La ola del tiempo Rubén Moheno nos recuerda que una de las tareas fundamentales del poeta es recuperar la infancia a voluntad, y con cierto pesimismo se pregunta qué pulso deberá emplear la humanidad para recuperarse, sobre todo ahora que las piraterías ya no son lo que solían ser a través de una mirada como la de Emilio Salgari. Moheno evoca sus primeros encuentros con el inagotable narrador de aventuras que pobló la imaginación juvenil de tantos y tantos asiduos a una galería encabezada por Sandokan y el Corsario Negro y que, en buena medida gracias a esos primeros deslumbramientos literarios, nos convertimos en lectores asiduos de todo género de venturas e infortunios. Sirvan estas líneas para homenajear a un autor muy leído y muchas veces poco valorado.
Ya dentro de la historia uno conocería la forma favorita del ataque corsario: el abordaje con el profundo y precario pistolón en la mano izquierda, el sable fiel en la derecha: "El Corsario Negro rompió aquella muralla de cuerpos humanos y se metió en medio del último grupo de combatientes. Había tirado el sable de abordaje y empuñaba una espada. La hoja silbaba como una serpiente " A los diez años había leído casi toda la obra de Emilio Salgari (1862-1911). De algún modo fue mi primer enciclopedia y no me importó mucho que señalara el fuerte de Veracruz como San Juan de la Luz y no de Ulúa. Yo conocía el puerto porque había acompañado a mi padre varias veces en la corrida nocturna del ferrocarril (que ya no existe). Y los sentimientos que surgían de aquellas páginas compensaban con creces la muy ocasional imprecisión que hubiera podido percibir en un autor documentado hasta la saciedad en la historia y la geografía que surcaban sus novelas. También en la zoología y meteorología que desplegaba ante los ojos de la imaginación para levantar asombro y avidez por el mundo. Uno se sumergía en la narración como bajo una ola y sólo cuando ésta había pasado podía distinguir fallas. Lo importante en los poetas dramáticos es la precisión de las emociones. A diferencia del capitán de barco en la vida real, que puede verse ahogado en el tedio administrativo, la sabiduría del escritor veronés fue la de un marino de escuela que nunca agotó su celo romántico por el mar. Quizá porque sólo hizo un viaje en el Adriático le fue dada la gracia de no saciarse nunca. Y la transmitió intacta a sus devotos lectores. Son sus personajes como ideas platónicas. El rico aristócrata piamontés que era el Corsario Negro encarnó varios arquetipos a un tiempo. Por encima de todo la devoción a sus hermanos asesinados: seguido tan sólo de dos compañeros penetró una noche en Maracaibo para recuperar el cadáver del Corsario Rojo que impúdicamente exponía en la plaza el gobernador Wan Guld. En el mar le daría cristiana sepultura. Ya entonces uno se daba cuenta de que el Corsario era sólo un ideal y no podía servir de máscara. Pero ni el tiempo ni la marea borraron su impresión, y yo me pregunto si habría sentido igual años más tarde la muerte de algunos amigos de no haber leído esas páginas. Con ellas la vida empezó a ser para decirlo con R. L. Stevenson una serie de adioses.
El Corsario tomaba lo peor de la fortuna como si fuera lluvia de primavera y no sabía atacar con ventajas. Era el valor inimitable y el honor personal en cualquier arena. Tenía clemencia hacia los valientes sin fortuna, compasión con los débiles; la más profunda melancolía (en adagio) y un desinterés mundano absoluto: "¿Y a mí qué me importa el dinero contestó el Corsario Negro, hago la guerra por motivos puramente personales. Además, yo ya he cobrado mi parte." Su fama había llegado a los hermosos oídos de la joven Honorata; porque en esos libros se encontraba, además, el interés imperecedero del amor: "Me han dicho que usted era un hombre que siempre estaba taciturno y sombrío, y que cuando la tempestad enfurecía el mar de las Antillas salía a recorrerlo a despecho de las olas y los vientos, y depredaba sin temor alguno el gran Golfo, desafiando las iras de la Naturaleza, porque le protegían espíritus infernales. ¿Y qué más? preguntó el Corsario. Que a los dos corsarios de los trajes rojo y verde los había ahorcado un hombre que era enemigo mortal suyo, y que " Fue a instancias de mi madre que mi padre me dio aquellos libros, y debió ser por ellos que me embarqué después, como fotógrafo, para hacer mis singladuras en una flota mercante que ya no existe. De 1976 a 1978 tocaría todos los puertos mexicanos de altura en las dos costas; iría de los puertos creole, en Louisiana, al de San Francisco (bahía literaria de Jack London), vía Canal de Panamá. En el Caribe vería la nieve de Santa Marta, Kingston, Curaçao. Visitaría Campo Alegre, "el burdel más grande del mundo". Todo bardado, como campo de concentración; con casa de cambio y bares para encontrar a las muchachas (venidas de todas latitudes) que brindaban hospedaje en los pequeños cuartos donde vivían. No whore like my whore! Hoy, la estanflación llevó a Curaçao a rentar su espacio a una base aérea estadunidense.
