La Jornada Semanal,   domingo  20  de octubre del 2002        núm. 398
 El magisterio de José Luis Martínez

Vicente Quirarte

Dice Vicente Quirarte que el juicio de José Luis Martínez sobre el doctor Mora puede aplicarse también a él: “De los clásicos latinos aprenderá sobre todo la gran arquitectura de la prosa, el periodo amplio, armonioso y orgánico que va desenvolviéndose con noble prosopopeya, sin forzar jamás el entendimiento ni con giros sintácticos bruscos ni con articulaciones forzadas.” El maestro Quirarte ha visitado varias veces ese paraíso borgiano que es la biblioteca de José Luis Martínez. En ese ámbito se fraguaron las reflexiones y los proyectos que, al plasmarse, han sido de incalculable valor para el ordenamiento de nuestra historia y de nuestra literatura.

Quienes no tuvimos el privilegio de escuchar en el aula las legendarias lecciones de José Luis Martínez, nunca acabaremos de agradecer el magisterio proporcionado por sus letras: mapas para la conquista de rutas, monografías sólidas y claras, la recopilación bibliográfica como obra de arte y aventura apasionada. Bitácora para navegar a Alfonso Reyes se titula uno de sus libros que mejor denotan la clase de crítico e historiador de nuestra cultura que José Luis Martínez ha decidido ser: cortés y agudo en sus descubrimientos, sensible y generoso en sus argumentaciones, honesto y exigente en la obra que ofrece siempre como un medio de construcción.

José Luis Martínez inició el estudio de la literatura mexicana cuando, paradójicamente, no era, entre los propios nacionales, un sujeto de moda. Actualmente, son numerosos los individuos, grupos e instituciones que la examinan desde diferentes perspectivas: el seminario de empresarios y editores del Instituto Mora, el de Bibliografía Mexicana del siglo XIX en el Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM, la especialidad en Literatura Mexicana de la Universidad Metropolitana Azcapotzalco. Por diversas vías, todos concuerdan en reconocer a José Luis Martínez como el decano de los estudiosos de la manera en que nuestro país construyó su imagen en el tiempo y en el espacio.

Por lo anterior, la suya ha constituido no una reconstrucción sino la construcción del imaginario que él supo identificar, descifrar y bautizar con el nombre, llano y preciso, de La expresión nacional. Ordenador de nuestra literatura lo denominó Luis Mario Schneider, quien publicara en 1984 la edición corregida y aumentada de la obra citada. A partir de semejante juicio es posible establecer una poética del estudioso de una literatura despreciada por anacrónica y desigual, incomprendida por quienes intentaban ver exclusivamente la literariedad y no el drama histórico que propiciaba la obra. Fue uno de los primeros en enseñarnos, con las herramientas y perspectivas del siglo xx, que las distintas maneras en que México ha articulado sus pasiones dependen no sólo de la voluntad retórica sino de su nacimiento en un país convulso y contradictorio. De ahí que La expresión nacional sea pariente, en más de un sentido, de Las corrientes literarias en la América Hispánica de Pedro Henríquez Ureña. En ambos libros hay la necesidad de ofrecer un panorama sobre los acontecimientos detrás de las palabras. En los dos autores subyace la voluntad de examinar los modos en que se concretiza el sentir de la lengua en sus diversas comunidades. Con el adjetivo amorosa se ha referido Gonzalo Celorio a la edición que José Luis Martínez preparó de las Obras de Ramón López Velarde para el Fondo de Cultura Económica. La referida edición es una muestra de la manera ascendente en la cual un autor se transforma con el paso de los años. Enemigo de la polémica fácil, de la maledicencia a la que es tan afecta nuestra pequeña República Literaria, grande en mezquindades, desde muy joven José Luis Martínez accedió al estilo sólido y claro que lo caracteriza. Su juicio sobre la escritura del doctor Mora puede aplicarse también a él: "De ellos [los clásicos latinos] aprenderá sobre todo la gran arquitectura de la prosa, el periodo amplio, armonioso y orgánico que va desenvolviéndose con noble prosopopeya, sin forzar jamás el entendimiento ni con giros sintácticos bruscos ni con articulaciones forzadas."

Pocos libros se parecen tanto a sus autores como los escritos por José Luis Martínez. Quien ha tenido la fortuna de estar en su casa-biblioteca, que cumple con el precepto borgiano del paraíso, puede apreciar el orden, la simetría y la pasión bibliófila y bibliográfica que lo caracterizan, pasión que han heredado –maniática y fervorosamente– sus hijos. Atento lector de los otros, dentro de sus libros es frecuente hallar recortes de periódico que contienen comentarios o notas bibliográficas sobre el autor o la obra en cuestión. Pasión domada denomina nuestro estudioso a la que guió la vida de Benito Juárez. No negada ni reprimida sino domada, a fuerza de insistir en la creación de un estilo que, de tan claro y preciso, pareciera ser fruto de la espontaneidad. De igual manera, uno de los aspectos más notables del estilo de Martínez consiste en la finura de la trama y la abundancia de información que sabe poner lo mismo en las breves semblanzas sobre trece escritores olvidados del México decimonónico que en su monumental biografía sobre Hernán Cortés. Sus prólogo y estudios introductorios a figuras centrales de nuestra heredad, particularmente en la Colección de Escritores Mexicanos de Editorial Porrúa, son ejemplos de cómo debe ser construido un texto que aspira a guiar e iluminar: capacidad de síntesis, juicios y bibliografía fundamental sobre el autor y la obra. Objetividad pero no sojuzgamiento. Mesura pero nunca incondicionalidad.

