La Jornada Semanal,   domingo 13 de octubre del 2002        núm. 397
Antonio Soria

El perseguidor Oliveira

Antonio Soria nos recuerda a Oliveira, a Traveler, a Polanco, a Lucas “y a todo el resto de los ángeles enfermos de desorden moral” que pasan, viven, sufren, gozan y mueren en el generoso territorio creado por la prosa de Julio Cortázar. El maestro Soria ha leído con pasión, deleite y sobresalto la obra de Cortázar y piensa que Rayuela en cada relectura nos hace la “gauchada” de regresarnos a la edad en que la leímos por primera vez. Sin embargo, la misma lectura deshace el espejismo y nos regresa a la verdad de los años que tenemos y, sobre todo, de los que vendrán en ese futuro con sus irónicas dos caras. Recordar a Cortázar es entrar a un mundo de ideales, desasosiegos, amables ironías, inteligencia infatigable e inmarcesible prosa

Pequeña historia tendente a ilustrar lo precario de la estabilidad dentro de la cual creemos existir, o sea que las leyes podrían ceder terreno a las excepciones, azares o improbabilidades, y ahí te quiero ver
Julio Cortázar,
Historias de cronopios y de famas
Habría que preguntarle al Horacio Oliveira que todos alguna vez vimos cómo se nos quedaba a vivir dentro de nosotros mismos, qué piensa hoy que se van cumpliendo diez, veinte, treinta o cuarenta años desde aquella primera vez que le envidiamos la forma en que con un dedo dibujaba la boca de La Maga como si saliera de su mano.

Ese Oliveira que no hemos alcanzado a ser, ése que todavía de cuando en cuando nos corrige la plana y, como quien no quiere la cosa, antepone una hache a todo aquello que ahora nos parece lo único himportante, no se ha movido de su sitio –donde "su sitio" es, indistintamente, la semivacía sala de conciertos de una pianista que no toca ni para sí misma; el centro de un corrillo fugaz desde donde pueda escucharse que a uno lo llaman "inquisidor"; el extremo de un tablón colocado entre dos ventanas; el depósito de cadáveres de un manicomio.

Allí está ese Oliveira personal, tomando mate y desconfiando de las palabras del mismo modo en que nosotros, quién sabe cómo y desde cuándo, empezamos a perderle la confianza que alguna vez, hace ya tanto tiempo que parece que hubiera sido ayer, le dimos sin ninguna restricción, cuando buscábamos nuestros propios ríos metafísicos en los cuales nadar como veíamos que él nadaba con una destreza que ya desde entonces no parecía avenirse bien con las más de cuatro décadas que le había tomado llegar hasta donde nosotros también queríamos, hasta donde probablemente sólo La Maga, y eso a riesgo de no saber qué tan lejos estaba llegándose, con todo y nuestro propio Rocamadour entre los brazos. Porque nosotros tampoco hemos aprendido a interpretar o, aún peor, no hemos aprendido a distinguir cuándo hace falta la interpretación y cuándo hay que tirar esos anteojos que no nos están sirviendo para nada.

¿Hace cuánto que no nos preguntamos quién está "de vuelta de sí mismo, de la soledad absoluta que representa no contar siquiera con la compañía propia, tener que meterse en el cine o en el prostíbulo o en la casa de los amigos o en una profesión absorbente o en el matrimonio para estar por lo menos solo-entre-los-demás"? ¿Hace cuánto que el cine, la profesión absorbente o el matrimonio consiguieron convencernos de esa patraña según la cual no es cierto que estamos solos? ¿No será, por casualidad, el mismo tiempo transcurrido desde que la última vez que cerramos Rayuela pensando que qué buena novela? Hay que repetirse que sólo eso es, una novela que leímos hace algunos años, aunque cuando volvemos a ella de nuevo nos arranca un rato de nosotros mismos y nos hace la gauchada de tener de nuevo los años que tuvimos en el primer encuentro –casi siempre diecisiete, dieciocho, siempre menos de treinta–, condición que debemos apresurarnos a abandonar tan pronto como podamos, porque salir y entrar de las edades tenidas y por tener en virtud de la lectura de un libro, por fundacional o generacional o fundamental que éste sea, no es de gente seria.

LA REVOLUCIÓN NO ES UN JUEGO

Joven amigo: ¿Se siente revolucionario? ¿Cree que la hora se acerca para nuestros pueblos?

