Antología
de Luis Cernuda
Donde
habite el olvido
Donde habite el olvido,
En los vastos jardines sin aurora;
Donde ya sólo sea
Memoria de una piedra sepultada entre
ortigas
Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.
Donde mi nombre deje
Al cuerpo que designa en brazos de los
siglos,
Donde el deseo no exista.
En esa gran región
donde el amor, ángel terrible,
No esconda como acero
En mi pecho su ala,
Sonriendo lleno de gracia aérea
mientras crece el tormento.
Allá donde termine
este afán que exige un dueño a imagen suya,
Sometiendo a otra vida su vida,
Sin más horizontes que otros ojos
frente a frente.
Donde penas y dichas no sean más
que nombres,
Cielo y tierra nativos en torno de un
recuerdo;
Donde al fin quede libre sin saberlo yo
mismo,
Disuelto en niebla, ausencia,
Ausencia leve como carne de niño.
Allá, allá lejos;
Donde habite el olvido.
II
Como una vela sobre el mar
Resume ese azulado afán que se
levanta
Hasta las estrellas futuras,
Hecho escala de olas
Por donde pies divinos descienden al abismo,
También tu forma misma,
Ángel, demonio, sueño de
un amor soñado,
Resume en mí un afán que
en otro tiempo levantaba
Hasta las nubes sus olas melancólicas.
Sintiendo todavía los pulsos
de este afán,
Yo, el más enamorado,
En las orillas del amor,
Sin que una luz me vea
Definitivamente muerto o vivo,
Contemplo sus olas y quisiera anegarme,
Deseando perdidamente
Descender, como los ángeles aquellos
por la escala
de espuma,
Hasta el fondo del mismo amor que ningún
hombre ha visto.
III
Esperé un dios en mis días
Para crear mi vida a su imagen,
Mas el amor, como un agua,
Arrastra afanes al paso.
Me he olvidado a mí mismo
en sus ondas;
Vacío el cuerpo, doy contra las
luces;
Vivo y no vivo, muerto y no muerto:
Ni tierra ni cielo, ni cuerpo ni espíritu.
Soy eco de algo;
Lo estrechan mis brazos siendo aire.
A
Larra con unas violetas
(1837-1937)
Aún se queja su alma vagamente,
El oscuro vacío de su vida.
Mas no pueden pesar sobre esta sombra
Algunas violetas,
Y es grato así dejarlas,
Frescas entre la niebla,
Con la alegría de una menuda cosa
pura
Que rescatara aquel dolor antiguo.
Quien habla ya a los muertos,
Mudo le hallan los que viven.
Y en ese otro sitio, donde el miedo impera,
Recoger esas flores una a una
Breve consuelo ha sido entre los días
Cuya huella sangrienta llevan las espaldas
Por el odio cargadas con una piedra inútil.
Si la muerte apacigua
Tu boca amarga de Dios insatisfecha,
Acepta un don tan leve, sombra sentimental,
En esa paz que bajo tierra te esperaba,
Brotando en hierba, vino y luz silvestres,
El fiel y último encanto de estar
solo.
Curado de la vida, por una vez sonríe,
Pálido rostro de pasión
y de hastío,
Mira las calles viejas por donde fuiste
errante,
El farol azulado que te guiará,
carne yerta,
Al regresar del baile o del sucio periódico,
Y las fuentes de mármol entre palmas:
Aguas y hojas, bálsamo del triste.
La tierra ha sido medida por los
hombres,
Con sus casas estrechas y matrimonios
sórdidos,
Su venenosa opinión pública
y sus revoluciones
Más crueles e injustas que las
leyes,
Como inmenso bostezo demoníaco;
No hay sitio en ella para el hombre solo.
Hijo desnudo y deslumbrante del divino
pensamiento.
Y nuestra gran madrastra, mírala
hoy deshecha,
Miserable y aún bella entre las
tumbas grises
De los que como tú, nacidos en
su estepa,
Vieron mientras vivían morirse
la esperanza,
Y gritaron entonces, sumidas por tinieblas,
A hermanos irrisorios que jamás
escucharon.
Escribir en España no es
llorar, es morir,
Porque muere la inspiración envuelta
en humo,
Cuando no va su llama libre en pos del
aire.
