Jornada Semanal, domingo 13  de octubre  de 2002                   núm. 397

ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

EL TRANSEÚNTE

El viajero posee una condición peculiar, pues se comporta como una célula salida de su organismo, capaz de insertarse en otros y de relacionarse con células distintas que, en su entorno de procedencia, serían enlaces inimaginables. En tal sentido, el viajero es un transeúnte que se enfrenta a espacios diferentes y a no-lugares (los aeropuertos, las terminales de autobuses, las estaciones de tren y la mayoría de los hoteles, por ejemplo, en tanto que todos tienden a ser iguales), y en su deambular prueba, saborea, mira y se pierde en cosas que los otros ya no ven o apenas perciben; por lo tanto, sigue un impulso casi infatigable que le permite insertarse en muchos sitios, devorando leguas y "agotando" las reservas gastronómicas de los espacios que recorre: el transeúnte es un engullidor hedonista que se apropia peculiarmente de nuevos entornos con ojos, nariz, boca y piernas, consciente de que ha abandonado, así sea por poco tiempo, el lugar poblado de rutinas donde él se define y reconoce, donde la libertad con que pretende moverse está consuetudinariamente constreñida por las obligaciones laborales y los itinerarios prefijados que lo agobian.

El turista, especie moderna que se deriva de la del viajero, así sea por un impulso imitativo, se diferencia de su modelo en la superficialidad con que emprende cada expedición: más que el conocimiento, le importa el registro de anécdotas; más que encontrarse con un lugar diferente, le preocupa el testimonio fotográfico que corrobore el yo-estuve-aquí, fenómeno que ha proliferado a imitación de sus campeones, los turistas japoneses, pues les resulta imprescindible posar para fotos convencionales en los sitios "turísticos" más previsibles, esos que obligan a exclamar durante una sesión de cine casero o diapositivas: "¡no hay duda de que estuviste en X!"; más que entrar en contacto con el espacio por el que transita y tratar de apropiárselo para entenderlo, ocurre que el turista se encuentra en una situación de mayor confortabilidad cuando cree pisar el firme terreno del queso añejo, la hamburguesa o la pizza, pues teme el aspecto y el sabor de lo que es diferente, donde se halla, precisamente, una de las razones más estimulantes del viaje (esto no obsta para que lo dicho se hermane con el ejercicio de la impulsiva compra de regional curiousities); más que zambullirse entre las calles, edificios y forzosos laberintos que le aguardan en el locus amenus, se comporta como el calamar que opta por su tinta: prefiere ahogarse en espacios "conocidos" como el de los casinos, que casi son no-lugares por tender a su monótona igualación en el espacio.

El acto turístico no depende del lugar al que se dirija una persona ni de cómo lo haga, sino de un estado de ánimo que no tiene mejor adjetivo que el de la convencionalidad; el viaje, en cambio, se caracteriza por una apertura de cuerpo y alma que permite el paso de nuevas experiencias sensoriales e intelectuales, y por una momentánea y anónima ruptura con las raíces que permite echarlas en cualquier lado, así sea fugazmente, mediante una suerte de cosmopolitismo como el que Goethe reclamaba para sí mismo. Tampoco es un destino exótico el que define al viajero, pues éste puede moverse en el ámbito de su habitación, en su colonia, o por Xochimilco y La Merced, por Oaxaca o el Valle del Mezquital, por Nueva York o París: lo que importa es la manera como se enfrenta a ese destino y lo incorpora, para siempre, dentro de sus devenires personales.

Finalmente, el transeúnte tiene la capacidad de introducirse en el texto que se encuentra leyendo, de volverse personaje y parte de la narración que descifra mientras pasa los ojos por cada línea de la página, como el Lector que halla a su Lectora en Si una noche de invierno, un viajero…, de Calvino, o como el durmiente en la idea barroca del sueño en la que el soñador es, simultáneamente, escenario, dramaturgo y actor, de acuerdo con ese teatro sobre el viento armado que descifró Góngora. Es seguro que muchos preferirán la lectura dinámica, las imágenes televisivas, la comida chatarra, el fast sex o las formas impersonales de comunicación, pero siempre habrá esperanza si sobrevive esa especie a la que pertenece el viajero, pues busca perderse y encontrarse en la infinita variedad del mundo, a la manera de los entrañables cronopios cortazarianos. Dicho de otro modo: si hay quienes se sienten a salvo en los no-lugares, el viajero tiene el impulso inevitable de estar en el Lugar, en cada Lugar.