La Jornada Semanal,   domingo 13 de octubre del 2002        núm. 397
Jorge Moch

Todas las cartas la carta

Jorge Moch cita a Saúl Yurkievich, prologuista de las Cartas de Julio Cortázar, para recordarnos que “el pacto postal (carta recibida, carta contestada) era sagrado para Julio”. Así se explican las setecientas veintitrés misivas incluidas en los tres volúmenes que a Moch le procuraron un doble placer: el de recibirlas como obsequio y el de haberlas leído con sus ojos de cortazariano confesamente irredento. Invitamos a pasar sin más y conocer este “lote de minucias cotidianas” que completan el dibujo del cronopio.

Ilustración de Gabriela PodestáAntes que otra cosa es imperativo hacer un breve acto bifronte de contrición y aceptar que algo tiene uno de advenedizo mirón: el voyeurismo pertenece al territorio de nuestra natural mitad oscura; impulso primario que abona la curiosidad asesina de gatos, esa avidez por enterarnos de qué, quién, cómo, forma parte del ácido envite que le lleva a uno a leer cartas ajenas. Lo he sentido antes, aunque la intensidad del encuentro fue ciertamente menor, con otros epistolarios –las cartas disparadas por Juan Rulfo como certeros dardos de papel que hacían diana en el corazón de su mujer, por ejemplo, o las de Simone de Beauvoir o las de Elena Garro y Adolfo Bioy Casares o la de Manuel Vázquez Montalbán (que se puede leer en internet) a Sharon Stone y las de otros, cartas más antiguas y de amor o desencuentro o mero formulismo que no me voy a poner a enumerar–, pero ninguno de los remitentes sobre cuyos hombros he podido asomarme con anterioridad ha exigido tanto al entrometido lector y al mismo tiempo le lleva a uno tan de la mano y tan lejos en terrenos biográficos y de trayectoria artística, tan dentro de la cocina de su proceso creativo, como Julio Cortázar. Molde literario, supongo. El otro asunto es la adhesión tácita a uno de los dichos del cronopio remitente: que en cuestiones librescas no existe la reseña objetiva. Al menos no en el caso de un Julio Cortázar (él decía lo mismo de Lezama Lima, de Vargas Llosa, de Musil, de Keats), epónimo hacedor de mundos y literaturas que hoy son escuela y paradigma o, si no se lo quiere reconocer tanto porque le resulte a alguien chocante el frangentino, larguirucho epistológrafo, al menos indeleble y revolucionaria huella en las letras del mundo. Este arbitrario reseñista se exhibe admirador del cronopio sin sonrojos: Cortázar, San Julio, santito literario, literal, aliterante patrono de las más disparatadas y maravillosas páginas, gracias por ponerte a escribir, cartas o lo que fuera.

Las Cartas de Julio Cortázar, publicadas por Alfaguara, titánico trabajo compilatorio de Aurora Bernárdez (célebre para el mundo como Glop), su primera mujer y finalmente heredera universal después de la muerte de quien fue segunda al bate, Carol Dunlop, aparecieron formadas en las estanterías del uno al tres, gordas y blancas, y algunos nos quedamos así por un tiempo, mirándolas de lejos, un poco por respeto y un poco porque la adquisición de los gruesos tomos (¡ah, literatura, dama de salones suntuosos!) suponía el desprendimiento de una cantidad de pesos nada despreciable. Pero suelen sucedernos a los aporreadores de teclas cosas afortunadas con los libros que nos hacen falta y a mí, felizmente, me regalaron el epistolario completo. Otra vez se impuso una reverencia distante –el temor, también, que suele rondar con forma de toza lamia gruñente los libros de Cortázar o los de Del Paso o los de Rushdie porque terminan siendo cepos prodigiosos: una vez que empiezo no puedo dejarlos, aunque se trate, como en este caso, de mil ochocientas treinta y ocho páginas de apretada escritura y sea menester interrumpir la lectura para ganarse el pan o atender a la mujer y a la hija pequeña– y reposó la rechoncha trilogía en el librero un par de meses, escoltada por buena parte de la ya harto conocida producción de su autor. Luego vino el proceloso sumergimiento.

