La Jornada Semanal,  domingo 20 de octubre del 2002        núm. 398
 Dos testimonios

CON MÁS DE OCHENTA AÑOS
ARTURO AZUELA

José Luis Martínez en el Colegio Renacimiento, Ciudad Guzmán, Jalisco, ca. 1925, compañero de Juan José Arreola que es el tercero de izquierda a derechia, fila interior.En una década prodigiosa de la narrativa iberoamericana, aproximadamente entre 1945 y 1955, en los últimos tiempos de Frida Kahlo y Diego Rivera, del mando sabio de Alfonso Reyes, empieza a destacar un joven ensayista de Jalisco, nacido en 1918. Es erudito y trae en su equipaje una prosa transparente; además, por ese entonces no se olvida de que audacia es el juego. Es José Luis Martínez con sus primeras reflexiones en torno a la literatura mexicana. Ha pasado por las aulas de Filosofía y Letras, por los recintos prodigiosos de aquel ateneo que fue Mascarones. Es melómano y buen fumador, de hablar pausado y amigo de editores y bibliófilos. Al paso del tiempo, al aumentar los refinamientos del sibarita y del hombre de mundo, será un espléndido coleccionista y un editor de altos vuelos.

Profeta en su país, en los laberintos de la capital y en sus raíces de tierra adentro, llama la atención cuando su pupila de gran crítico se adueña de los mejores rumbos literarios. Ha ejercido muchas funciones públicas, pero sin jamás olvidar un solo día su trabajo de lector y de investigador en bibliotecas y archivos. Ha representado a México en conferencias internacionales y fue embajador en Lima y en la unesco. Fue parlamentario por Jalisco y director del inba. Estuvo ubicado en esa tradición mexicana, ya sequiscentenaria, en torno a los haberes y deberes del escritor y el político, esa alianza del poder y la sabiduría, reservando a esta última el rango supremo de la escala axiológica.

En 1971 llegó a Atenas con el nombramiento de embajador. Ya había divulgado a los más importantes narradores y poetas del siglo xx mexicano. Prologó las Obras completas de Agustín Yáñez. Y con fervor estudia a muchos viajeros de empresas heroicas; muchos años se detiene en viejas revistas literarias y en la figura de Nezahualcóyotl. Da a conocer la relación epistolar entre Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña. Va y viene por los archivos de Simancas, El Escorial, Sevilla, París, Berlín, Chicago. Ya conoce las entretelas de las pérdidas pasionales y las incertidumbres y goces de la paternidad.

Poco tiempo después de dirigir el Fondo de Cultura Económica, años de incertidumbres e inestabilidad económica, de la defensa con calidad de sus programas editoriales, es elegido director de la Academia Mexicana de la Lengua. Nos platica, en atractivas sesiones, sus andanzas por Extremadura y la vida de Hernán Cortés, y nos recuerda que la historia de México está en pie. Recibe reconocimientos aquí y allá, el Alfonso Reyes, el Nacional de Literatura, la medalla Meléndez Pelayo.

Y todavía, después de los ochenta años, puntilloso y crítico severo, no hay tregua para José Luis Martínez, figura paradigmática, exigente en el trabajo cotidiano y siempre sabio en las formas y contenidos supremos de la amistad.

EL CORAZÓN SIN LÍMITES
JORGE RUIZ DUEÑAS

"Vejez, venimos de todas las orillas de la Tierra. Nuestra raza es antigua…", dice Saint-John Perse en Crónicas. Pero, adónde va esa sabiduría en el dominio del crepúsculo. Cómo ocuparse del legado del tiempo mientras la carne evade su deber de arcilla, justo cuando la retina interior es más aguda. José Luis Martínez ha practicado una respuesta que no dilapida las gotas de la clepsidra. Una tarea cumplida con creces no le conduce a la conformidad. Dos ojos brillantes que escudriñan. Su aliento de Eolo que insufla jarcias íntimas cuando avanza por senderos de lo cotidiano, son justas prendas del arraigo en la Tierra. La Academia, las faenas literarias, esa manera suya de estar presente en la vida misma que palpita en las sienes mientras obedece al cuerpo con rutinas ajustadas a las exigencias de la tarde, son pruebas de su afán por edificar las ideas y escudriñar los conceptos.