En alguna ocasión escuché a Jorge F. Hernández, cuando realizaba su tesis doctoral bajo la dirección de José Luis Martínez, que el maestro decía, ante el hallazgo o la información localizada por su alumno: "Esta es una ficha para tarjeta." "Esta es una ficha para cuaderno." No conozco mayores detalles pero, si la intuición no me engaña, la lección consistía en confiar al dinamismo de la tarjeta datos aislados y a vuelapluma, mientras que los textos con mayor aliento, aquellos más próximos al cuerpo de la escritura, deberían estar bajo el abrigo del cuaderno. Para nuestros tiempos de exploración ciberespacial, en los cuales es posible obtener por medios digitales un documento que se halla del otro lado del mundo, y para las generaciones que, mediante la utilización de la computadora personal, pueden adicionar y modificar bases de datos, realizar cortes y ediciones al texto, así como incorporar de manera instantánea la información almacenada, semejantes técnicas deben resultarle más que primitivas. Antes de las fotocopias y otros medios de reproducción, José Luis Martínez emprendió la heroica tarea de presentar nuestra historia literaria valiéndose del lápiz que transcribía –paciente y apasionadamente– la información contenida en libros o publicaciones periódicas de difícil acceso. Semejante escasez de materiales lo llevaron –en tiempos anteriores a la digitalización– al proyecto de reproducir facsimilarmente las revistas literarias del siglo xx, cuya aparición agradecen tanto investigadores especializados como los lectores que ven en ese termómetro la evolución del discurso y los avatares de sus emisores. Si bien en un principio tales publicaciones tuvieron un desplazamiento lento, con el paso de los años varias de ellas se han convertido en piezas de colección. Las revistas literarias constituyen, por otra parte, la demostración de una de las tesis fundamentales de Martínez: aquella que ve, en el desplazamiento de las generaciones, las transformaciones del estilo, las polémicas, la construcción del canon. Dos ejemplos: la aparición de "La suave patria" de Ramón López Velarde en El maestro de junio de 1921 y los primeros poemas de los Contemporáneos en Ulises, que constituyen, sin pretenderlo, una especie de manifiesto generacional.

Diversas son las lecciones que otorga el magisterio de José Luis Martínez: su modestia auténtica y no fingida, que sabe escuchar antes que pontificar; su discreción y su elegancia espiritual, transmitida tanto a su prosa como a su lenguaje corporal. Igualmente legendarios son sus heterodoxos horarios de trabajo, que ha sabido conquistar para establecer con la complicidad del silencio las conversaciones que requiere con sus libros y sus autores. Sin embargo, debajo de esa imagen aparentemente severa se halla el niño travieso y curioso, virtud que le ha permitido ser un escritor, un historiador y un crítico que no deja de crecer cualitativa y cuantitativamente. Lo confirmamos aquella tarde de Jerez, en junio de 1988, cuando explorábamos bajo su sabia guía la ciudad consagrada por los versos y las pasiones de nuestro poeta mayor. En la Plaza de Armas nos conminó a que lo acompañáramos a comer un raspanieve, que consumimos –de nuevo con "la frente bárbara del niño"– cobijados por la arquitectura andrajosa y muy digna del espacio que alguna vez cobijó a López Velarde. Al final, displicente y generoso, pagó por todos y, como el patriarca que no necesita hacer valer su autoridad, se incorporó para continuar la caminata por los santos lugares del velardismo.

Juan Rulfo declaró alguna vez que lo más importante en la vida era la serenidad. Para alguien que, como él, la había ganado después de todos los combates, la frase es digna de admiración y de envidia. Igualmente José Luis Martínez, en uno de los merecidos homenajes que se le han hecho, citó una frase del doctor Mora que él confesó adoptar como norma de vida. La transcribo como un homenaje a su ejemplo y a la aventura del alma a la que nos convida cada una de sus letras: "El amor a las ciencias es casi en nosotros la sola pasión duradera; las demás nos abandonan a medida que nuestra máquina comienza a decaer, y a medida que sus resortes se relajan. La juventud impaciente vuela de uno en otro placer; en la edad que le sigue los sentidos pueden proporcionar deleites pero no placeres: en esta época es cuando conocemos que nuestra alma es la parte principal de nosotros."