Julio Cortázar y la fotografía Tomamos la voz del autor de este ensayo y, con él, lamentamos el artero saque de guadaña que en un solo lustro nos dejó más huérfanos que de costumbre: del ´84 al ´88 se fueron gracias a sus libros eso es sólo un decir Cortázar, Calvino, Rulfo, Borges y Yourcenar. Partiendo del mítico cuento Las babas del diablo o Blow Up para Antonioni y demás cineros, López Aguilar habla aquí de la afinidad profunda que enlaza al cuento y a la fotografía, dos formas de atrapar al instante y dos modos de aprehender el sentido último de las cosas.
Sin embargo, había motivos para estar sorprendidos, pues Octavio Paz, nacido el mismo año que Cortázar, no parecía dar muestras de fatiga en los alrededores del ochenta y cuatro: antes bien, le faltaba menos de una década para ganarse el premio Nóbel; Borges, quince años más viejo, parecía estar ingresando a la inmortalidad en contra de sus deseos, pues no sólo se encontraba preparando en plena longevidad los prólogos de una colección española que se llamó la "Biblioteca personal de Borges" y los títulos de otra, "La biblioteca de Babel", sino que estaba a punto de concluir el que sería su último poemario, Los conjurados, planeaba casarse con María Kodama e irse a morir a Ginebra.
A casi dieciocho años de su muerte, la obra y la presencia de Cortázar siguen teniendo el mismo peso y más que cuando vivía entre nosotros de manera física. Ahora que sólo se ha quedado por medio de sus libros, el nombre de los lectores que le son asiduos es Legión y su obra parece producir un renovado azoro ante la ligereza de su lenguaje y la eficaz alquimia de los recursos narrativos, además de su peculiar concentración para traducir la complejidad de los estados de ánimo de los personajes o para cristalizar una atmósfera o un conflicto a través de objetos y circunstancias tan cotidianos como borsch, whisky, mate, pulóveres, ciertos conejitos vomitados, cabellos hechos nudo y perdidos en la cañería, la rayuela, etcétera, como ya lo había hecho notar Borges. Éstas y otras cualidades le permitieron renovar la narrativa escrita en español después de los años cincuenta, dotándola de una ligereza que también poseía Cortázar en el más pleno sentido kunderiano, pues el escritor argentino y su obra fueron insoportablemente leves, lo cual parece explicar el fenómeno de que sean los jóvenes los que siempre lo descubran primero, lo difundan apasionadamente y nunca lo vuelvan a dejar. De otro modo, pero un poco como a García Márquez desde Cien años de soledad, a Cortázar le pasó que, no obstante su apariencia intelectual, erudita y culta, sedujo a los sectores juveniles desde un principio, especialmente desde la publicación de Rayuela, a mediados de 1963: baste recordar la influencia estilística y temática que tuvo en la llamada generación "de la onda" en México, desde finales de los sesenta, o aquella barda sesentayochera en la que pudo leerse la siguiente frase: "Cronopio = beatle + che Guevara", donde no son accidentales las sensibilidades apuntaladas alrededor de los cuatro jóvenes compositores de Liverpool que revolucionaron al mundo desde el rock, de los amores mesiánicos que convocaron la vida y la muerte del carismático revolucionario Ernesto Guevara y de esos pequeños seres verdes y húmedos, los cronopios, que después se convirtieron en sinónimo de toda persona querible por buena onda, amable, inteligente, talentosa, creativa, imaginativa, conciliadora, sensible, ingenua, tolerante La breve fórmula de ese muro unió, en una sola combinación, al (permítaseme el término mercantilista) boom latinoamericano, el rock y la política. Esta manera visual y concentrada de involucrar a Cortázar con una sensibilidad de época, destaca el carácter visible de muchas de sus imágenes literarias, pululantes en todos sus textos; más aún, se relaciona con esa capacidad señalada por Borges para presentar núcleos sustanciales de la realidad mediante trazos cotidianos que los demás no habíamos visto tan recargados de sentido.
