La Jornada Semanal,  domingo 20 de octubre  de 2002            398
(h)ojeadas
LA SAGA DE RAMIRO CINCO

ANAMARI GOMÍS

  Daniel Sada,
Luces artificiales,
Joaquín Mortiz,
México, 2002.
Leer cualquiera de los libros hasta ahora escritos por Daniel Sada (los libros de cuentos Juguete de nadie, Un rato, Registro de causantes; el poemario Los lugares, y las novelas Lampa vida, Una de dos, Albedrío y la fundamental Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, entre otros textos) precisa intrincarse en una región muy distinta de los espacios de escritura propuestos por otros narradores mexicanos contemporáneos. Sin embargo, resulta inevitable, creo yo, el referente de la obra del autor cubano José Lezama Lima cuando se fatiga la lectura de una literatura como la que produce Sada. Lezama, el gran neobarroco, al igual que el autor de Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, perturbaba el orden de la oración en afán gongorino. Por lo demás, creaba neologismos e incluía parrafadas poéticas en un ámbito que se suponía meramente prosístico. Ponía a sus personajes a dialogar como si se dijeran poemas. Sada, por su parte, también somete al lector a un estado alterado del lenguaje, amén de que proporciona nuevas formas y significados en el particular vínculo que establece entre meneos coloquiales y cultismos. En sus textos existe una irradiación de diferencias que van de la mano. En su nueva novela, Luces artificiales, lo mismo escribe una oración como "firmaba con un garigol espiruloso cuyo remate era un recueste en gancho" que apunta que las nubes son "furris" o que el personaje fue "a comprar ropa elegantísima en una tienda (tipo alfolí) harto currutaca donde también la estafa era muy-muy..." Aunque este recurso, el de combinar habla culta y las palabras más crípticas del diccionario, con voces coloquiales, melange que crea su propia gramaticalidad, es la huella de Daniel Sada, sus lectores no parecemos estar nunca prevenidos. La historia nos atrapa y, de repente, un alto en el camino nos obliga a detenernos en las frases, en la unión de dos palabras que juntas componen un nuevo significado, en un sustantivo que se adjetiviza, en un adjetivo que se adverbializa, en una oración sin verbo que se verbaliza por sí misma, que predica de sí, o en un eco intertextual de otra novela del escritor de Luces artificiales.

Pero la región literaria de la que nos participa Sada tiene sus bemoles, ya que exige el trabajo constante del lector, que puede creer en un momento dado que la trama se desliza sin interrupciones para luego toparse con la selva oscura de una exuberante creación lingüística.

La extensa, tediosa a ratos, y espléndida novela Porque parece mentira la verdad nunca se sabe de Daniel Sada ha sido calificada de obra maestra por Christopher Domínguez y por muchos de sus lectores, casi todos ellos escritores. El andamiaje lingüístico, el recreo de más de cien personajes, el camión de estudiantes muertos, como un motivo medieval, pululando por diversos sitios, entre otros muchísimos elementos que son, más que un estilo, el universo surgido de Daniel Sada, llenan o reproducen, de manera sorprendente, el espacio vacío. Para los barrocos del siglo xvii o para sus seguidores latinoamericanos contemporáneos, el horror vacui resulta un instigador surgido de la nada. En el específico caso del Daniel Sada, la necesidad de colmar las páginas de formas literarias posibles nace, acaso, de haber vivido el autor cerca del desierto. Si el brasileño Joao Guimaraes Rosa concibe un sertón de palabras, de escamoteo proliferante de la palabra diablo, su admirador Daniel Sada cubre con un manto de lenguaje el desértico escenario de Mexicali, que Sada transforma en un escenario de la escritura y también de lo metafísico. La maestra que le enseñó latín, la lectura crispada de los clásicos en un lugar donde no había bibliotecas ni prioridades culturales convirtieron a Sada en un generador de significantes, de texturas palabreras, pues.

Valga esta mínima introducción a la impronta literaria de Daniel Sada para tratar Luces artificiales. En esta reciente novela, nuestro autor procuró con desenfado un carnaval lingüístico, mismo al que, como ya apunté, es afecto, e incurre en un mundo paródico, en el que hace mofa del thriller, de la nota roja de los periódicos, de los provincianos ricos y de la ciudad como ámbito.

El antihéroe de Luces artificiales, Ramiro Cinco, padece de una notoria fealdad. Debemos pensar que tan insoportable, que sus hermanos y sus hermanas lo discriminan, máxime que todos ellos son guapos. No es que Ramiro se asemeje al hombre elefante, pero, según nos enteramos por su padre, su nariz parece un hueso de mango y sus labios se abultan como un intestino grueso y sus cejas crecen sin ton ni son. En definitiva, Cinco resulta un esperpento y no precisamente valleinclanesco. De todas maneras, mucho de lo que sucede en Luces artificiales incurre en lo esperpéntico. El mismísimo dinero, cuestión que se incluye en las tramas desde que la novela debutó como género, cobra en el libro de Sada, así como pasa con las novelas de Balzac, un lugar primordial. La existencia de Ramiro Cinco gira alrededor de su rostro infame, que ha de transmutarse en guapura plástica, y de los millones que su padre le ha heredado sólo a él, por ser desagraciado y poco inteligente. A los demás hijos, los que nacieron bellos, el padre, un enfermo terminal, los despoja de su legado económico.

Dos condiciones le pone don Néstor Rubén Cinco a su hijo de semblante repulsivo para dejarle el dineral: una, acudir con un cirujano plástico para que transforme la horrenda faz, y la otra estriba en no volver jamás al pueblo, a su origen. No digo más, porque no he de revelar la trama de Luces artificiales, misma que, junto con el entretejido lingüístico, el lector habrá de descubrir, con el mismo interés que despiertan las historias de aventuras.

Hasta aquí, baste decir que la historia registra un antojo guiñolesco de Daniel Sada, plena de ademanes, de vericuetos, de trasuntos de palabras. Las deformidades de Ramiro, por ejemplo, no se describen del todo, pero se perciben por la proliferación de datos que el protagonista acumula antes de mudarse quirúrgicamente la cara. Se informa en los libros de cirugía, compulsivo y obsesivo, y en este trasvestismo de lenguaje médico radica el tamaño del infierno en el que vive: su fealdad sin parangón. Para su desgracia, esto último no será el caso de su belleza, que encierra una sorpresa mayúscula.

Mientras es feo, feísimo, Ramiro Cinco no despierta similitudes con Cyrano de Bergerac. Su nariz es enorme, pero chata, sin entonaciones priápicas, sin discursos enamoradores. De guapo, es un mal amante, más dado al onanismo que a relaciones verdaderas. Ante el peligro, se vuelve cobarde, corre a protegerse con su mamá y, de nuevo la parodia, teme oír la voz del padre muerto, como un Hamlet, adentro del clóset donde se guarece hacia final del libro, "de ocultis", para utilizar una forma muy de Sada. En definitiva, Cinco es una facha, una parodia como el propio lenguaje de su creador, que habrá de cumplir su función como personaje novelesco, puesto que la vida lo educa y lo endereza.

Vibrante, espectacular en sus giros como luces pirotécnicas, esta reciente novela de Daniel Sada lo ubica, una vez más, en un lugar privilegiado de nuestra narrativa. Recomiendo, pues, Luces artificiales al lector que esté dispuesto a sortear toda clase de obstáculos, a desbrozar las metamorfosis de muchos vocablos y de gran cantidad de frases que son, en sí, el goce mismo de la lectura •