No cesa. No reposa. Una combustión interior le invade. Solicita entre humoradas que la librería con su nombre en Jalisco, los jóvenes la llamen "la Joseluisa". Sí, a la manera de la Capilla Alfonsina. Acude a los recuerdos con la precisión del cronista. No los ajusta a la imaginación. Corre riesgos con nuevas y osadas aventuras del intelecto, sin amedrentarse por cálculos temporales. A veces, un silencio abre el compás para ordenar los pensamientos y alumbrar conclusiones. Precede el gesto, la mano, el índice que apunta a un horizonte imaginario. Luego, la mirada que hace recordar a Amado Nervo calcula la escena para disparar el juicio, el comentario nómada: "La religión no es cosa dramática para mí."

No puedo precisar cuándo conocí a José Luis Martínez. Las anécdotas se aglomeran. Pero algo de él tengo siempre presente: su forma astuta de atrapar la existencia, ese apetito suyo por la experiencia inagotable de los días, atento a la escena social, a la creación y sus fundamentos, a las raíces y antípodas de nuestra historia: el controvertido mundo antiguo. Por ello, nunca ha dejado de ser un hombre de letras. Aún en sus episodios políticos y diplomáticos, empleaba el tiempo, el recurso extinguible, en investigar y construir obras de examen y crítica. José Luis Martínez, el amante de los libros, el filólogo, el historiador de la cultura escrita, el editor, el ensayista, el escritor de Atoyac, no ha navegado en las aguas mercantiles de los textos. Su lealtad a esa vocación la confirma una biblioteca con más de cincuenta mil volúmenes, debidamente clasificada y escrupulosamente analizada. Ahí, donde deambula enfundado como un muchacho en pulcras camisas a rayas.

Desde las primeras experiencias escolares que estimulaba el legendario texto de Rosas de la infancia, se fue acendrando en él, además de la vocación de un escritor singular, la conciencia de que somos lo que leemos. Así, el compañero de banca de Juan José Arreola en Zapotlán, el camarada de correrías de Alí Chumacero en Guadalajara, el tránsfuga de los estudios de medicina, se convirtió en voraz lector y escudriñador de los pasajes oscuros que entrelazan los íntimos recodos de nuestra esencia literaria y nacional. Su campo preferente es el siglo xvi, pero salta entre varias centurias; incluso ha dibujado el panorama de las letras mexicanas más allá de la primera mitad del siglo pasado, con el gusto y paciencia del orfebre: "No es cosa buena trabajar con prisas", afirma en La literatura mexicana del siglo xx. Por eso gusta de la música que no perturbe... La que no interfiera con su proceso de reflexión ni le impida ascender a la intemperie de las ideas o disperse su esfuerzo, el "honesto afán de conocimiento" al abordar la era actual de violencia renovada sin matalotaje para los nuevos pasajeros de Indias.

José Luis Martínez ha metido el dedo en muchas llagas. Comprueba y corrobora. Su instinto de investigador le persuade de ejercer la cetrería de la verdad, y en la espesura de la noche los grandes libros se encuentran con este guardián que les conserva vivos, como si de un arboreto o un acuario se tratara. La erudición y la naturaleza se amalgaman en él. Una, la mantiene en páginas perdurables; la otra, le lleva a la celebración del pan, de los frutos, del vino, al gozo de estar vivo, y confiesa entonces la fusión del cuerpo y el espíritu: "Al principio hice poesía un poco alcahueta." Luego se le oye agregar: "La cabeza no cambia. Sigo deseando a las mujeres. A veces, ferozmente." Cuando lo dice, sonríe. Escucho su fuelle. Afuera la tormenta y el relámpago anegan la ciudad. Vuelvo otra vez a recordar a Perse: "Henos aquí, vejez. Toma la medida del corazón del hombre."