Con la aparente digresión del principio, el cuento entra abruptamente en la materia cuentística: en París, un fotógrafo ha tomado y ampliado una placa cuyas connotaciones son malignas: una mujer pretende seducir a un adolescente, no para sí sino para un pederasta. La foto, tomada impertinentemente, salva al muchacho: el instante detenido en la ampliación sólo es el recuerdo de un incidente bien librado de un domingo 7 de noviembre. Sin embargo, la peripecia fantástica ocurre cuando, un mes después, Michel trabaja en su estudio y se da cuenta de que la ampliación que ha hecho comienza a animarse: unas hojas se mueven, unas nubes los personajes. Su conclusión es instantánea: la historia va a repetirse y ahora no puede salvar al joven. Sin embargo, irrumpe adentro de su foto y vuelve a salvar al adolescente, pero ahora no puede evitar al hombre de aspecto enharinado: en el final del cuento, Michel queda fijo, bocarriba, como una cámara inmóvil que sólo percibe lo que pasa por su lente inmóvil.
En el casi alucinado mecanismo del final, su eficacia radica en que, para contar los hechos, el narrador pareciera haberse convertido en una cámara, tal vez más de cine que de fotografía: otra vez, pareciera que el ojo del fotógrafo fuera su lente y ésta su voz: el narrador del cuento ve y describe como una cámara, pero es un hombre. El estado final del narrador hace pensar en una metamorfosis no explicada, ambigua: el fotógrafo (su voz, su mirada, su persona) se convierte en una cámara. En estas fusiones se propone y distingue la armadura específica de fotografía y literatura: narrar con imágenes desde el ojo, para hacerlo voz; mirar con palabras desde el verbo, para hacerlo un ojo: la mirada en la voz. La transformación final de la ampliación en una especie de pantalla con vida cuyos personajes están ahí, en persona, y no sólo como representaciones, me parece una de las perspectivas más luminosas con que se haya apreciado a la fotografía desde la literatura: la obra fotográfica no es un presente congelado, como podría parecerlo, sino un instante dinamizado hacia el pasado y el futuro que exige ser completado por la mirada inteligente del espectador, de manera que sin la colaboración sensible de la lectura, fotos y cuentos sólo son astillas sin sentido.
Parece natural que esa inmediatez, equivalente a una cristalización y a una vocación para lograr que se mire el mundo desde los ojos de las letras, tuviera que derivar en una relación más directa con el mundo de las artes plásticas, en todas sus variantes: fotografía, cine, espectáculo teatral, danza, pintura, gráfica y escultura. Cortázar siguió tres grandes caminos por los cuales incluyó a las artes de la imagen en su obra: el primero, que fue el más importante y usual, el de la incorporación de fenómenos plásticos en textos narrativos, como los ya comentados; el segundo fue el del comentario surgido de la emoción después de apreciar un espectáculo dancístico, una obra pictórica o escultórica, o las notas y ficciones escritas alrededor de la obra de amigos suyos, textos que se encuentran reunidos en Territorios; y, el tercero, el de la colaboración con pintores y fotógrafos para crear librosobjeto o testimoniales, como La vuelta al día en ochenta mundos y Último round (en colaboración con el pintor uruguayo Julio Silva), Fantomas vs. los vampiros multinacionales (pastiche en el que Cortázar mezcló las imágenes de un número de la historieta mexicana de Fantomas en la que él aparecía, como personaje con una narración propia), Alto el Perú (en colaboración con la fotógrafa Manja Offerhaus), Los autonautas de la cosmopista (en colaboración con Carol Dunlop, escritora y fotógrafa profesional) o Prosa del observatorio (un largo texto que gira alrededor de fotografías tomadas por el mismo Cortázar en la India, en la época en que conoció a Octavio Paz, durante los años sesenta). Julio Cortázar, creador de numerosas
imágenes con su prosa llena de tersura, viajó al país
de las imágenes para transfigurar los dos caminos: narrar con los
ojos y ver con las palabras, dos de los muchos objetivos que siempre persiguió
con la certeza de sus libros. Después de su vida, que alumbró
para nuestro bien un largo tramo del siglo xx, y después de su obra,
que sobresalta al corazón más insensible, sólo queda
resignarnos ante el hecho de que el mayor de los cronopios ya no publicará
otra vez un nuevo libro, aunque quién sabe, es posible que Gabo
tenga razón y Cortázar nos dé la sorpresa este mes,
este fin de año: a lo mejor, vuelve para publicar Rayuela.
|