En la serie de El León de Damasco uno podía asistir a la batalla de Lepanto y vería brillar a la bella Leonora, llamada Capitán Tormenta por sus enemigos y dueña de una infalible estocada secreta. Uno aprendía a aquilatar el valor de los símbolos; como esa fina corbata de seda negra dentro de una cajita de plata obsequiada por el sultán: delicada e inapelable sentencia de muerte. Con los hijos del aire uno iría al desierto del Gobi, a compartir banquetes de lengua de yak; al Índico con los pescadores de perlas, con el rey de los cangrejos a Norteamérica.
"Era la jovencita una linda criatura, alta, elegante, de líneas suavísimas, tenía la epidermis de color blanco rosado " Y en aquellos libros la belleza no era sólo blanca: "Las dos mujeres que la seguían, dos camaristas, sin duda alguna, eran mulatas, lindas las dos, y tenían el color ligeramente bronceado con reflejos de cobre." En las naves de Salgari uno solía hallar oasis de lujo, calma y voluptuosidad: "Las paredes del pequeño salón estaban tapizadas de seda azul con hilos de oro, y decoradas con espejos de Venecia; el piso desaparecía bajo un tupido tapiz oriental, y las amplias ventanas que daban al mar, divididas por elegantes columnas acanaladas, estaban resguardadas por ligeras cortinas de muselina Dos grandes y artísticos candelabros de plata iluminaban el salón, reflejando su luz en los espejos y haciendo brillar un grupo de armas entrecruzadas en la puerta. El Corsario invitó a sentarse a la joven flamenca y a la mulata." No sin candor, el temible Olonés intentó aplacar las sospechas del Corsario sobre el parentesco de Honorata (en Salgari no falta el reconocimiento aristotélico, ni el humor): "¡Bueno; pues con matarla está todo concluido!"
Salgari señala el cuartel general de aquellos hombres (y mujeres) en la islas Tortugas, norte de Haití, a fines del siglo xvi. Esa agitada sociedad filibustera no vivía las convulsiones internas que caracterizan a las nuestras. Se regía a su modo por principios de igualdad: había abolido la esclavitud formal. Y la informal también porque privaba el reparto justo de "la renta" (caro ideal que alguna vez, no debemos dudarlo, verá su día en nuestras pujantes democracias). Unos historiadores resaltarán la leyenda negra española; otros enfocarán su telescopio en las patentes de corso (las actuales franquicias transnacionales serían sus hijas bastardas). Lo cierto es que Salgari fue un valiente sin fortuna en la vida real y en su trágica muerte. No es necesario cubrirlo de adornos políticamente correctos. Pero resulta interesante el diálogo entre el Corsario y un jefe de los indios arawakos (que alguna vez poblaron Curaçao): La amistad de los hombres blancos no se hizo para los arawakos, porque esa amistad ha sido fatal para los hombres rojos de la costa. ¡Estas selvas son nuestras! ¡Regresen !El cine no hizo justicia a Salgari, a pesar de unos pocos ejemplos en contrario, y más que aprovechamiento hubo saqueo. En esa narrativa con velocidad de vértigo la acción transcurre sin solución de continuidad. A la batalla (en prestissimo) seguiría la atención a la selva; o al mar, que actuaría como un personaje especial. O la descripción de extraños peces y moluscos, que se transformarían en apetitosos manjares. Una amplia (o dolorosamente precaria) dotación de armas, vislumbres de fieras temibles a las que hay que enfrentar, formas geográficas que aún nos desconocen, fosforescencias de Epifanía, estados de ánimo del mar. Espléndidas naves en grandes maniobras, como El Rayo, con sus rocambolescos cambios de fortuna, escapes providenciales y gran literatura perdida para siempre. Habría que apostar a la suerte de un Corsario Negro interestelar.
Por todo eso sentí consternación cuando me convocaron a escribir estas líneas. Luego pensé que era un buen síntoma ese malestar; como un dolor de brazo en alguien que ya carece de él: al menos un reflejo de la infancia perdida, irremisiblemente. No podemos volver a jugar a los piratas. Nos hemos vuelto demasiado cínicos incluso para disfrutar de un buen match (desigual) entre la reina Victoria y Sandokan. Hoy, cuando mucho, podemos asistir avergonzados al dudoso combate entre George Bush y Osama Bin Laden. (Aunque en el primero la única creíble fue la que dijo sostener contra una botana asesina frente a una pantalla de televisión, que quizá mostraba otro video donde el oriental renguea y, supuestamente, invoca a Alá.) Dice un poeta que la tarea fundamental en su oficio es recuperar la infancia a voluntad. Y uno se pregunta qué pulso deberá emplear la humanidad para recuperarse. Stevenson reivindicó así el género de aventuras: Jamás hubo un niño (excepto el señor [Henry] James) que no haya buscado oro, y sido pirata, y comandante militar, y bandido en las montañas, y sufrido naufragio y prisión, y empapado en sangre sus pequeñas manos, y recuperado galantemente la batalla perdida, y protegido la inocencia y la belleza de manera triunfante. |