En el camino a París, 1982. Foto: Colección Alia¿Quién dijo yo para un curso intensivo en la biografía cortazariana y la génesis de esa literatura suya lo mismo poética y dulce que espinosa o francamente amorfa, llena de mofas y de inmisericordes denuncias? ¿Quién da más por un lote de minucias cotidianas y pequeñas victorias burocráticas y no pocos fastidios de los que saldría una de las más grandes figuras literarias del mundo hispanohablante? Que tengan cuidado los biógrafos de Cortázar: estos tres libros que componen casi toda su correspondencia personal (falta, por ejemplo, la carta que le mandó a Juan José Arreola en septiembre de 1954 y que afortunadamente Orso Arreola rescató para El último juglar, memorias de Juan José Arreola, publicado por Diana en 1998; faltan también, casi todas sus cartas familiares, a su madre y algunos parientes y, en general, las que Bernárdez consideró demasiado íntimas o reiterativas), acrisolan el espíritu socarrón y felino –porque el autor de Los premios se negaba a pertenecer, igual que Teodoro Adorno o Flanelle, sus gatos, y ya bautizar a su mascota como el autor de la Dialéctica de la Ilustración es de suyo un acto resueltamente provocador y lúdico, de exención, de gato despreocupado que en cualquier momento dispara un zarpazo que quítate de aquí– y lo retratan de la mejor manera posible en esa antología de breves en ocasiones, profundos en casi todas, vislumbres al espejo. 

Esta recuperación de la correspondencia de quien odiaba "las cartas literarias" y las escribía así, a golpe de máquina sin posibilidad de borradura ni retorno, constituye forzosamente un perfil de autor, pero de naturaleza sorprendentemente tangencial. Si bien Cortázar, nada modesto (el 4 de octubre de 1967 escribiría a Graciela de Sola: "Ignoro las falsas modestias tanto como la vanidad almidonada"), intuía que un día su correspondencia sería motivo de afanes editoriales, no se prestaba a sí mismo tampoco demasiada importancia durante los primeros años de su carrera como escritor, que fueron también los últimos de su etapa como maestro de escuela. Cortázar escribía bien sus cartas, enriqueciéndolas con una erudición que sobra ponderar aquí, sencillamente porque le daba la gana. Amante de las atmósferas misteriosas, esas cartas le permitían situarse a ojos de sus destinatarios e interlocutores, presumo, como una figura borrosamente literaria, fragmentaria, en lugar de una persona común de carne y suelas con manías de diario y necesidad de salario. Salvo, tal vez, las cartas remitidas a Sergio Sergi, Francisco Porrúa, Jaime Alazraki, Jean L. Andreu y Mario Vargas Llosa, el cronopio mayor solía mantener en su correo una actitud más bien distante aunque invariablemente cordial y hasta afable, aún cuando tratase asuntos penosos, como el retiro de sus traducciones a Edith Aarón, sus roces con Carlos Barral, su ocasional distanciamiento de Manuel Antín o el despliegue poco amable, ése sí, de un magnífico arsenal de puyas contra Ernesto Sábato, Eduardo Mallea y algunos otros autores, críticos literarios o políticos con los que difícilmente habría de buscar el encuentro o la empatía. Particularmente se ensañó con Ronald Reagan, a quien en carta a Claribel Alegría de los últimos días de 1981 regala el furibundo epíteto de "hijo de puta y puto él mismo". Cortázar, aunque llegara a negarlo a veces, se retrató entonces de a poco en hojas de papel ensobretadas y enviadas lejos de sí, collage desmembrado y rompecabezas de mosaicos bizantinos de los que todos sus allegados obtenían su parte pero nunca el todo, para que algo de él hubiese sobre la mesa de un editor o en la charla de los amigos distantes o en el regazo de su madre o en la irritación de sus detractores. Por eso la profusión postal (solamente Cartas se compone de setecientas veintitrés misivas) de la que parecía no descansar nunca. Hay épocas de su vida en los que con tantas cartas escritas (y el otro tanto de las recibidas, que forzosamente hubo de leer) uno se pregunta de dónde cuernos sacaba Cortázar el tiempo y la energía para escribir libros. O para leerlos. El cronopio se atomizó, pues, en esa correspondencia, que fue particularmente copiosa a mediados de los sesenta para irse volviendo menguante y francamente lacónica en las dos décadas siguientes a pesar de lo mucho que él mismo repudiaba las "cartas-telegrama" o los trucos de tarjetas preimpresas, con firma y todo, como hacía don Alfonso Reyes, y logró seguirse repartiendo a sí mismo por varios rincones del mundo, igual que haría con sus libros. En el prólogo de Cartas, Saúl Yurkievich (un ensayo breve pero magnífico y de inevitable cercanía emocional, "El don epistolar", prepara al lector sobre la atmósfera que rodeaba a Cortázar cuando escribía sus cartas, y echa un vistazo a las razones primeras por las que el autor de Un tal Lucas ceñía su correspondencia personal con el refajo de un estilo que después depuraría en esa literatura suya sin concesiones, precisamente, al estilo) advierte sucinto: "Las cartas de Julio Cortázar lo representan conmovedoramente", y encuentra rápidamente la hebra del ovillo: "El pacto postal (carta recibida, carta contestada) era sagrado para Julio."