En ese caso, proceda CON SERIEDAD. La revolución no es un juego. Cese de reír. NO SUEÑE. Sobre todo NO SUEÑE. Soñar no conduce a nada, sólo la reflexión y la seriedad confieren la ponderación necesaria para las acciones duraderas. Niéguese al delirio, a los ideales, a lo imposible. Nadie baja de una sierra con diez machetes locos para acabar con un ejército bien armado: no se deje engañar por informaciones tergiversadas, no le haga caso a Lenin. La revolución será fruto de estudios documentados y de una larga paciencia. SEA SERIO. MATE LOS SUEÑOS. SEA SERIO. MATE LOS SUEÑOS. SEA SERIO. MATE LOS SUEÑOS.

Hay que tener cuidado entonces, no vayamos a intuir "que hay algo que quiere ceder en alguna parte, una luz que busca encenderse, o más bien como si fuera necesario quebrar alguna cosa, quebrarla de arriba abajo", como le sucede a Bruno cada vez que acaba de hablar con Johnny Carter. Es necesario repetirse que los solos de saxofón y las reflexiones frente a un jarrito verde no producen mandala alguna; Bruno tiene razón cuando razona juiciosamente y define a Johnny –que es definir a Oliveira, a Traveler, a Polanco, a Lucas y a todo el resto de los ángeles enfermos de desorden moral– como lo que es, "un pobre diablo de inteligencia apenas mediocre, dotado como tanto músico, tanto ajedrecista y tanto poeta del don de crear cosas estupendas sin tener la menor conciencia (a lo sumo un orgullo de boxeador que se sabe fuerte) de las dimensiones de su obra". Más nos vale que así sea; más le vale a ese perseguidor que allí dentro sigue con ganas de arañarnos la conciencia y cuando bajamos la guardia durante un segundo aprovecha para reírsenos en la cara porque está visto que cada instante nos alejamos más de todo aquello, aunque vaya si nos gustaría seguir creando cosas estupendas –por lo menos en la opinión de ese grupo de amigos que ya se disolvió, para la pareja de solidaridad irrestricta con nuestros balbuceos y nuestros atisbos de belleza, o para nosotros mismos en el auténtico fondo de lo que todavía queremos ser–; vaya si quisiéramos seguir siendo capaces de ponernos a buscar el cubo de azúcar que diabólicamente rodó hasta la mesa contigua, porque si no lo recogemos algo terrible le pasará a una persona amada.

Apenas podemos fingir(nos) lo suficiente, le juramos a quien se deje que nosotros no tenemos el espíritu del doctor que le dice a Johnny lo mucho que le gusta el jazz, ni el de Bruno que no sabe qué hacer con Johnny de rodillas frente a él en medio de un restaurante. Apenas podemos, realizamos el escarnio ilustrado de todos aquellos que siempre están "seguros de sí mismos, convencidísimos de sus recetas, sus jeringas, su maldito psicoanálisis, sus no fume y sus no beba", por más que nuestras propias palabras comiencen a morderse la cola en cuanto acabamos de pronunciarlas, y por más que no sepamos cómo salir de la contradicción implícita en estar convencidos ("¿De qué, quieres saber? No sé, te juro, pero estaban convencidos. De lo que eran, supongo, de lo que valían, de su diploma.") y al mismo tiempo saber que la comezón en la conciencia tiene que ser un mal incurable porque si no cómo explicarse la incomodidad, el agujero en medio de la carpa.

De lo que quisiéramos convencernos es de que realmente no nos encontramos tan lejos del que fuimos. A nadie le gusta pensar que se ha traicionado; claudicar no es un verbo que se lleve bien con la primera persona. Quizá nunca fuimos Johnny Carter ni Oliveira, pero quizá en el fondo tampoco quisimos serlo, conformes como estábamos en ser un buen Bruno porque alguien tiene que llevar el apunte de las cosas. Puede ser incluso que no estemos de acuerdo con esa clasificación que pone a los cronopios tan lejos de las famas. Puede que hayamos pasado del lado de allá, del lado de acá y también de otros lados sin sentir que nadie nos seguía los pasos, porque la literatura es literatura y los sueños sueños son y no hay tu tía. Puede que así sea. Entonces, lo que habría que preguntarle al Horacio Oliveira que comenzó a morírsenos dentro es qué conviene hacer con su cadáver, si hay que dejarlo ahí tirado a media alma, si hace falta organizarle un buen funeral y enterrarlo bien enterrado, o si cree que las esperanzas valen lo mismo embalsamadas.