Así, cuando el amor, el tierno
monstruo rubio,
Volvió contra ti mismo tantas ternuras
vanas,
Tu mano abrió de un tiro, roja
y vasta, la muerte.
Libre y tranquilo quedaste en fin
un día,
Aunque tu voz sin ti abrió un deje
indeleble.
En breve la palabra como el canto de un
pájaro,
Mas un claro jirón puede prenderse
en ella
De embriaguez, pasión, belleza
fugitivas,
Y subir, ángel vigía que
atestigua del hombre,
Allá hasta la región celeste
e impasible.
Góngora
El andaluz envejecido que tiene
gran razón para su orgullo,
El poeta cuya palabra lúcida es
como diamante,
Harto de fatigar sus esperanzas por la
Corte,
Harto de su pobreza noble que le obliga
A no salir de casa cuando el día,
sino al atardecer, ya que
las sombras,
Más generosas que los hombres,
disimulan
En la común tiniebla parda de las
calles
La bayeta caduca de su coche y el tafetán
delgado de su traje;
Harto de pretender favores de magnates,
Su altivez humillada por el ruego insistente,
Harto de los años tan largos malgastados
En perseguir fortuna lejos de Córdoba
la llana y de su muro excelso,
Vuelve al rincón nativo para morir
tranquilo y silencioso.
Ya restituye el alma a soledad sin esperar
de nadie
Si no es de su conciencia, y menos todavía
De aquel sol invernal de la grandeza
Que no atempera el frío del desdichado,
Y aprende a desearles buen viaje
A príncipes, virreyes, duques altisonantes,
Vulgo luciente no menos estúpido
que el otro;
Ya se resigna a ver pasar la vida tal sueño
inconsciente
Que el alba desvanece, a amar el rincón
solo
Adonde con llevar paciente su pobreza,
Olvidando que tanto menos dignos que él,
como la bestia ávida
Toman hasta saciarse la parte mejor de
toda cosa
Dejándole la amarga, el desecho
del paria.
Pero en la poesía encontró
siempre, no tan sólo hermosura, sino ánimo,
La fuerza del vivir más libre y
más soberbio,
Como un neblí que deja el puño
duro para buscar las nubes
Traslúcidas de oro allá
en el cielo alto.
Ahora al reducto último de su casa
y su huerto le alcanzan todavía
Las piedras de los otros, salpicaduras
tristes
Del aguachirle caro para las gentes
Que forman el común y como público
son árbitro de gloria.
Ni aún esto Dios le perdonó
en la hora de su muerte.
Decretado es al fin que Góngora
jamás fuera poeta,
Que amó lo oscuro y vanidad tan
sólo le dictó sus versos.
Menéndez y Pelayo, el montañés
henchido por sus dogmas.
No gustó de él y le condena
con fallo inapelable.
Viva, pues, Góngora, puesto
que así los otros
Con desdén lo ignoraron, menosprecio
Tras del cual aparece su palabra encendida
Como estrella perdida en lo hondo de la
noche,
Como metal insomne en las entrañas
de la tierra.
Ventaja grande es que esté ya muerto.
Y que muerto cumpla los tres siglos, que
así pueden
Los descendientes mismos de quienes le
insultaban
Inclinarse a su nombre, dar premio al
erudito.
Sucesor del gusano, royendo su memoria.
Mas él no transigió en la
vida ni en la muerte
Y a salvo puso su alma irreductible
Como demonio arisco que ríe entre
negruras.
Gracias demos a Dios por la paz
de Góngora vencido;
Gracias demos a Dios por la paz de Góngora
exaltado;
Gracias demos a Dios, que supo devolverle
(como hará con nosotros),
Nulo al fin, ya tranquilo, entre su nada.
A
un poeta futuro
No conozco a los hombres. Años
llevo
De buscarles y huirles sin remedio.
¿No les comprendo? ¿O acaso
les comprendo
Demasiado? Antes que en estas formas
Evidentes, de brusca carne y hueso,
Súbitamente rotas por un resorte
débil
Si alguien apasionado les allega,
Muertos en la leyenda les comprendo
Mejor. Y regreso de ellos a los vivos,
Fortalecido amigo solitario,
Como quien va del manantial latente
Al río que sin pulso desemboca.