Cartas encuentra su valor primordial en el momento en que se lo mira como una vitrina, a riesgo de convertir un icono de la literatura en mero bicho de acuario. Retiro la comparación; Cartas puede interpretarse como una detallada recta numérica, un recuento cronológico del estado de ánimo de Julio Cortázar y de sus relaciones con los demás, la parentela y los amigos al principio y después una multitud de colegas de la pluma, críticos, diseñadores gráficos, traductores, editores, pintores, más amigos y finalmente la fauna y la parafernalia que acompañan a todo escritor de éxito, de las que tanto se lamentaba ocasionalmente el taxónomo descubridor de los famas, y de cómo este acumular cosas de todos los días horneaba lentamente los textos de sus libros que un día brotaban con borbotones de espuma. Cartas es el pormenorizado recuento de la psique de Cortázar, de sus tempranas neurosis y sus tardías desnudeces gobernadas por un intelecto rico e intransigente. Eso para el mero observador que se atiene al rigor historiográfico y punto. Pero hay otras maneras de leer Cartas y no se trata, como en Rayuela, de trastocar la logicidad de la estructura textual, sino de internarse en el mundillo de ese lúcido escritor argentino exiliado, felizmente lejos de una Argentina que él mismo se empeñó en convertir en tierra extraña para sí y de la que se extrañó tanto más dolorosamente cuando la patria de los gauchos cayó en manos de los Onganía y los Videla, y me parece que la manera perfecta de hacer esto, de acercarse uno a Cortázar usando sus cartas como seguros peldaños es, claro, la imaginación. No todo el trabajo corre a cargo del lector, porque Cortázar de ninguna manera exigía tanto a sus destinatarios postales como a los lectores de sus libros, y basta que uno se deje llevar, como he dicho al principio, por ese turismo de interioridades en que Cartas puede llegar a convertirse: allí se encuentra a un Cortázar ajeno a las estampas inventadas muchas veces por el mero tremendismo mediático, onda expansiva y perfectamente explicable que generó el boom. Allí se lo ve, cebando mate, tumbado en el césped de su "ranchito" de Vaucluse milagrosamente haragán o mirando la grisura del invierno parisino o renegando de la impoluta manera de vivir de los suizos o postergando un anhelado viaje a México o abrazando –abrasado– la causa de la revolución cubana y revirándole, también, críticas certeras y descarnadas, porque uno de los rasgos indisolubles de Cortázar fue siempre su congruencia. No era uno el Cortázar que firmaba sus libros y otro el que apareciese en público, si es que decidía aparecer, y bien dice Jean L. Andreu en la Addenda que corona el tercer volumen del epistolario que "Cortázar es renuente a las máscaras impuestas". En Cartas es posible encontrar entonces de capa abierta –y a veces espada en ristre– los que fueron sus motivos: por qué se empeñó en decir no a los congresos y reuniones de escritores a los que fue convocado decenas de veces desde diversos rincones del mundo, pero decía sí a los premios (a menos que, por ejemplo, se tratase del homenaje a Lezama Lima que Sicard organizó en Poitiers o de un congreso en Polonia de los que se solidarizaban con el Chile de los setenta, víctima ya de la brutalidad de los militares golpistas); por qué sus irreductibles posturas de antagonismo ante Estados Unidos aunque acabó siendo huésped de "los reaccionarios" de Berkeley y por qué su apoyo casi irrestricto –el asesinato de Roque Dalton y el lamentable periplo de Heberto Padilla, por ejemplo, horadaron gruesas grietas en esa simpatía ideológica– a la revolución cubana y a esa traslación satelital de las maniqueas necedades en que terminó convertida la pobrecilla Nicaragua; por qué no contestaba cuestionarios y se hacía el remolón para las entrevistas de las que, como fue el caso de las que le realizaron Luis Harss o Tomás Eloy Martínez, después se congraciaba; por qué encontraba aburridas algunas críticas de su obra y decía que le tenían sin cuidado pero cuando le eran favorables las ponderaba y llenaba de elogios, como fue el caso contra Sábato pero a favor de Néstor García Canclini; por qué, exégesis que asoma en sus primeras misivas escritas a Eduardo Castagno desde una modesta habitación del hotel La Vizcaína en Bolívar, hubo de encontrar en la literatura el territorio definitorio de su vida, si se creía apenas "poseedor de alguna facilidad para redactar cosas que la bondad de los amigos suele denominar cartas, y allí se termina todo". Y hacia el final se queda uno, como el mismo Cortázar, sabiéndole indefinible por los porqués del mundo.

