Jornada Semanal, domingo 13 de octubre del 2002        núm. 397

UN ORADOR MUDO DIRÁ NUESTRO MENSAJE AL MUNDO

En 1931, el joven rumano Eugen Ionesco publicó, en una pequeña casa editora de Craiova, un volumen de versos titulado Elegías para los seres pequeños (Elegii pentru fiinte mici). En sus poemas eran palpables la influencia de los dadaístas y surrealistas rumanos y una preocupación por descubrir las deformaciones morales que laten bajo la máscara de la respetabilidad burguesa, de sus trivialidades y de sus aparatos retóricos cada día más vacíos de contenido.

Ionesco, como la mayor parte de sus maestros y compañeros de generación, huyó de Rumania y se estableció en París el año de 1946. Mircea Eliade se fue a Estados Unidos, Cioran se refugió en París, Petru Dumitriu y Gheorghiu en Alemania, mientras que Constantin Noica, Vulcanescu y Steiner se quedaron en su país y enfrentaron cárceles, arrestos domiciliarios, censuras y otros horrores fraguados por el conducator y su draculesca consorte. Ionesco, ayudado por algunos paisanos, consiguió trabajo en un banco y, más tarde, logró colocarse en una casa editora (había sido profesor de francés en Bucarest, ciudad tan francófona como París) como corrector de pruebas. En 1950 se presentó en el Teatro de los Noctámbulos su obra La cantante calva y, desde ese momento, la vida del exiliado rumano se entregó por entero al teatro y a las reflexiones sobre la puesta en escena y el lenguaje teatral. El resto de su vida se dedicó a la búsqueda de un sacerdote monofisita para casarlo con la empleada doméstica, a la constatación de que los ratones tienen cejas, pero las cejas no tienen ratones y a sobrevivir bajo la presencia de un reloj con espíritu de contradicción. No olvidemos que, como todos sus contemporáneos, había pasado por las dos grandes y horrendas guerras, por las atrocidades de los nacionalismos autoritarios, el holocausto y el estallido nuclear y, por lo mismo, sabía que “la experiencia nos enseña que cuando se oye llamar a la puerta nunca hay nadie en ella”.

Las sillas se presentó por primera vez en el Teatro Lancry en 1952. La puesta en escena fue de Sylvain Dhomne y la escenografía de Jacques Noël. El viejo (noventa y cinco años) fue Paul Chevalier, la vieja (noventa y cuatro años) fue Tsilla Chelton y el mismo Dhomne hizo el Orador (cuarenta y cinco a cincuenta años). Ahora, para celebrar los cincuenta años de su estreno mundial, Jorge Galván, Martha Papadimitriou e Isi Riojano la reviven las noches de los viernes y los sábados y las tardes de los domingos en el Teatro Benito Juárez.

La obra de Ionesco, especialmente La cantante calva, Las sillas, La lección, El Rey muere, Amadeo y Rinocerontes, conservan toda su vigencia y, de una extraña manera, se han vuelto casi costumbristas, pues de 1952 a la fecha el absurdo se ha convertido en algo cotidiano y el lenguaje, manoseado por políticos, locutores, publicistas, economistas y empresarios, suena como una moneda falsa y, golpeado por los lugares comunes, los engaños y los convencionalismos, pierde su significado y se convierte en un ronroneo ensordecedor, en una salmodia enajenante. No sé lo que Ionesco diría sobre este tema, pero presiento que su redonda nariz de payasito y su enorme sonrisa compondrían una mueca divertida y un poco irónica para comentar mis peregrinas teorías sobre su teatro y el paso del tiempo.

Dice Ionesco en su Experiencia teatral que el personaje de Las sillas son las mismas sillas o, mejor dicho, su vacío, su falta de sentido al estar vacías. Fiel a su idea del “antiteatro” colocó en un segundo plano a los viejos, sus problemas existenciales y su “derrumbe moral”. La irrealidad que empaña las acciones humanas, la ausencia de Dios y la absurda presencia de la nada, son los temas esenciales de una obra que, con el paso del tiempo, sigue poniendo el énfasis en las sillas vacías, pero nos permite profundizar en el enorme desasosiego y en la formidable imaginación que abruman y dan un precario sentido a las declinantes vidas de los viejos. En este curioso fenómeno que modifica y enriquece los propósitos ionesquianos tienen mucho que ver el paso del tiempo y el proceso deshumanizador que han puesto en marcha los fundamentalismos y el capitalismo salvaje. En este momento, el teorizador (highly opinionated, dirían los discretos británicos) se detiene y deja de especular, pues ve a lo lejos que la nariz ionesquiana se pone roja de risa.

Jorge Galván puso Las sillas en 1971 con el grupo que fundó: los Teatristas de Aguascalientes. Su regreso a la obra, su composición del Viejo, su adaptación y dirección escénica, son una nueva experiencia para el notable teatrero y, lo que es mejor, un novedoso enfoque que abre al público perspectivas inéditas para el goce, el desasosiego y la comprensión (a cada quien su manera de entender, de aceptar, rechazar o especular) de esta obra juvenil del maestro rumano que tanto hizo para mostrarnos las diversas maneras del absurdo, el tedio y el miedo. Martha Papadimitriou da la edad que debe dar, hace de madre y de Semiramis, agoniza y ayuda a agonizar al “mariscal de los pisos” que es su esposo, hijo y compañero de imaginación y de muerte. Isi Rojano pone el punto final a esta notabilísima puesta en escena con su angustioso farfulleo y el borroneo de los adioses de Dios en el pizarrón que no logra ilustrar la conferencia. Jorge Galván, Martha Papadimitriou, Isi Rojano y todos los que participamos en el rito que convocó las memorias de Jarry, Artaud, Molière, Tudor Arghezi, Ion Luca Caragiale, Flaubert y Bloy, revivimos la memoria de un autor esencial del siglo xx y lo vimos, sentado en una de las sillas, escuchando el mensaje del viejo dicho por el angustiado y angustioso orador mudo.
 

HUGO GUTIÉRREZ VEGA
[email protected]