No comprendo a los ríos.
Con prisa errante pasan
Desde la fuente al mar, en ocio atareado,
Llenos de su importancia, bien fabril
o agrícola;
La fuente, que es promesa, el mar sólo
la cumple,
El multiforme mar, incierto y sempiterno.
Como en fuente lejana, en el futuro
Duermen las formas posibles de la vida
En un sueño sin sueños,
nulas e inconscientes,
Prontas a reflejar la idea de los dioses,
Y entre los seres que serán un
día
Sueñas tu sueño, mi imposible
amigo.
No comprendo a los hombres. Más
algo en mí responde
Que te comprendería, lo mismo que
comprendo
Los animales, las hojas y las piedras,
Compañeros de siempre silenciosos
y fieles.
Todo es cuestión de tiempo en esta
vida,
Un tiempo cuyo ritmo no se acuerda,
Por largo y vasto, al otro pobre ritmo
De nuestro tiempo humano corto y débil.
Si el tiempo de los hombres y el tiempo
de los dioses
Fuera uno, esta nota que en mí
inaugura el ritmo,
Unida con la tuya se acordaría
en cadencia,
No callando sin eco entre el mundo auditorio.
Mas no me cuido de ser desconocido
En medio de estos cuerpos casi contemporáneos,
Vivos de modo diferente al de mi cuerpo
De tierra loca que pugna por ser ala
Y alcanzar aquel muro del espacio
Separando mis años de los tuyos
futuros.
Sólo quiero mi brazo sobre otro
brazo amigo,
Que otros ojos compartan lo que miran
los míos.
Aunque tú no sabrás con
cuánto amor hoy busco
Por ese abismo blanco del tiempo venidero
La sombra de tu alma, para aprender de
ella
A ordenar mi pasión según
nueva medida.
Ahora, cuando me catalogan ya los
hombres
Bajo sus clasificaciones y sus fechas,
Disgusto a unos por frío y a otros
por raro,
Y en mi temblor humano hallan reminiscencias
Muertas. Nunca han de comprender que si
mi lengua
El mundo cantó un día, fue
amor quien la inspiraba.
Yo no podré decirte cuánto
llevo luchando
Para que mi palabra no se muera
Silenciosa conmigo, y vaya como un eco
A ti, como tormenta que ha pasado
Y un son vago recuerda por el aire tranquilo.
Tú no conocerás cómo
domo mi miedo
Para hacer de mi voz mi valentía,
Dando al olvido inútiles desastres
Que pululan en torno y pisotean
Nuestra vida con estúpido gozo,
La vida que será y que yo casi
he sido.
Porque presiento en este alejamiento humano
Cuán míos habrán
de ser los hombres venideros,
Cómo esta soledad será poblada
un día,
Aunque sin mí, de camaradas puros
a tu imagen.
Si renuncio a la vida es para hallarla
luego
Conforme a mi deseo, en tu memoria.
Cuando en hora tardía, aún
leyendo
Bajo la lámpara luego me interrumpo
Para escuchar la lluvia, pesada tal borracho
Que orina en la tiniebla helada de la
calle,
Algo débil en mí susurra
entonces:
Los elementos libres que aprisionan mi
cuerpo
¿Fueron sobre la tierra provocados
Por esto sólo? ¿Hay más?
Y si lo hay ¿adónde
Hallarlo? No conozco otro mundo sino es
éste,
Y sin ti es triste a veces. Ámame
con nostalgia,
Como a una sombra, como yo he amado
La verdad del poeta bajo nombres ya idos.
Cuando en días venideros,
libre el hombre
Del mundo primitivo a que hemos vuelto
De tiniebla y de horror, lleve el destino
Tu mano hacia el volumen donde yazcan
Olvidados mis versos, y lo abras,
Yo sé que sentirás mi voz
llegarte,
No de la letra vieja, mas del fondo
Vivo en tu entraña, con un afán
sin nombre
Que tú dominarás. Escúchame
y comprende.
En sus limbos mi alma quizá recuerde
algo,
Y entonces en ti mismo mis sueños
y deseos
Tendrán razón al fin, y
habré vivido.
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