RECUERDO AMOROSO DE YUCATÁN Para
mi mamá
Mis hermanos y yo conocíamos el sabor del chicle puro, esas tablillas que parecían bloques de plastilina y sabían bueno, a plastilina; comido helados de sabores fantásticos, como la crema morisca, frutas nunca vistas aquí, huayas de carne rosada, platillos complicados y famosos, queso relleno, cochinita pibil, tzitlipak, papadzules, codzes, longaniza de venado, frijol con puerco, todo aderezado con el chile más bravo de la República; jugado a las escondidillas en Chichén Itzá; arrojado puñados de fósforo al mar (y el fósforo relucía como metal derretido); habíamos pescado (nada, pero lo intentamos) sentados en el muelle de Progreso; y en esas épocas anteriores al filtro solar de quince fps, nos habíamos quemado, despellejado y vuelto a quemar, hasta quedar color caoba, como yucatecos de pura cepa. El mar de Progreso, todo el mundo lo sabe, es tan manso que las olas diminutas de la mañana apenas si alcanzan a hacer un discreto y cristalino murmullo, pero tiene sus secretos, y como cualquier mar, es infinito. Andábamos con chanclas de hule, y al regresar al df mirábamos con lástima a los pobres niños chilangos, con sus patitas enfundadas en tenis Dunlop. Nuestros pies, ligeramente ensanchados por dos meses y medio de andar descalzos en la arena, eran nuestro orgullo: ¿quién más andaba descalza por la calle sin miedo a quemarse? Éramos Mowglis, Tarzanes, Chanoc, gente salvaje e inteligente. Además, siempre traíamos de regreso maqueches, esos artrópodos inofensivos y enormes cubiertos de pedrería de fantasía, que asustaban y atraían a los otros niños. Para mí, la palabra verano evocaba un mundo mágico y ardiente; la carretera blanca, quemante, siempre a punto de ser devorada por la maleza, el tronco férreo y brilloso de los cocoyoles; el árbol chechén, cuya resina quema; la ceiba, cuya sombra cobija a la Xtabay, fantasma hermoso y letal; el rumor impenetrable de los grillos; el grito insolente de los xcoques (unos zanates, pero más grandes); el rugido de los saraguatos como un tren que se aproxima en la noche. Mérida, una ciudad cuyas banquetas (escarpas, dirían los yucatecos) estaban siempre cubiertas de pétalos rojos, amarillos y anaranjados, de casas majestuosas, de jardines poblados de insectos descomunales y reptiles esmeraldinos cuyos nombres en maya me repetía mi madre, xmajaná, chihuó, xquclin En Progreso fumé mi primer cigarro, echada en una hamaca que empujaba con indolencia, tocando la pared con la punta del dedo gordo del pie. Fue en una hermosa casa de techo de guano y paredes de piedra. Yo tenía doce años. Mi tío Carlos, sentado en una silla, me veía con atención mientras me instruía: Haz como si te comieras el humo. Lo guardas, luego soplas, y ya está me decía. Fue el final de mi infancia, menos dramático que el de muchos, pero perfectamente señalado. Ese mismo día, en la tarde, íbamos por la playa cuando, de pronto, el mundo me reveló su belleza y tuve mi primer patatús adolescente. Era la hora en la que no hay sombras y en el horizonte se confunden el cielo, la tierra y el mar en una línea difusa y roja. Ahora, la hermosura de Yucatán está
devastada, tan lejana como mi niñez. Y yo apenas puedo hacer algo
más que escribir estas líneas.
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