La Jornada Semanal, 20 de octubre del 2002            398

 MEMORIAS


EL PIANISTA DEL GUETO
DE VARSOVIA

LEO MENDOZA

Wladyslaw Szpilman,
El pianista del gueto de Varsovia,
Turpial/ Amaranto,
Madrid, 2001.
Durante el pasado Festival de Cannes, Roman Polanski se alzó con las palmas merced a su película El pianista, que sin lugar a dudas debe ser una espléndida cinta toda vez que contó como soporte con un texto estremecedor: las memorias de Wladyslaw Szpilman, memorias que forman parte de ese puñado de textos autobiográficos capaces de arrancarnos de la modorra de lector y despertar angustia, dolor, ira. Son libros que están más allá de la literatura, como sería el testimonio de Primo Levi en torno a su reclusión en Auswichtz y a su tormentoso regreso a casa que contó en Si esto es un hombre y La tregua. Son textos que se levantan contra el olvido y nos recuerdan, sobre todo en estos días, que la guerra es la mayor expresión de la locura del hombre y que, a la vuelta de un nuevo siglo–tras los horrores de la Shoa– estamos donde mismo, que no hemos aprendido nada.

Szpilman escribió El pianista del gueto de Varsovia apenas terminada la guerra, en 1946, sobre las ruinas de aquella capital europea. Pero su testimonio resultó tan fuera de toda norma que la nomenklatura polaca decidió olvidarse de ellas y prohibir su reedición. Había situaciones en el libro que no cuadraban con la hagiografía oficial del comunismo. Szpilman continúo su carrera de concertista, vivió en Varsovia los cambios que hicieron posible el derrumbe del llamado Bloque Socialista y, paradójicamente, vio cómo su testimonio era vertido a otros idiomas y era considerado por muchos como un libro fundamental, de fuerza y de supervivencia que por momentos, si no supiéramos que es cierto, rozaría lo increíble.

Una serie de situaciones fortuitas hicieron posible que este pianista de la radio polaca pudiera sobrevivir sin ser enviado a los campos de la muerte –la mayoría de los cuales, curiosamente, se encontraban en Polonia. Sin embargo, su familia no corrió con la misma suerte. Una de las escenas más desgarradoras de la cinta es cuando toda la familia, tras burlar varias veces al desastre, es conducida al Umschlagplatz a esperar uno de los trenes de la muerte: ahí comparte una última comida, un dulce y luego se separa para siempre.

La escena es terrible y no es la única. Como un personaje de la picaresca, Szpilman se convertirá en uno de los muchos judíos obligados a trabajar para los nazis y, gracias a que puede salir del gueto, establece contacto con la resistencia y consigue contrabandear armas y municiones y lo cuenta sin el mayor asomo de soberbia; las cosas ocurrieron así. Para su fortuna. Esto ocurre, incluso, a la hora de hablar de las diferencias existentes entre aquellos judíos que se enriquecieron o se aprovecharon de la situación, de los que formaron parte de la policía judía que quizá se excedió en su colaboración con los invasores, y de la complicidad de muchos ucranianos en los brutales actos de antisemitismo perpetrados por el ejército alemán.

No es raro que Polanski se haya entusiasmado con el libro porque se encuentra pleno de escenas memorables y descritas con una sobriedad casi cinematográfica. Una de las más estremecedoras es la Nochebuena, cuando uno de sus más crueles verdugos le pide a la cuadrilla de trabajadores de Szpilman que cante. Y ellos interpretan, en medio de la oscuridad, una canción patriótica que estaba prohibida.

Szpilman pasó casi dos años oculto entre los restos de la ciudad y por azares del destino se refugió en uno de los centros de comando del ejército alemán donde fue descubierto por un oficial quien, por cierto, tras escucharlo, le pidió que tocara el piano y, luego, lo ayudó a sobrevivir hasta que las tropas polacas entraron en Varsovia, y que a punto estuvieron de acabar con la vida de Szpilman quien se dejó puesto el capote que el oficial alemán le había regalado para que se protegiera del frío.

La historia de Szpilman es aún más estremecedora porque está contada con una profunda sobriedad: ni siquiera en el momento cuando decide terminar con su vida o rendirse definitivamente las quejas o los lamentos invaden el texto. No, el pianista –quien por cierto cerró y abrió las transmisiones de la radio polaca tocando a Chopin– es simple y llanamente un testigo.

Curiosamente, en la primera edición de las memorias de Szpilman, las autoridades polacas transformaron la nacionalidad del salvador del pianista haciéndolo pasar por un oficial austríaco. La historia, que se encadena dramáticamente, quiso que el nombre del capitán Wilm Hosenfeld no se borrara: murió en un campo de prisioneros soviético pero poco a poco se ha sabido que Szpilman no fue el único a quien ayudó, que aún hay varias familias polacas que lo recuerdan como un héroe.

Afortunadamente para los lectores de todo el mundo, las memorias del pianista del gueto de Varsovia hoy pueden ser leídas y tal y como las escribió aquel sobreviviente que, en las páginas finales del libro, camina por las calles de una ciudad destruida, tan sólo acompañado por la muerte •