre la amistad y las obligaciones que conlleva ("El alma de Lecuona"); un comentario acerca de los escenarios posibles en una imaginación sobrealimentada por la nota roja ("El Clarín Vespertino") o el delirante y amable "Otra oportunidad para el señor Balmand", un relato macabro cuya atmósfera llena de guiños literarios e imágenes fellinescas logra hacer reír al lector y horrorizarlo al final con la revelación que lo cierra.

Es curioso que estos tres cuentos relacionados entre sí por giros estilísticos, también lo estén por un rasgo temático: la comida. Desfilan por estas páginas cuerpos humanos untados de soya y perejil que sirven de mesa a comensales para jugar dominó; brioches gigantes rellenos de estofado de res; cazuelas de mariscos; budines de dátil. Es un pastel el cebo que atrae al fantasma hambriento en el cuento "Novia de azúcar", es "el olor a frito, a rico" uno de los tormentos que padece el amante presa de la pasión por Hortensia, pasión que lo obliga a estar sin comer frente a casa de la amada mientras ella, cruel, cocina para el otro "sopa o pastel de carne horneado".

En contraste con los cuentos mencionados, se incluyen en el libro otros en los que la autora nos permite vislumbrar una faceta suya más grave e igualmente lejana de lo cursi. Tanto en "Animales fabulosos", cuya contundente frase final es al mismo tiempo una metáfora ambigua, como en "La señora Rogers", la autora nos revela una visión piadosa de la vejez. En el cuento "Los conservadores", García Bergua mezcla la destreza para crear situaciones absurdas con la sagacidad necesaria para descubrir los matices sentimentales que podrían darse en esos escenarios improbables. En "La Providencia", la autora discurre sobre la vejez, la soledad y la culpa sin caer jamás en la moraleja. Aquí la ironía se atenúa y da lugar a una ternura seca y clarividente, que enumera sin vacilar los terrores de los personajes.

Lectora gozosa de Ana García Bergua, yo contaba con su voz humorística y las maquinaciones extrañas de su imaginación, así que estas revelaciones delicadas y dolorosas constituyeron una verdadera sorpresa. El tono revelatorio del final de su primera novela, El umbral, resuena en estos cuentos con notas aún más sutiles sin abandonar jamás la apariencia de ligereza. Ya quisieran muchas novelas gordas, vendedoras, de poco calado, esa mezcla de epifanía y fluidez.