Aunque seguramente el escrutinio público le hubiese resultado sofocante, me hubiera gustado que Cartas, al menos en parte, apareciese en vida de Julio, porque le habría resultado factible comprobar que, efectivamente, no era más que uno de nosotros y en más de una ocasión, creo, hubiese tenido que dar explicaciones o al menos habría hecho comentarios que hoy formarían parte adicional de su colección de frases pulimentadas, filosas e ingeniosas hasta la atrocidad. 

Hay pasajes particularmente conmovedores en el epistolario, pero de todos me quedo con dos: uno es la carta que remitió desde París a Adelaida y Roberto Fernández Retamar el 29 de octubre de 1967, un día después de su llegada de Argel, azorado y triste cronopio al que se había informado en África de la muerte de Ernesto Guevara. Cuba le pidió unas palabras, y Cortázar le regaló al mundo un poema breve, magnífico, sencillo, que empieza contundente con "Yo tuve un hermano"... El otro es una carta de terneza palpable que escribió a Alejandra Pizarnik el 20 de enero de 1972, exactamente ocho meses y cinco días antes de que la autora de La condesa sangrienta se quitara la vida con una sobredosis de seconal. En efecto, sus Cartas retratan con sencilla esplendidez a Julio Cortázar.

En otra carta al mismo Fernández Retamar, enviada desde su pastoril retiro en Saignon a mediados de los sesenta, Cortázar resumió una frase definitoria de sí mismo que, haciendo de lado un tufillo a solemnidad, lo dibuja estupendamente: "De la Argentina se alejó un escritor para quien la realidad, como la imaginaba Mallarmé, debía culminar en un libro; en París nació un hombre para quien los libros deberán culminar en la realidad. Ese proceso comportó muchas batallas, derrotas, traiciones y logros parciales." Ese proceso arrojó luego al regazo de una colectiva inteligencia adormecida la cortazariana escritura que habría de patentar el molde de esa sustancia que, para decirlo de manera correcta en buen glíglico (eutrapelia de la que me ha resultado imposible exonerarnos), afortunadamente acabó por encrestoriarnos la jadehollante embocapluvia del orgumio. Y todo empezó, creo, con una carta de engañosa inocencia.